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Un apasionado orfebre de la literatura: Miguel Naveros

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Con motivo de la publicación de su primera novela, La ciudad del sol (Alfaguara, 1999), Miguel Naveros quiso dejar claro que no había llegado a la literatura a través del periodismo, sino que se trató de un camino inverso. La literatura significa para mí, añadió, una forma de vivir a través de la poesía. De ahí que siempre sostuviera, en público y en privado, que no escribía para nadie, salvo para sí mismo. Con ello quería decir que el gusto cambiante de los lectores no intervino nunca en su trabajo creativo, que no se paraba a pensar en quiénes podrían o no comprar un libro suyo, y que todo el esfuerzo que es necesario invertir en la construcción de ese mundo imaginario que contiene una novela para él sólo estaba justificado por el afán de hacer algo que fuera enteramente del autor, en motivaciones, contenido y forma.

El futuro estudioso de la obra del escritor y periodista Miguel Naveros se encontrará con que toda ella, de algún modo, constituye una unidad coherente donde cada uno de sus libros, y tal vez incluso de sus artículos, es una pieza matizada que le da sentido al conjunto. Ese futuro estudioso desentrañará una urdimbre de remisiones, analizará no sólo la sólida estructura de cada una de sus novelas y relatos, sino también esa estructura mayor que los une. Así, en el poemario Trifase, de 1988, el Naveros poeta asegura que la novela que más de diez años después conoceremos como La ciudad del sol ocupa ya por entonces mil folios, y en Futura memoria, de 1998, unos versos adelantan la que será una de las ideas más conmovedoras de su magnífico libro de relatos La derrota de nunca acabar (Bartleby, 2015): que perder la guerra civil libró a los derrotados de haber sido quienes mostraran “lo más oscuro de la especie humana” (poema “La historia”), permitiéndoles “caminar con la cabeza alta” (relato “El triunfo de la derrota”).

El futuro estudioso de las novelas de Miguel Naveros no sólo advertirá ese juego de alternancias en los títulos: SOL, DÍA, LUNA y -ojalá al fin publicada- NOCHE: de La ciudad del sol a Al calor del día (Alfaguara 2001); de El malduque de la Luna (Alianza, 2006) a esa inédita Amarga es la noche cuya carpintería literaria explicó el autor en un ciclo del Centro Andaluz de las Letras, y que en cierta forma nació a partir del encuentro casual, en un pub de Almería, con uno de los personajes inventados por él para la novela anterior, la bella Thérèse, tal y como desveló, a su vez, en un artículo publicado en La Voz de Almería. Reparará también, ese futuro estudioso, en que la primera novela transcurre a lo largo de casi todo el siglo XX y está narrada a través de diecisiete ejes distintos, en tanto que la segunda ocurre en un solo día y está construida de forma coral, a la manera de La colmena, de Cela, o Manhattan Transfer, de Dos Passos, con la intervención de más de 230 personajes diferentes; que esa primera novela es la crónica de un siglo tremendo, el de la imposición y derrumbe de las ideologías, donde una ciudad del sur llamada Claudia puede ser a Almería lo que Vetusta a Oviedo y a la vez lo que Macondo al mundo: un lugar a medias entre la realidad y la fantasía; y que esa segunda novela hablaba ya de especulación inmobiliaria, de degradación medioambiental y de corrupta complicidad entre política y finanzas varios años antes de que el paraíso de bienestar artificial en que vivíamos se viniera estrepitosamente abajo.

Y llegará el futuro estudioso a su tercera novela, a ese malduque con el que ganó el VII Premio Fernando Quiñones, y se asombrará del contraste entre una prosa torrencial, incontenible, y una estructura narrativa construida minuciosamente mediante un prodigioso entramado de fidelidades sucesivas, de retratos por pintar para una hipotética exposición sobre el gesto humano, de fases de la luna asociadas a las distintas edades de Pedro Luna Luna, el protagonista, y a sus primeros grandes recuerdos, dilemas, certezas e ideas, y a la adquisición ante la vida de la memoria, la razón, la pasión y el olvido suficientes, y también a las ciudades en que todo ello fue posible. Y en La derrota de nunca acabarse encontrará con once cuentos que son once variaciones sobre el tema de la derrota y el exilio, once historias, en parte reales y en parte trabajadas por la imaginación, que son once maneras de experimentar cómo la guerra modifica para siempre el curso de unas vidas, y con una duodécima historia no escrita pero sugerida: la de un niño llamado también Miguel, como los protagonistas de todos los cuentos, que escucha fascinado a los amigos de su padre relatar una y otra vez las mismas historias sobre la guerra perdida, con las que irá alimentando en la infancia su pulsión literaria.

Nunca conocí a nadie que hablara de aquello sobre lo que estuviera escribiendo con un apasionamiento parecido al de Miguel Naveros cuando me desvelaba parte de la novela o los relatos en cuya creación estaba inmerso, porque sus personajes y cuanto les ocurría nunca eran del todo imaginarios ni del todo reales. A una primera redacción fluida y más o menos rápida de cada una de sus obras le seguía una laboriosa corrección que duraba varios años, un ajustar cada párrafo, cada línea, la estructura toda a lo que él deseaba expresar en la forma en que debía ser expresado, una suerte de orfebrería literaria reservada sólo a quienes aman los libros -y sobre todo la lectura- de la manera en que Miguel lo hizo desde niño: una forma de vivir, al fin y al cabo. Quien lo probó, lo sabe.

(Artículo publicado en el cuadernillo especial de La Voz de Almería 
HOMENAJE A MIGUEL NAVEROS, 30 de abril de 2017)

Miguel Naveros, amigo y maestro
(Madrid, 18 de julio de 1956 - Almería 29 de marzo de 2017)


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