Que el bueno de Danny Rose es un perdedor casi nadie lo pondría en duda, y sin embargo entre la gente del espectáculo, y sobre todo en el gremio de los cómicos neoyorquinos, todo el mundo conoce una historia divertida con la que recordarle. En realidad, los cómicos nunca se hubieran referido a Danny como un loser: era un tipo sin suerte, simplemente. Quiso ser humorista, de los llamados comediantes en vivo, como el propio Woddy Allen que inventó e hizo suyo el personaje en 1984, solo que no pasó de animador de fiestas para octogenarios y acabó por hacerse agente de artistas, qué otra cosa le quedaba. Eso sí, qué artistas. Sus representados ocupaban el nivel más bajo del show business: un bailarín de claqué cojo, un xilofonista ciego, un malabarista manco, un pingüino que patinaba vestido de rabino, una mujer autodidacta que interpretaba música deslizando los dedos por el filo de varias copas con agua, un doblador de globos o un ventrílocuo tartamudo del que ni siquiera Danny Rose quiso hacerse cargo en un principio, pero al que después de una paliza propinada por la mafia, de la que Danny fue involuntario responsable, acogió en el grupo de disparatados faranduleros a los que representaba.
A pesar de todo, Danny Rose creía realmente en aquellos números y se dejaba la piel por ellos cuando negociaba un contrato. De tanto en tanto uno de sus artistas conseguía tener éxito, y entonces, indefectiblemente, éste lo abandonaba. Él no lo veía venir. Nunca lo vio. Ya he dicho que era un buen tipo. Más que un agente, era un amigo y un confesor para sus representados, haciéndoles creer en sus posibilidades e intentado sacar lo mejor de ellos, que nunca era mucho más de que lo que ya mostraban a simple vista: Repite frente al espejo las tres palabras, les decía: estrella, sonrisa, firmeza. Y funcionaba. Al menos eso pensaba él. Y no, nunca vio venir la ingratitud.
Era un hombrecillo nervioso hasta la úlcera de estómago, con gafas de gruesa montura y un frenético lenguaje no verbal, con unas manos empeñadas en dar forma a cada una de las palabras que soltaba con su incontenible labia. No decía déjeme decirle una cosa, decía déjeme introducir un concepto en esta coyuntura, y las manos iban, venían, introducían, conceptuaban. Cierto día, alguien contó en una tertulia de cómicos y agentes celebrada en el pequeño delicatesen Carnegie Deli de Nueva York la historia más divertida de Danny Rose, y tal vez la más larga, aunque nunca se sabe; además, a ratos resultaba más triste que divertida. Tenía que ver con Lou Canova (Nick Apolo Forte), un crooner italoamericano con exceso de peso y cierta inclinación a la bebida y la infidelidad conyugal que veinticinco años atrás había conocido un fugaz éxito y que ahora trataba de reflotar su carrera con el apoyo indeclinable de Danny Rose. Para un concierto en el que se jugaba el todo o la nada, Canova le pidió a Danny que llevara consigo a su amante, Tina, Tina Vitale (Mia Farrow). El esforzado agente se sorprendió, creía que su matrimonio iba bien, que había dejado los líos de faldas, pero aceptó el encargo: qué no haría por su mejor artista la noche más importante de sus vidas. Lamentablemente, la temperamental Tina estaba vinculada con la mafia, y Danny Rose acabó perseguido y casi liquidado por un par de gánsteres al ser confundido con el tipo que mantenía una relación con ella. Al final todo terminó bien. Salvo por ese pequeño detalle de la ingratitud de la que solía ser objeto, claro. Pero él siempre salía adelante. Sus artistas sin fortuna nunca le abandonaban. Y era un tipo querido en la profesión.
En una filmografía tan extensa como la de Woody Allen, las opiniones acerca de cuáles son sus mejores películas o qué época, qué década, es la que acumula más títulos brillantes, diferirán entre sus incondicionales. En lo que a mí respecta, Broadway Danny Rose es una de las que más me han gustado siempre, desde que la vi en cine hace más de treinta años. Rodada en un magnífico blanco y negro, como esa auténtica joya cinematográfica que es Zelig, estrenada el año anterior, este emotivo homenaje a los cómicos más humildes precede en la década de los ochenta a títulos como La rosa púrpura del Cairo, Hannah y sus hermanas, Días de radio, September, Otra mujer y Delitos y faltas, palabras mayores todas ellas. Y es que no fue una mala década para Allen la de los ochenta. ¿La mejor de su carrera? Posiblemente la que reúne un mayor número de películas redondas.
Maestro en conseguir el Oscar para sus actrices, bien pudo haberlo obtenido Mia Farrow, su pareja en aquella época, por su papel de Tina Vitale. Desde luego, es la única ocasión en toda la filmografía de esta actriz en que el espectador no echa de menos un saquito de sal al alcance de la mano para añadírsela puñado a puñado a su interpretación (y cabe recordar que entre los personajes que ha encarnado está el de la madre del hijo del diablo). Una actitud descarada y algo vulgar y las grandes gafas oscuras que ocultan sus ojos casi todo el metraje obran el prodigio de vigorizar su trabajo en Broadway Danny Rose, como si fuera su mirada la responsable de la habitual sosería de Farrow. Sin duda también ayudó a la composición del papel el haber visto en vídeo cientos de veces el Toro salvajede Scorsese, según confesión propia. De todas maneras, no es descartable que ésta sea la verdadera Mia Farrow. Si sumamos Frank Sinatra (Danny Rose tiene una foto de Sinatra en su apartamento, un cuchitril de loser, según le dice Tina), Farrow y la posibilidad de que la mafia le rompa las piernas a Woody Allen por su causa, casi da como resultado un film profético, al menos en relación con cierta leyenda urbana. Afortunadamente, ningún hampón acabó ni con Danny Rose ni con Allen: no los metieron en un armario y aspiraron el aire del interior con una pajita, no convirtieron sus cabezas en un instrumento de viento ni tampoco levantaron ningún edificio de oficinas en el puente de sus narices, procedimientos todos ellos seguidos por la Cosa Nostra en sus ajustes de cuentas según el genio neoyorkino escribió en “Para acabar con la Mafía”, texto recogido en su hilarante libro Cómo acabar de una vez por todas con la cultura.