Guardamos en la memoria la imagen de Truman Capote llegando a Holcomb, el pueblo de Kansas donde en 1959 se cometieron los asesinatos sobre los que escribió en A sangre fría, la magistral novela con la que inauguró en 1966 un nuevo género literario, la nonfiction novel, la novela de no ficción, según sus propias palabras; pensamos en él hablando con los investigadores del caso, con amigos de las víctimas, la familia Clutter, y sobre todo entrevistándose repetidamente en la cárcel con uno de los asesinos, Perry Smith, estrechando lazos con él, dándole un último adiós antes de su ejecución o negándose a contemplar su ahorcamiento después de haber asistido al de su cómplice, Dick Hickock. Pero esas imágenes provienen básicamente del cine, de las dos películas que se estrenaron casi al mismo tiempo, en 2005 y 2006, Capote e Infamous. A sangre fríaestá escrita en tercera persona, y no muestra los extenuantes pormenores de su creación. Esto lo haría más tarde, en 1999, el francés Emmanuel Carrère en El adversario, otra novela escrita también a partir de un asesinato múltiple: el autor se introduce a sí mismo en la obra y narra no sólo los hechos, sino su relación con el asesino, Jean-Claude Romand, que en 1993, después de haber mantenido a su familia en el más absoluto de los engaños con respecto a su trabajo y su vida, acabó por matar a sus hijos pequeños, a su mujer, a sus padres y hasta a su perro. “La pregunta que me empujaba a escribir un libro”, señala Carrère, tomando la palabra en su propio libro, “no podían responderla los testigos ni el juez de instrucción ni los peritos psiquiatras, sino el propio Romand”. Quedaba dar un paso más: escribir sobre alguien que escribe sobre alguien que cometió un crimen, y es lo que ha hecho Raúl Ariza en su magnífica novela Un viaje solo para hombres, construida como una matrioska de voces narrativas en cuyo núcleo encontramos la inocencia de un niño de cinco años incapaz de imaginar que jamás volverá a ver a su madre; que su padre la ha matado.
Si nos atenemos al contenido de la novela, nos encontramos en Un viaje solo para hombres (editorial Versátil) con dos personajes principales, Santiago Albiol y Jorge Canal, el primero de los cuales es un hombre que tras asesinar a su mujer emprende con su hijo una huida a ciegas y sin esperanza, de Benicàssim a Arcos de la Frontera en cuatro jornadas. Jorge, por su parte, es quien nos cuenta cómo fue esa huida, y también algunos detalles reveladores de la relación que mantuvieron Santi y Marisa antes de que ella se convirtiera en su víctima. Ahora bien, será Raúl quien escriba acerca de Jorge, de la depresión a la que le condujo su ruptura matrimonial, de su decisión, quizá surgida de una relectura de A sangre fría, de escribir una novela sobre un crimen machista del que ha leído en las noticias, retomando para ello una antigua afición por la literatura y buscando la forma de entrevistarse en prisión con el asesino. Dos historias distintas, aunque trenzadas, dos protagonistas, dos narradores, dos estilos de escritura: el planteamiento narrativo es endiabladamente audaz, pues el juego de perspectivas nos introduce en un laberinto de espejos que multiplica las ficciones sin que haya un hecho real que las genere, al contrario de lo que ocurría en las novelas de Capote y de Carrère: allí donde había unos autores tan ciertos como los asesinatos sobre los que escribieron, Raúl Ariza escribe sobre Raúl, que escribe sobre Jorge, que a su vez escribe una novela sobre Santi, y al inventar un escritor verosímil otorga verisimilitud también al crimen en el que se basa su novela. Su Raúl no es responsable de la novela escrita por Jorge, nos la presenta incluso con las notas de trabajo; Raúl escribe sólo sobre Jorge, y lo hace sin concesiones a la amistad, describiéndolo en toda su imperfección: un hombre narcisista, necesitado de atención, que no sabe querer, que nunca ha sabido. Es a la luz de esta personalidad como hay que entender, pues, lo que se nos cuenta de Santi: al fin y al cabo, Jorge no consigue que el asesino le caiga mal. De este modo, la caracterización psicológica determina las reglas de ese juego de espejos y de perspectivas. El resultado es que el lector se siente paradójicamente conmovido por las vicisitudes de un asesino, fundamentalmente porque la presencia del niño (qué magníficos momentos nos brinda Ariza a través de él, que magnífica esa mirada, por ejemplo, que cruza con una niña que va de la mano de su madre, cuánto cabe en esa mirada…) suaviza la imagen que nos llega de él. Jorge, que no es el asesino, resulta, sin embargo, más turbio, más conflictivo.
Cuando supe que Raúl Ariza había escrito una novela, al instante me invadieron a partes iguales las ganas de leerla y la intriga. No es fácil pasar del ceñido territorio del relato muy breve, en el que Raúl ha llegado a moverse con maestría, con pleno dominio de los tiempos y los espacios, al de la novela. Me intrigaba saber cómo lo habría hecho. Sus cuentos, reunidos en tres libros ya referenciales, Elefantiasis, La suave piel de la anaconda y Glóbulos versos, se caracterizan por la precisión narrativa, por la concentración de los recursos expresivos: son textos que en el átomo de su brevedad contienen universos enteros. ¿Cómo sería, pues, una novela de Ariza? La intriga fue felizmente despejada, y lo que pensé tras leer por primera vez Un viaje solo para hombres aparece, resumido, en la contraportada del propio libro: Condenadamente inteligente, emociona en el plano literario y en el humano, en el fondo y en la forma… Realmente, Raúl Ariza, un escritor que como he dicho ha conseguido desarrollar una voz propia, singularísima, en el relato muy breve, ha demostrado en su salto a la novela una enorme capacidad para hacer uso de sus mejores armas como narrador, forjadas en la distancia corta, para vencer de plano en el reto de acometer una historia con muchos más matices, más niveles narrativos, más personajes.
Valga un ejemplo del uso sutil de esas armas: puede que en esta novela el viaje sea solo para hombres -el viaje de huida a ninguna parte que emprende Santiago con su hijo, la travesía literaria a la que se aventura Jorge con el equipaje de su abatimiento-, pero la mirada que el lector acaba recordando es de mujer: se repiten constantemente los ojos de mujer en el libro, casi como una invitación a asomarse al mundo a través de ellos desde el interior del universo masculino, tan cerrado en sí mismo las más de las veces; los ojos de un verde dispar de Marisa, los ojos verde nazarí de Helena, la mirada azul de Alejandra, igualita que la de Robin Wright Penn en Mensaje en una botella, los ojos de un verde té de Isabel, los ojos casi azules de Rosana, aquella primera novia que tuvo Jorge, los ojos grandes, muy negros y muy abiertos de la mujer que les alquila a Santiago y a su hijo una casa en Arcos de la Frontera, los ojos de Carol, que fue de las cosas que más le gustaron a Jorge de ella cuando se conocieron, y esa mirada como atrapada en la mirada del pequeño Santi, en un lugar muy lejos de casa, al que su papá le ha llevado en coche sin mamá, dos niños desconocidos que se cruzan en direcciones opuestas, llevados ambos de la mano, un mirarse cómplice en otro plano de la realidad, uno muy distinto a aquel tan complicado en el que viven los adultos.