Quantcast
Channel: Los pasadizos del Loser
Viewing all articles
Browse latest Browse all 160

Luna

$
0
0
 

El Diccionario de la Academia no deja lugar a dudas: lunático es el que padece locura por intervalos. No hay más acepciones. La cosa viene de Paracelso, médico, alquimista y astrónomo del Renacimiento. De manera que la palabra no sirve para definirme en mi condición de hombre fascinado por la Luna, ni siquiera como alegoría. Tampoco me sirve el coqueteo con el juego de letras o el neologismo forzado, como podría ser el caso de alunizado o enlunado o seneléfilo. No me gusta el resultado. Dejémoslo, pues, en que soy un hombre fascinado por la Luna.

Ha sido así desde que puedo recordar. La busco la mayor parte de las noches en la negrura del cielo, y si no lo hago ya se encarga ella de mostrarse de golpe en cualquiera de sus fases, cuando menos lo espero, por encima de los edificios, o a la vuelta de una curva de la carretera, o quién sabe cómo y dónde, quieta, impávida, brillante, menguada o en creciente, o llena, o a punto de llenarse y como con el borde recortado, blanquísima o cenicienta o asombrosamente anaranjada. En los periodos del año en que sé por dónde va a salir estando llena, la espero. Soy cazador de lunas, una variedad cinegética no alcanzada aún por el descrédito: ansío atraparlas con el objetivo de una cámara fotográfica, empeño nada fácil porque la Luna, que es siempre la misma y distinta, tiende a transformarse en un simple círculo blanco y brillante en cuanto se siente enfocada. No soy perito en la caza de lunas: necesitaría un objetivo más largo; de ahí que hayan sido contadas las ocasiones en que he logrado capturarla. Es más fácil cuando su presencia se prolonga o se adelanta en el cielo diurno y azul, cuando es “como una hostia transparente, o una pastilla medio disuelta (…), de una consistencia apenas más sólida que las nubes”, según dejó escrito Italo Calvino.



Cuando me encuentro de pronto con la Luna, de noche o durante el día; cuando no la espero y de pronto ahí está y wow, qué luna, ese asalto de la Luna a mis ojos tiene mucho de la forma en que José Ángel Valente indicó que ha de ser percibida la palabra poética: “en la inmediatez de su repentina aparición”. Mi fascinación tiene que ver en buena parte con la inmediatez, precisamente, con el hecho de que sea un cuerpo celeste tan próximo, tan como al alcance de la mano, por decirlo de algún modo. Ya sé, está lejos, objetivamente. A unos trescientos ochenta y cuatro mil cuatrocientos kilómetros. Eso viene a ser más o menos ciento noventa viajes de ida y vuelta entre Almería y Gijón, nada más. La Luna está lejos, claro, pero si se compara con la distancia de la Tierra a cualquier otro planeta del Sistema Solar, o al propio Sol, o entre el Sol y cualquier estrella de la Vía Láctea, o entre… En fin. El Universo es muy muy grande, y la Luna y la Tierra prácticamente bailan un vals bien agarrado.

Para reproducir el Sistema Solar a una escala real, los documentalistas Alex Gorosh y Wylie Overstreet necesitaron once kilómetros del desierto de Nevada, siendo la Tierra una canica azul. Grabaron un reportaje que sobrecoge y deja sin aliento, este:
   

Claro que la Luna está cerca de la Tierra, si lo comparamos con distancias de millones de kilómetros o de años luz. Tanto como para que una empresa espacial privada haya anunciado la semana pasada que llevarán a dos turistas a un viaje alrededor de nuestro satélite en 2018, tanto como para que sus fases influyan en los ciclos menstruales de la mujer, tanto como para que la Luna haya recibido oxígeno de la Tierra durante millones de años, toda una lluvia de partículas generadoras de vida, empujadas por el viento solar, que ha venido “contaminando” las capas profundas del suelo lunar.

Por eso, cada vez que leo que un asteroide ha pasado rozando nuestro planeta a menos distancia de la que nos separa del satélite natural, un escalofrío recorre mi espina dorsal. Y esto es algo que últimamente está pasando con cierta frecuencia. La inquietud es aún mayor cuando se constata una y otra vez que la información aparece muy en los márgenes de las noticias de cada día, o ni siquiera es recogida por los medios más relevantes.   

Lo cierto es que el 28 de agosto del año pasado un asteroide de 25 a 55 metros de diámetro, conocido como “Gran Calabaza”, pasó a menos de la cuarta parte de la distancia a la Luna. El miércoles 7 de septiembre, un asteroide del tamaño de un autobús, 2016 RB1, pasó a sólo cuarenta mil kilómetros de la Tierra, un aterrador diez por ciento de la distancia a la Luna, solo dos días después de ser detectado. El 2 de noviembre, otro asteroide, 2016 VA, rozó la Tierra cinco veces más cerca que la Luna: tenía un tamaño similar al que en febrero de 2013 impactó en Cheliábinsk (Rusia), hiriendo a 1.500 personas. El 7 de enero de este año, el Lunar and Planetary Laboratory de la Universidad de Arizona detectó un asteroide al que se conoce como 2017 AG13: apenas 40 horas después de su detección, el asteroide (de entre 13 y 32 metros de diámetro) pasaba a tan solo 200.000 kilómetros de nuestro planeta, algo más de la mitad de la distancia Tierra-Luna. El 25 enero, el asteroide codificado como 2017 BX pasó a 260.000 kilómetros de la Tierra —dos tercios de la distancia a la que se encuentra la Luna— a 26.000 kilómetros por hora, 10 veces la velocidad de una bala disparada con un AK-47: este cuerpo celeste, de entre cuatro y catorce metros de diámetro, fue detectado por primera vez el 20 de enero. Y el pasado 2 de marzo, otro asteroide, denominado 2017 EA, pasó a tan solo 14.500 kilómetros, veinte veces más de cerca de la Tierra que la Luna, cruzando el anillo de nuestros satélites geoestacionarios; medía unos tres metros. 

La Luna está ahí, siempre, hermosa y enigmática. El Calígula de Albert Camus la quiso para sí, porque era una de las cosas que no tenía. Está ahí, sí, pero no tan sola, quizá.


Fotos: JFH

Viewing all articles
Browse latest Browse all 160

Trending Articles