Le «Redoutable»à Trafalgar, Louis-Philippe Crépin. Musée national de la Marine |
En la última novela de la primera serie de los Episodios, La batalla de los Arapiles (1875), Gabriel Araceli, un joven oficial de 21 años, se presenta voluntario para una misión de espionaje en Salamanca, estratégico enclave tomado por los franceses. Para hacer valer sus méritos ante el general Wellesley, futuro duque de Wellington, quien está al mando del ejército anglo-hispano-portugués, enumera alguna de las peripecias bélicas por las que ha atravesado hasta entonces: asistió, con tan solo 14 años, a la batalla de Trafalgar, a bordo del Trinidad; en Madrid participó más tarde en el levantamiento del 2 de mayo y fue fusilado en Moncloa, combatió en Bailén, estuvo en las barricadas que pretendieron impedir la toma de la capital de España por parte de las tropas imperiales bajo el mando del mismo Napoleón, en diciembre de 1808 luchó en el segundo sitio de Zaragoza, y luego en la defensa de Cádiz, y formó parte, igualmente, de la partida de guerrilleros acaudillada por el Empecinado. Se trata, en cierto modo, de una síntesis de los prolegómenos históricos de la Guerra de la Independencia y de su desarrollo hasta ese momento, julio de 1812, tal y como el propio Araceli, protagonista de esta serie y narrador de nueve de las diez novelas que la componen, la ha vivido. Falta en la relación el que es hilo conductor de toda la historia, su sostén romántico, el amor de Gabriel Araceli por Inés, a quien conocemos primero como pobre costurera en Madrid y luego como hija secreta de una condesa, y cuyos atribulados pasos habrá de seguir de un lado a otro de España nuestro protagonista durante más de dos mil páginas.
Ya la lectura de Trafalgar (1873) supuso para mí el reencuentro con la novela de aventuras marítimas y el inevitable recuerdo de La isla del tesoro (1883), de R. L. Stevenson, novela fundacional de mi pasión por los libros. Algo hay en Gabriel Araceli, y así se ha escrito más de una vez, de aquel grumetillo llamado de Jim Hawkins. Aquí nos encontramos en 1805 con un picaruelo de Cádiz que al quedar huérfano entra como criado en la casa de un capitán de la Armada retirado. Ante los preparativos de la que luego será batalla de Trafalgar, el capitán decide enrolarse y llevar consigo a Gabriel, y es así como asiste desde el buque insignia a la gran derrota naval. Es la primera de una innumerable cantidad de aventuras y desventuras que le harán curtirse como hombre y evolucionar como personaje literario.
La corte de Carlos IV (1873) es una novela de intrigas palaciegas, de conjuras entre poderosos, en las que Gabriel se ve envuelto no sin cierta repugnancia, pero también con una inicial y muy nuestra voluntad de medrar, de “adquirir honores y destinos. En esto he reconocido después la sangre española. Siempre hemos sido los mismos”. Entre una muchedumbre de personajes, históricos e inventados, aparece por primera vez no solo Inés, sino también la condesa de X, fundamental en esta turbulenta historia, viuda, de unos treinta años, cuya identidad real esconde el narrador bajo el nombre de Amaranta, y a quien describe de este modo memorable: “Amaranta era no una mujer traviesa e intrigante, sino la intriga misma, era el demonio de los palacios, ese temible espíritu por quien la sencilla y honrada historia parece a veces maestra de enredos y doctora de chismes; ese temible espíritu que ha confundido a las generaciones, enemistado a los pueblos, envileciendo lo mismo los gobiernos despóticos que los libres; era la personificación de aquella máquina interior, para el vulgo desconocida, que se extendía desde la puerta de palacio, hasta la cámara del Rey, y de cuyos resortes, por tantas manos tocados, pendían honras, haciendas, vidas, la sangre generosa de los ejércitos y la dignidad de las naciones…”.
El 3 de mayo en Madrid o "Los fusilamientos", Francisco de Goya. Museo del Prado |
En El 19 de marzo y el 2 de mayo (1873), Gabriel presencia el Motín de Aranjuez, que supuso la caída del primer ministro Godoy, y a través de su experiencia Galdós hace una crítica feroz de las acciones violentas llevadas a cabo por la turba, que cree seguir los dictados de su voluntad y no obstante está siempre hábilmente manejada desde mucho más arriba. El pueblo se convierte en populacho y asalta el palacio del llamado Príncipe de la Paz. Araceli pasa sin saber cómo de testigo a actor involuntario, y entre el resplandor de las llamas y el ruido de los destrozos, casi arrastrado por un amigo, abriéndose paso entre energúmenos, entra en el palacio y sube a las habitaciones. En plena orgía de destrucción, toma en brazos un reloj para lanzarlo por la ventana, como hacen todos con todo, temiendo que noten en él una “falta de entusiasmo” en la devastación tumultuosa: “cogí un reloj de bronce y al llevarlo sobre mí sentía el palpitar de su máquina. El pobrecillo andaba, vivía…”. “Ya habrá visto el rey si se puede o no se puede”, dice, ufano, uno de los revoltosos cuando todo ha pasado.
Frente a este amotinamiento del vulgo, “primera página de nuestros trastornos contemporáneos”, el levantamiento del pueblo de Madrid contra los franceses el 2 de mayo es espontáneo. Galdós lo narra de forma vivísima, con una admirable capacidad tolstoyana de mover multitudes, de hacerlas actuar con heroísmo, rabia, horror, miedo agotamiento físico…
A los muchos personajes que ya han desfilado por las tres primeras novelas, a las muchas tramas, también, con las que Galdós va tejiendo su obra, se irán sumando en los siguientes libros muchos más, y a los episodios bélicos les suceden otros momentos de cierta comedia, como para dejar que el lector respire cada tanto un aire menos impuro que el de la guerra. Bailén (1873, también) contiene el más explícito homenaje a Cervantes, cuando los personajes principales cruzan La Mancha camino de Andalucía. Ante la destrucción provocada por el ejército francés en tantos pueblos y ciudades, Araceli dirá: “Parece increíble que los hombres tengan en sus manos instrumentos capaces de destruir en pocas horas las obras de la paciencia, de la laboriosidad, del interés, acumuladas por el brazo trabajador de los años y los siglos”. Pegando el oído a esta prosa, se diría que la influencia de don Benito Pérez Galdós en los escritores españoles actuales cabe en otro cajón de aquella mesa desde la que hablaba Antonio Muñoz Molina: sus propias obras más o menos completas.
Bailén 1808, el precio de la Victoria. Augusto Ferrer-Dalmau |