Yuri Andreievich Zhivago, cuya imagen forma parte de la galería de perdedores que adorna las paredes del Loser, hubiera podido merecer también aquel pensamiento que Patxi Andión le dedicó a Federico García Lorca en una canción de los setenta: Tú poeta, y ellos tantos. Como Zhivago, igualmente hubiera podido merecerlo Boris Pastenak, el hombre que lo inventó como personaje de un libro y cuya vida al parecer estuvo trenzada con los mismos ideales, los mismos sinsabores, las mismas arrebatadas pasiones. Porque elegir entre ser o no libre es un lujo que el verso puede permitirse tan sólo desde el punto de vista de la métrica; como expresión de un sentimiento que a menudo está más allá de la consciencia del propio poeta, que el poeta rescata de sí a través de la palabra, tal elección no es posible: la libertad hace al verso, lo constituye. El verso es la libertad de ser verso. Un poeta vigilado, sometido, amordazado por el poder político experimenta la tortura de dentro hacia afuera, desde la raíz misma de su condición de ser humano hasta la última de sus terminaciones nerviosas.
Que yo no haya leído aún la novela de Pasternak se debe a que hace años adquirí una traducción muy poco apetecible, que además ni siquiera era del ruso original (se trata de una edición de 1966 comprada en librería de lance). No la he leído, es cierto, pero confieso mi absoluta fascinación por la película de David Lean, una fascinación que ha ido creciendo en cada una de las ocasiones que me he sumergido en sus imágenes y me he dejado invadir por su música. Y de las muchas cosas excelentes que contiene esta indudable obra de arte, siempre me sentí especialmente conmovido por la interpretación de Omar Sharif, un actor que tal vez no figure entre los -digamos- diez mejores que ha dado el cine, pero que logró, a mi juicio, convertirse plenamente en aquel médico y poeta batido por la doble tempestad de los avatares históricos y del amor. Yuri Zhivago es para mí los ojos de Omar Sharif, unos ojos que acumulan toda la tristeza de un hombre herido en su idealismo y en su sensibilidad poética, y desgarrado además entre dos mujeres, entre la dulzura y el deseo, entre la abnegación y el fuego; Zhivago es esa mirada líquida, enrojecida, atónita, capaz de iluminarse ante la minúscula e irrepetible estrella de un copo de nieve adherido al cristal de la ventana y de petrificarse en el horror de la sangre derramada, esa mirada clavada entre la nieve y el cielo, allá a lo lejos, donde el trineo en el que ella se ha ido para siempre es apenas un punto oscuro, ni siquiera eso ya, oh, Lara, Lara... Oh, Tonya... Perdidas las dos...
(Foto: JFH) |
La ciudad en la que vivo le tributó hace unas semanas un emotivo homenaje a Omar Sharif, haciéndole entrega del premio Almería Tierra de Cine, que anualmente se concede, en el marco del festival de cortos, a una personalidad del cine cuya carrera haya estado en algún momento vinculada a la provincia. Tres años antes de convertirse en Yuri Zhivago, Sharif fue Sherif Alí, un jefe tribal árabe que, acompañado por T. E. Lawrence, lanzó a los suyos al asalto de la ciudad jordana de Áqaba, en realidad un gran decorado construido en la playa almeriense de El Algarrobico, en Carboneras (hoy tristemente célebre a causa de un hotel que a nadie aloja ni nadie derriba, monumento fantasmal a la especulación y a la codicia). Es por este personaje de la imperecedera Lawrence de Arabia por el que se le homenajeó aquí, un papel que el actor egipcio valora por encima de cualquier otro que haya interpretado y al que debe el arranque de su carrera internacional. Ahora bien, yo quise buscar en sus ojos lo que quedara de aquel doctor Zhivago. Me mezclé discretamente entre quienes asistieron al descubrimiento de la estrella con su nombre que se ha colocado en una calle de la ciudad (a la manera, dicen, de un “paseo de la fama”) y traté de hacerle alguna fotografía aceptable. Antes, sentado a la mesa de un café, Sharif tuvo la gentileza de posar un instante para mi cámara. Le correspondí con un leve asentimiento de gratitud. Omar Sharif ha alcanzado una edad a la que no pudieron llegar ni Zhivago ni Pasternak, y sonríe más abiertamente de lo que sin duda lo hubieran hecho ellos a los ochenta y un años. Desde aquella película, sus ojos le han prestado la mirada a varias decenas de personajes diferentes -y se han concentrado en miles de partidas de bridge-, y en su humedad, la que es propia de los ojos de toda persona mayor, flota ahora la acumulación de tantos recuerdos y la lejanía de casi todos ellos, esos otros puntos en el horizonte. Posee una apostura en la que apenas se aprecia la fatiga, aunque sí esa clase la lentitud tan natural en la vejez y en la elegancia, de modo que resulta difícil pensar en él como en un anciano. Sonríe agradecido, se lleva la mano al pecho y a los labios, gesto que repite por la noche, durante la gala de inauguración del Festival, cuando le hacen entrega del premio.
He vuelto a ver Doctor Zhivago: qué increíble emocionarse de nuevo casi en cada plano, ir reconociendo cada escena sabiendo cuál es la siguiente y seguirlas una tras otra como imantados por la belleza, porque hubo un tiempo en que el gran cine era esto, este ritmo, esta minuciosa dirección artística, esta música, esta fotografía, estos actores, este amor infinito por el arte de hacer películas, esta sensación tan pero tan gozosa que te queda cuando acaba y han pasado más de tres horas como en un suspiro.