Qué pronto se vuelve pasado aquello que estuvimos meses planeando, lo que sentíamos que se acercaba ya, lo que fue excitado reencuentro después de tantos años, y primeros abrazos, y callada estimación de los cambios, y poco a poco convivencia que muy pronto nos empezó a parecer más habitual que la larga separación. Primero es un inapreciable deslizarse hacia el ayer mientras aún hay días por delante, cuando quedan unas brazadas en la piscina y otros paseos por la orilla del mar y un acomodarse alrededor de la mesa de un restaurante o de una heladería y queda una nueva compra en el supermercado. De pronto esos días que aún hemos de pasar juntos son ya muy pocos, llega la primera despedida, parece mentira, y el viaje al norte, una etapa distinta del reencuentro, más breve y ya no al completo, más arraigada en el origen, y entonces hay un último día y una última noche en la que cuesta dormir y un cargar las maletas en el coche y un adiós al alba y todo acaba ahí, en esas lágrimas que tragas, en esas silueteas que permanecen en el portal, y el pasado está próximo todavía pero va ensanchándose como se ensanchan las distancias, porque para estar de nuevo juntos ha sido necesaria una compleja maraña de combinaciones de avión y largos trayectos por carretera y ahora todo ha terminado, sí, y se aleja en el tiempo. No somos muchos, apenas ocho, y sin embargo sumamos ya cuatro generaciones. En el ahogado estupor de la despedida sentimos el miedo de que sea para siempre o en todo el tiempo que en cualquier caso habrá de pasar hasta la próxima vez, porque no para todos pasará de la misma forma, el bebé será un niño que hablará y correrá, la niña será una adolescente, los ancianos más ancianos, el resto trataremos de evitar que los años nos castiguen demasiado. El más pequeño no recordará aquel verano en España en que cumplió un año y dio sus primeros pasos y flotó en el Mediterráneo y pasó bajo la sombra de catedrales y de cigüeñas y señaló con el brazo extendido a los majestuosos cisnes que se deslizaban lentos en las aguas del Carrión y probó sabores nuevos y fue reconociendo cada día nuestros rostros hasta que nos hicimos familiares para sus inmensos ojos azules. Quedan los regalos y las fotos y, en los mayores, al menos estos primeros días, el lamento por las cosas que se hubieran querido hacer y no se hicieron y ya no serán posibles, pero sobre todo queda el recuerdo de tantas cosas, la evolución de la luna cada noche desde la terraza del sur, las estrellas, el rumor del mar rompiendo contra la orilla, la humedad en el aire nocturno, el gintónic en vasos pequeños, la telenovela de las seis que los abuelos llevan siguiendo desde hace años, los guantes de baseball y el peloteo en el césped, los largos toboganes del parque acuático, un guateque al atardecer con cena mexicana, la fiesta sorpresa de cumpleaños, los exámenes en inglés y por Internet superados con la nota más alta, el coñac en el café, la paella un domingo, el repelente de mosquitos, el calor sofocante en los dormitorios, esa inolvidable conversación hasta las tantas de la madrugada en que un hermano comprendió al fin a su hermana, sí, y volvimos a ser los que fuimos, y lloramos, y reímos, y unos días después vino ese primer adiós, torpe y emocionado.
Quedaba despedirse de otras tres generaciones de una misma familia, la mía.
Quedaba despedirse de otras tres generaciones de una misma familia, la mía.
Y es tan duro.
Ahora toca volver, no con la frente marchita sino reverdecida de recuerdos. Y el calendario dice que el verano continúa, pero yo creo que se equivoca. El verano ha pasado ya, aunque queda en la memoria.
Fotografía: Palencia, 8 de agosto de 2013. JFH