El pasado 15 de mayo, más o menos a las once y diez de una luminosa mañana de domingo, la vida me regaló uno de esos instantes mágicos en los que parecen confluir inesperadamente circunstancias que por separado ya vienen seduciéndote desde hace tiempo, pero que juntas abren en la realidad como un hueco en el que solamente tú tienes cabida, tú con tu deleite, con tus sentidos cautivos de un placer que no es físico, tú gozosamente atrapado en un embelesamiento de cuento infantil. Que en ocasión tan privilegiada yo dispusiera además de cámara de fotos convirtió en materialmente imperecedero lo que sin duda lo hubiera sido ya en un plano mental. Si yo dijera sin más que oí cantar un pájaro, que lo identifiqué de inmediato y lo busqué en las alturas de los árboles del parque por el que transitaba hasta encontrarlo en una rama, le parecerá a quien lea estas líneas muy poca cosa. Las personas que me conocen bien adivinarán de inmediato, al menos, que el pájaro en cuestión era un mirlo.
Llevo algo más de un año hermanado con los mirlos; los observo, trato de fotografiarlos, sigo su vuelo, los busco con la mirada apenas oigo cualquiera de los dos tipos de sonido que emiten: el de prevención y ese bellísimo canto en el que se combinan, con una interpretación ensimismada, variaciones melódicas, silbos, trinos y chisporroteos sonoros; en su canto, el mirlo marca los compases con una modulada candencia, como si le empujara la irresistible voluntad de improvisar una canción o de recitarla en un idioma extraño donde vagamente se aprecia la existencia de un verdadero significado; es un canto que quizá mezcle distintos cantos emitidos por otros pájaros: dicen que el mirlo puede llegar a imitar la voz humana y a repetir ciertas palabras si se le adiestra desde polluelo, de ahí que en libertad su música parezca una creación propia llevada a cabo a partir de otros gorjeos que el mirlo armoniza con afinación única y como para sí mismo. (El otro sonido, el de peligro, que el mirlo acompaña con un alzamiento tenso de la cola, recuerda un poco al que hacen esos martillos de juguete cuando se golpea algo con su fuelle de plástico).
Ocurre que un día de hace más o menos catorce meses pregunté a quien me acompañaba por el nombre del pájaro negro que vimos corretear por el borde de un vallado: hasta ese momento yo era incapaz de identificarlo, una semana después ya me sentía tan unido a los mirlos que en ocasiones he llegado a extender hacia uno de ellos el brazo convencido de que el vínculo también era percibido por él y volaría hasta mi mano. No lo han hecho nunca, claro. El mirlo es un ave recelosa, que apenas se sabe observado cambia de lugar. Como los cuervos, el mirlo común es intensamente negro (en inglés se les llama ‘blackbird’, y con ese nombre le cantó a uno Paul McCartney en el White Album de los Beatles); pero en el color y en la capacidad para imitar sonidos acaban todas las similitudes con el desagradable pajarraco del nevermore de Poe. Ni siquiera pertenecen a la misma familia de aves. El mirlo es más pequeño, liviano y alegre, y el perfecto naranja de su pico y del círculo que rodea sus ojos le confiere un aspecto infinitamente más atractivo; su color, además, posee la cualidad azabache del terciopelo negro y no los brillos carboníferos del cuervo.
Estás tonto con los mirlos, papá, me dice continuamente mi hija, que hoy cumple trece años (de ahí estas líneas). Y es cierto. No puedo dejar de mirarlos. Los mirlos picotean el césped en busca de comida, y unas veces dan carreritas muy rápidas, agachando la cabeza, y otras avanzan a saltitos tan ágiles como los que ejecutan los gorriones. Las hembras son algo más pequeñas, su plumaje es más pardo y su pico de un naranja algo más desvaído. Mientras crían, las hembras del mirlo son realmente corajudas: yo fui testigo de cómo una de ellas le armó una escandalera a un gato que rondaba taimado el árbol en una de cuyas ramas sin duda ella tendría su nido. En otra ocasión encontré un mirlo joven e inexperto en el suelo, a los pies del mismo árbol, incapaz de elevarse en el aire. Tal vez había fracasado en su primer intento de volar. Mi relación con los mirlos no ha mitigado la insuperable fobia que le tengo al tacto de los pájaros, esa turbadora suavidad palpitante de sus cuerpos emplumados, de manera que tuve que buscar con cierta impaciencia a alguien que quisiera tomarle en sus manos y lanzarlo de nuevo hacia las ramas: lo encontré, y siempre he confiado en que su segundo intento de vuelo no acabara en las fauces de un gato.
Pero mi actual embobamiento con la naturaleza –en su manifestación urbana- no acaba en los mirlos, sino que se extiende al reino fabuloso de los árboles. Algún día contaré cómo me convertí en el hombre que recogía y guardaba las semillas de los tipuana tipu, llamadas sámaras, ese prodigio de tecnología natural que gracias a su diseño en hélice se desplaza en el aire girando sobre sí misma con un elegante y silencioso movimiento auto-rotatorio. Pero lo que importa ahora al caso es mi fascinación por los jacarandás.
En la ciudad en la que vivo, los jacarandás llevan la mayor parte del año una discreta existencia de árboles desnudos, detenidos en un otoño casi interminable del que apenas se salvan unas pocas hojillas compuestas, como de helecho, nada que les permita una copa arbórea y un verdor dignos de tales nombres. De sus de ramas así expuestas a la intemperie cuelgan, a la manera de adornos navideños, unos frutos no comestibles definidos como cápsulas leñosas: estuches planos, redondos y duros donde se guardan sus semillas. Permanecen de este modo, desabrigados, esquemáticos, hasta bien entrada la primavera, cuando ya otras plantas han empezado a hacer gala de una esplendorosa exuberancia. Pero un buen día, entre finales de abril y principios de mayo, los jacarandás aparecen de golpe convertidos en una hermosísima nube floral de color azul-violeta, contrastando con los densos verdores de otros árboles y únicos en su delicadeza sin espesuras: tan solo los racimos de sus flores pequeñas y, como ocultos, como disimulados entre tanta belleza, los pendientes leñosos de sus frutos. A los ojos de quien lo observa, un jacarandá pudiera parecer un árbol de jardín japonés, por ejemplo de ese delicado poema botánico minuciosamente proyectado para el palacio imperial de Katsura, en Kioto: como una celosía de espiritualidad sintoísta de la que caen cada tanto, muy lentamente, los violáceos copos tubulares de sus flores; o pudiera parecer, también, el árbol oculto en lo más frondoso de un bosque druídico cuyo hallazgo quizá revelaría el secreto del sentido de la vida. Pero no, se trata en realidad de un árbol tropical: Brasil, Argentina y Paraguay figuran como territorios de origen; algo hay en ellos, desde luego, de realismo mágico.
Al igual que me sucede con los mirlos, una y otra vez trato de atrapar en una fotografía este sorprendente milagro de la naturaleza, y como en el caso de los mirlos me es esquiva una reproducción a la altura de mis emociones. El pasado día 15 de mayo, como dije al principio, a eso de las once y diez de la mañana, me sentí aludido en el canto de un mirlo, lo busqué y acabé por encontrarlo en los delicados interiores color lila de un jacarandá: el canto del mirlo entre las flores, el propio ave tan ensimismado en su melodía, tan alegre para sí, tan único entre todos y a la vez tan unido a todo: al árbol, al aire, a mí... Qué más podía pedir…
Entonces hice la foto:
Fotos: JFH
Para ella, en sus trece años