Vaya por delante que Raymond Reddington no es un perdedor, y que por tanto su fotografía no aparece en ese Salón de la Derrota que son las paredes del Loser. Le conmovería repasar la Galería, eso sí. Miraría los retratos con la cabeza ladeada, asentiría ante cada uno de los personajes, tal vez contaría alguna anécdota referida a muchos de ellos... En cierta ocasión -en cierto capítulo de la quinta temporada de The Blacklist-, la agente Elizabeth Keen se encontró con él en un cine donde “Red” Reddington era el único espectador. Proyectaban Gilda, la escena en que Rita Hayworth canta Put the Blame On Mame. Red le dedica unas palabras de elogio a la legendaria actriz, y Keen le pregunta: “¿Qué se siente siendo un anacronismo andante?”. “Autoridad moral”, responde él. Y aquí está, claro. En este blog&bar donde todo anacronismo tiene su asiento.
El planteamiento inicial de la serie The Blacklist, en cuyo complejo laberinto de intrigas he quedado fatalmente atrapado, es el siguiente: uno de los diez fugitivos más buscados por el FBI durante más de dos décadas, el carismático y escurridizo maestro del crimen Raymond Reddington, se entrega por sorpresa a la Agencia Federal en Washington y se ofrece como informante. A cambio de un acuerdo de inmunidad, R. R. iría desvelándoles la identidad de grandes malhechores que están en la sombra, y cuyos actos delictivos ni siquiera son conocidos porque no pasan por tales. Eso sí, lo hará con una condición irrenunciable: el hilo del que tirar para cada uno de los nombres de esta “lista negra” sólo se lo ofrecerá a la agente Elizabeth Keen.
Ocurre que nadie en La Oficina de Correos -las instalaciones federales reservadas adonde lo han traslado para mayor seguridad- conoce a Elizabeth Keen. De hecho, es su primer día de trabajo y aún no se ha presentado. Es una perfiladora del FBI, procedente de Nueva York, y finalmente se encuentra frente a un Raymond Reddington a quien no conoce y que emerge sonriente del bunker de cristal donde lo tienen encerrado. Su primer encuentro con Reddington es un homenaje al primer encuentro entre Hannibal Lecter y Clarice Starling. Pero la relación entre estos otros dos personajes… Bueno, digamos que es otro nivel de complejidad, como se irá viendo a medida que vayan pasando las temporadas.
Saber quién es Elizabeth Keen fue fácil -aparentemente-; vendrán otras preguntas más complicadas de responder: Qué vínculo tiene con Reddington, y, sobre todo: ¿Quién es realmente el hombre que se hace llamar Raymond Reddington?
James Spader, en la plenitud de su madurez interpretativa, ha logrado componer un personaje absolutamente memorable. No soy el primero que cae bajo su hechizo. Desde luego, es un criminal, aunque no a la manera patológica de Lecter (todo parecido entre ambos finaliza en ese primer encuentro con Keen). Reddington es un profesional, es El Conserje del Crimen, alguien con una asombrosa red de contactos por todo el mundo, pequeños y grandes delincuantes. Un anarquista, le dicen en una ocasión, aunque él, sin negarlo del todo, prefiere definirse como “oportunista”. Y es un anacronismo, sí: vive desconectado, de modo que aun siendo un fugitivo se mueve con aparente libertad porque es imposible su geolocalización. No duerme dos noches seguidas en el mismo lugar. Lee a Baudelaire y a Allan Poe, en su avión privado tiene la filmografía completa de François Truffaut, viste como si acabara de salir de una película policíaca de finales de los sesenta o principios de los setenta: sombrero Fedora, traje con chaleco, impecables zapatos italianos, gafas con cristales ámbar, corbatas vistosas, en invierno parkas con capucha. Es un tío con clase, que cuida su aspecto, pero sin la afectación de un dandi. Es todo un epicúreo en el comer y el beber y el contemplar una puesta de sol. Tiene un inacabable repertorio de anécdotas, fruto de las muchas experiencias vividas en todos los rincones del planeta a lo largo de años y años de carrera delictiva, y nunca, nunca, perdona una traición. Bueno, hay una salvedad: Liz Keen. Si R. R. fuera un cínico tal vez hablaría del asesinato como lo hace Thomas de Quincey: como si se tratara de un arte, es decir, desde un punto de vista estético y no desde el lado moral, su lado malo, señala de Quincey. No, el innegable buen gusto de Raymond Reddington no alcanza a los pormenores de una muerte violenta. Red no es ningún cínico, pero sí un tipo maravillosamente irónico, y la ironía, escribió Francisco Umbral, es “la ternura de la inteligencia”. Jamás se recrea en el acto de quitar una vida: la quita, sin más. Fríamente. Es implacable, temible, pero, según dice él mismo, nunca ha matado a nadie que no lo mereciera.
Y luego está la actriz Megan Boone, la bellísima y expresiva Megan Boone, que sabe resolver magníficamente la responsabilidad de dar vida al personaje que experimenta una mayor evolución a lo largo de la serie, de perfiladora del FBI a número uno de la lista negra. Elizabeth Keen bordea las zonas oscuras de su alma desde que Raymond Reddington apareció en su vida, probablemente desde mucho antes pero siempre en relación con él, con Reddington, y con su madre -una agente rusa- y con el entramado de secretos, violencia y devoción hacia ella en que parece envuelta desde niña, desde aquel incendio que apenas recuerda, desde aquel disparo entre las llamas. El productor y los guionistas le concedieron a Megan Boone el regalo de un capítulo centrado en su personaje, Ruina (Ruin), que comienza con la voz de Leonard Cohen y su Famous Blue Raincoat mientras Liz corre por el bosque: se ha aislado en una cabaña, se hace llamar Grace cuando baja al pueblo a comprar, el dolor está forjando el acero de su carácter, es buena en lo suyo, muy buena, es una instintiva cazadora de villanos, implacable también. Quiso apartarse de la violencia, pero la violencia vino a buscarla. Reddington la ha adiestrado bien en las primeras cuatro temporadas. Es mi capítulo favorito.
Para los agentes del FBI que acabarán formando el grupo especial (Harold Cooper, Donald Ressler,Aram Mojtabai, Samar Navavi, Alina Park, la propia Elizabeth Keen) trabajar con Raymond Reddington pondrá su integridad a prueba. Como dice la propia Keen en cierta ocasión, Red es un hombre malo capaz de hacer cosas muy buenas. Y en el fondo, se trata elegir entre permitir que un delincuente pueda seguir ampliando su imperio libremente, aprovechándose incluso del FBI, a cambio de detener o abatir gracias a él a cientos de terribles malhechores, o detenerle a él y dejar libres a todos los demás, permitiendo que cientos, miles de vidas inocentes se pierdan.
Nada sería tan excitante, tan adictivo, en The Blacklist de no ser por los brillantes guiones que la sostienen. Dos ejemplos del tono casi shakesperiano -pasado por Coppola- que a veces pueden alcanzar los monólogos de Reddington.
“Nuestra amistad surgió del sufrimiento y la desesperación. De la confianza y la compasión. Creció en la crisis y el caos. Maduró con la curiosidad y el estudio. Nuestra vida juntos ha sido la pacífica sencillez. Nuestra vida juntos desafiaba a la muerte. No sé si la palabra correcta es amistad. O amor. Sólo sé que vivirá en mí tanto como yo viva. Y con suerte más. Me fui para pensar en ti y en mí, y solo podía pensar en que te echo de menos. A nosotros. Elizabeth Keen me ha mentido y engañado más veces de las que puedo contar, y siempre la he perdonado. Pero me doy cuenta de que tú no necesitas mi perdón. Jamás. Porque en lo que se refiere a esto (y hace un gesto de ‘tú y yo’) no puedes equivocarte”.
Dos: A Elizabeth Keen le hace Raymond Reddington, en la sexta temporada, el mejor resumen de cuáles son los principios por los que se rige:
“- Vivo y trabajo según un estricto código basado en la lealtad, la justicia y la confianza. Sobrevivo porque elimino a aquellos que lo traicionan. Hasta ahora no he perdonado a nadie. Ni siquiera a mis socios más cercanos. Ni siquiera a Kate Kaplan.
- ¿De ahí tus sentimientos encontrados? – le pregunta Liz. - ¿No sabes si matarme porque he traicionado un código?
-Te burlas porque vives en un mundo de códigos institucionalizados, en el que ha sido impuesto el orden de los poderosos y ajenos a ti, en el que hay leyes y normas para todo. Yo vivo en un mundo sin ley ni normas, y desde luego sin orden. Así que debo imponerme uno propio. Mis sentimientos encontrados no son porque dude si matarte. Son porque no puedo hacerlo. Porque no puedo matarte, ni confiar en ti, ni perdonarte”.
Fotos: NBC