El anuncio podría decir lo siguiente: “Se ofrece blog&bar para reuniones de adictos a El crack. Ambiente cinéfilo-literario. Inclinación a la mitomanía, la nostalgia y la celebración sentimental de la derrota. Carta de cócteles”. Lo de la adicción viene del libro que publicó la editorial Notorius en 2015 con ese título, precisamente, Adictos a El crack. En el fervor por esta película de culto, probablemente la mejor de género negro que se haya rodado nunca en España, hay cierto escalafón. Los seis autores que firman el libro son primera clase, gente más o menos próxima a José Luis Garci, director de tan magna obra en dos partes (entre ellos hay nada menos que un ex Fiscal General). En el Loserse citaría si acaso un conciliábulo de adictos anónimos, gente tan pero tan “garciana” como el tipo que regenta la barra, quien una noche de abril de 1983, siendo un chaval, permaneció bajo las mantas y con la oreja pegada a los agujeritos de su pequeña radio portátil hasta que a muy altas horas de la madrugada oyó que sí, que Volver a empezar era la ganadora del Oscar a la mejor película extranjera.
El crack son dos películas, más que eso: es una trilogía incompleta. La primera iba a ser la única, con el título La caja china. Estrenada en 1981, cuando los espectadores vieron en la escena de apertura empuñar un revolver a Alfredo Landa, con la mirada implacable y el gesto de la barbilla como tallado en granito bajo el bigote, debieron quedarse estupefactos. Alfredo Landa estaba muy lejos en esa época de un personaje como el detective privado Germán Areta, y aunque El crack abrió definitivamente su carrera a otro tipo de papeles alejados del llamado landismo, nunca volvería a ser tan duro como en estas dos películas, ni tan oscuro. Imagino que el éxito se debió en buena medida a su interpretación, pero también a un guión escrito por Garci y Horacio Valcárcel que se ciñe con escrupulosidad a las leyes del género, adaptándolas, eso sí, a los rasgos peculiares de la sociedad española; y también a la música de Jesús Gluck, y a ese impagable homenaje a la ciudad de Madrid, cuyas calles -la Gran Vía, fundamentalmente- tienen sus propios planos y son retratadas con la devoción que la cámara se reserva para los grandes escenarios y los rostros hermosos; y al trabajo, en definitiva, de todos los demás actores y actrices: María Casanova, Bódalo, Miguel Rellán, Manuel Tejada…
A mí me gusta más El crack dos, que además vi primero. Su rodaje le fue propuesto a Garci para tratar de compensar el fracaso en taquilla de Volver a empezar, que aún no era la primera película española en ganar el premio de la Academia de Hollywood. Garci quería titularla Areta. Investigación, pero se impuso el numeral. Sigue una estructura casi paralela a la anterior, y como en aquélla un encargo profesional que parece limitarse al ámbito familiar o sentimental acaba por conducir al detective a esos podridos territorios donde los poderosos mercadean con la vida de todos. El diálogo final con Arturo Fernández es memorable (“Cada vez resulta más difícil ganarse ilegalmente una vida respetable”, le dice, vestido de smoking y meciendo en una copa ancha un par de dedos de buen brandy). Otra vez Madrid, la Gran Vía y sus catorce cines -hoy apenas un recuerdo-, las veladas de boxeo en el Frontón Madrid, el mus en la oficina –llevo pares-, el revólver en las manos de Areta, la amenaza de muerte que se extiende a la mujer que ama y a las personas con las que trabaja, el coñac en la mesa y el humo de los cigarrillos caracoleando en el aire.
Pudo haber un Crack tres, que a comienzos de los noventa hubiera llevado al detective a investigar un caso en una capital de provincias, o que ya en el siglo XXI nos podría haber mostrado a un Areta jubilado, a lo Jean Gabin, o incluso tal vez enfermo, tipo Ironside. Garci barajó esas posibilidades. Pensó en que alguien reclama su proverbial intuición para indagar en la desaparición de Madeleine McCann, la niña inglesa que hace diez años desapareció de un hotel en el Algarve sin dejar aparentemente rastro, y German Areta, con setenta años, se traslada a Portugal a buscar alguna pista. Naturalmente, yo estuve años dándole vueltas por mi cuenta a esa tercera película: fue durante mucho tiempo esa historia que uno se cuenta al acostarse y que va perfeccionando noche tras noche con la imaginación, que se interrumpe con el sueño y se retoma con cada nueva incursión entre las sábanas. La idea inicial era que si la primera estaba dedicada a Dashiell Hammet y la segunda a Raymond Chandler, la tercera tenía que estarlo a Ross Macdonald. Eso ya marcaba un poco el camino a seguir: se trataría de una intriga planteada en el presente, pero que esconde algo ocurrido en el pasado, veinte o treinta años antes. El crimen, además, tenía que estar ligado a la corrupción política, pues así lo apunta el distinguido villano de El crack dos en su diálogo final: nuevos nichos de negocio.
Las alianzas emocionales que uno establece en la adolescencia con ciertos creadores forjan nuestro carácter para toda la vida. Algo intuía yo por adelantado en los ochenta, pero luego pasó mucha agua bajo el puente y al parecer lo olvidé, o atenué admiraciones. Hace dos semanas, sin embargo, viendo de nuevo Asignatura aprobada en Televisión Española, recuperé plenamente la que tuve una vez por José Luis Garci, la que le sigo teniendo, aunque ya con la sobriedad propia de la edad madura. No es solo que en tiempos de la movida yo, a contracorriente, esperara ansioso el estreno de sus películas, sino que luego acababa por incorporar parte de sus diálogos a mi propia conversación, y ahí siguen. Además, lo escuchaba en la radio, en aquella Antena 3 que los días de diario empezaba con el Primero de la mañana y acaba con Polvo de estrellas -todo un alarde de erotismo comunicacional- y los sábados contenía una cita nocturna con José Luis Garci -cuando no lo sustituía el llorado Santiago Amón- a los sones de Luna de miel de Gloria Lasso (“Nunca sabré cómo tu alma ha encendido mi noche...”). En aquellos tiempos, cuando su Oscar acabó por granjearle el combativo desafecto de cierta progresía militante, yo me batía el cobre en su defensa allá donde se menospreciara el valor de su cinematografía en comparación con esos otros nombres más afines a los nuevos vientos. En Garci reconocí una forma apasionada de amar el cine, el cine clásico y preferentemente americano, que era también mi forma de amarlo pero veintidós años más tarde y adquirida sobre todo en la pequeña pantalla. No todas sus películas a partir de Canción de cuname han gustado, pero “ser de los de Garci” ha sido durante más de dos tercios de mi vida, a veces de forma consciente y otras no, uno de mis rasgos de identidad.