Todo el mundo sabe quién fue Eddie Felson, creo, o quién es, mejor dicho, pues la vida de los personajes de ficción jamás se conjuga en pasado: un grandioso jugador de billar que muy a comienzos de los años sesenta iba de una ciudad a otra timando a incautos y soñando con destronar al campeón. Quiso cambiar su suerte asociándose a un tipo de oscuras intenciones llamado Bert Gordon, que parasitaba el talento de los demás con la única finalidad de hacer dinero, y que resultó ser lo bastante poderoso como para hacer que Fast Eddie, o Relámpago, o Eddie El Rápido, tuviera que abandonar la práctica del billar durante veinticinco años. No sabemos qué hizo Felson durante buena parte de ese cuarto de siglo, pero lo cierto es que en 1986 se dedicaba a la distribución de bourbon, y posiblemente a otras actividades más o menos lícitas. Se había convertido en un maduro y seductor embaucador, y tal vez como recuerdo de los viejos tiempos, o tal vez de una forma más seria, ponía algunos dólares para que ahora fuera otro billarista buscavidas el que tratara de sacarle el dinero a los primos. Hasta que se cruzó en su vida un joven insoportablemente fatuo e inmaduro, pero que manejaba el taco con una explosiva precisión, y el veneno del billar volvió a correr por sus venas. Primero se convirtió en una especie de mánager de aquel muchacho, y después, entre unas cosas y otras, ese veneno le despertó el ansia de regresar a la competición, de acariciar el fieltro verde con el dorso de los dedos, de dominar cada una de las mesas sobre las que inclinara el cuerpo anticipando con la mirada el trazado exacto de las bolas, de engatusar al rival con la conversación y luego vencerlo sin paliativos. Porque estaba hecho para el billar. No se trataba del dinero: ni de su color ni de cuánto tuviera que hablar para ganarlo. Se trataba de la excitación del juego, de cómo le hacía sentir. La última imagen que tenemos de él es la de alguien realmente feliz, que gozosamente, con una sonrisa, proclama: ¡He vuelto!, justo antes de golpear con el taco.
Es ese «Hey, I’m back» que yo he usado más de una vez, la última hace bien poco y por la misma razón que ahora lo traigo aquí. No, no se trata de que vaya a volver a jugar al billar; hace tiempo que no lo hago y temo que sea una habilidad que se pierde por falta de dedicación. En cualquier caso, no estoy hecho para el billar. Digamos que, en mi caso, esa excitación del juego me la ha proporcionado desde niño la invención de una historia y la elección, no siempre sencilla, de las palabras con las que habrá de ser contada por escrito. Estoy plenamente de acuerdo con Julio Cortázar cuando dice que "no se trata de escribir para los demás, sino para uno mismo, pero uno mismo tiene que ser también los demás". Esa excitación que produce inventar y contar una historia no existiría si al otro lado no hubiera quien la escuchase o la leyese. Mi particular He vuelto es un regreso al libro impreso; un reencuentro, pues, con el lector. Cinco relatos bajo el título Las flores suicidas, que la editorial Talenturapublicará en el primer semestre de este año; cinco historias que son cinco juegos literarios distintos, pero más ceñidos que nunca a una sensación que sólo con la edad uno empieza a comprender del todo: que los seres humanos somos demasiado frágiles frente a una realidad tramposa y a veces muy dura, y que esa fragilidad está hecha de miedo y de valor a partes iguales, de un inquebrantable amor por los nuestros, de soledades y fantasías, y de anhelos que se escapan de la yema de los dedos apenas, ay, parece que se roza su cumplimiento, y también de una desasosegante sospecha de estar siendo engañados permanentemente.