Supongo que siempre di por sentado que nunca vería al siempre admirable Robert Redford en su ancianidad, que se retiraría antes, como hicieron otros actores, o que sencillamente quedaría detenido en una privilegiada madurez intocada por el más mínimo signo de decadencia física. Es cierto que le he ido viendo hacerse mayor, que en sus últimas películas la edad y la actitud de sus personajes parecen no corresponder del todo con sus movimientos, con su aspecto. Ahora, su feliz reencuentro con Jane Fonda en Our soulds at night, producida por y para Netflix, me sitúa en un plano emocional donde se cruzan lo personal y lo cinematográfico, pues sus ochenta años son los ochenta que también han entrado en mi propia familia, como de golpe, como si cada uno de los setenta y tantos no hubieran estado corriendo hacia ellos.
Que la práctica totalidad de los actores y actrices del cine clásico hayan desaparecido ya (que Kirk Douglas u Olivia de Havilland sean centenarios) es perfectamente consecuente con el recuerdo que conservamos de aquellas viejas películas, tan amadas, por otro lado. Pero uno siente, con un evidente error de apreciación, que Todos los hombres del presidente, por ejemplo, está como ahí mismo, en un pasado para nada remoto, con toda la vigencia estética y rítmica, apenas diferenciable de la reciente Spotlight. En la década de los ochenta vi en el cine, con mi chica de hoy y según iban estrenándose, El mejor, Memorias de África o Peligrosamente juntos. Redford ya había ganado un Óscar como director, y como intérprete (y también como hombre comprometido) disfrutaba de una posición privilegiada que apuntaba a lo que ya es desde hace tiempo, sin duda: una auténtica leyenda del cine. La distancia que media entre La jauría humana y Memorias de Áfricaviene a ser la misma que separa, por compararlo con Leonardo DiCaprio, Titanic y El renacido, pero la sensación no es la misma, no sé, como si DiCaprio simplemente fuera avanzando en su carrera y Redford, veinte años después de su irrupción en el cine, encarnara a aquel carismático cazador llamado Denys Finch Hatton ya en el dorado epílogo de la suya y como de vuelta de todo, y eso sin haber cumplido aún los cincuenta años.
Sin embargo, lo cierto es que no ha dejado de hacer películas (afortunadamente), delante y detrás de las cámaras, ni de impulsar el cine independiente desde su célebre Festival, el Sundance. Como actor, aportando siempre a cada película el prestigio de su intocable veteranía, en los noventa y luego en el nuevo milenio, del que hemos recorrido, como el que no quiere la cosa, diecisiete años, los que van de sus 63 a los 80 de este Nosotros en la noche (yo prefiero Nuestras almas en la noche, más literal, pero sobre todo más significativo), donde se muestra ya, abiertamente, como un anciano, sin duda más atractivo que el resto de ancianos con los que se reúne en una cafetería, más apuesto, en mejor forma, pero anciano al fin. Gloriosamente anciano.
Nosotros en la noche, basada en una novela publicada en España con el título así traducido, es una película sencilla y conmovedora. La sencillez es un valor escaso en las películas de hoy, como lo es la hondura en el mensaje, o la propia existencia de mensaje. Aunque realizada para no ser exhibida en salas de cine, tiene una factura impecablemente cinematográfica. Los personajes que interpretan Redford y Fonda no andarían ya descalzos por el parque ni jugarían al jinete eléctrico. Están el final del otoño de sus vidas. Son viudos, viven solos y están apegados a la pequeña y plácida localidad de Colorado donde han vivido, probablemente, desde siempre, y tal vez llevan años sin recordarse a sí mismos esos fantasmas del pasado que enrarecieron sus respectivos matrimonios, una infidelidad, un accidente. Una noche, ella, Addie, llama a la puerta de él, Louis. Se conocen de antes, claro, pero no se han tratado nunca, no de una manera cercana, al menos. Louis la invita a pasar, Addie se sienta en un sillón, la tele está encendida, él se disculpa, la apaga. No tienen mucho de qué hablar, así, de repente. Bueno, ella sí, ella tiene algo que proponerle, y lo hace de forma directa y algo insegura: ¿Querría él dormir con ella por las noches? Nada sexual, solo compañía; solo dos y no uno en la cama.
Me alegro de que el siempre admirable Robert Redford no se retirara, por coquetería o cansancio, y que se haya reencontrado con Jean Fonda. Escribí en un relato que la vejez es en nuestro tiempo una de las formas de la invisibilidad social. Es justo que de tarde en tarde el cine o la literatura se sobrepongan a la tiranía de la juventud, y que lo hagan con una mirada de esperanza.