El título de esta novela de Stasnislaw Lem no lleva a engaño: la aventura que se narra en ella no alcanza los objetivos que se habían fijado quienes la iniciaron como el más ambicioso proyecto jamás emprendido por el hombre; desemboca, en efecto, en un fiasco. Esto no supone desvelar el final, puesto que a medida que la historia avanza, el lector, arrastrado fatalmente hacia el desenlace, lo que de verdad quiere saber no es si la historia acaba bien o mal, sino hasta qué punto el fiasco de la misión estará a la altura cósmica de sus pretensiones: el fracaso, incluso lo prodigioso y descomunal de su naturaleza, ya se da por supuesto a partir de los insensatos procedimientos mediante los cuales los tripulantes de una nave procedente de la Tierra pretenden establecer contacto con una remotísima civilización de la que nada saben y que nada desean saber de ellos.
Arthur C. Clark señaló que cualquiera de las dos posibilidades a tener en cuenta con respecto a nuestra presencia en el Universo –que estemos solos o que no lo estemos- es terrorífica. El anhelo humano de comunicarse con seres inteligentes de otros planetas alimenta la parte fundamental de Fiasco(1986), así como sus derivaciones filosóficas y morales y la soberbia arquitectura científico-especulativa que le da consistencia narrativa, de ahí que parezca aconsejable dejar de lado en una reseña ese primer capítulo que, aunque extenso, resulta ser una especie de preámbulo unido con el resto de la novela únicamente por el hilo sutil de una broma argumental: no nos permite el autor saber si quien lo protagoniza es realmente el mismo personaje que, devuelto a la vida tras permanecer un siglo criogenizado en una de las lunas de Saturno, protagoniza también el resto del libro. Ocurre que cuando me referí hace semanas a la absoluta fascinación que ejercía en mí Fiasco, apenas llevaba recorrido la mitad de ese capítulo inicial: cómo pasarlo por alto ahora. Hay en él, básicamente, una descripción fabulosa de algunos paisajes de Titán, los que el joven piloto Parvis, en una misión de rescate, recorre a bordo de un Digla, un vehículo megapaso, descomunal y con trazas humanoides. Mediante una suerte de filosofía de la materia inerte, Lem trata de explicarnos lo lejos que está la imaginación humana de concebir el poder creativo de la naturaleza tal y como es capaz de expresarse en los mundos desolados, aquellos donde la falta de vida deja sin efecto la exigencia de que todo ocurra en beneficio de ella y sujeto a una finalidad, a una competencia evolutiva. Los mundos carentes de actividad orgánica se van formando con una ilimitada paciencia, sin prisa, con una “magnificencia inútil, un eterno poder de creación sin objetivo, sin necesidad, sin sentido”, como el que excepcionalmente se produce en las más recónditas grutas de la Tierra. El Sol está lejos de Titán, apenas ilumina y no calienta –es Saturno quien sorprende a Parvis en un falso pero resplandeciente amanecer titánico-, y el frío ha definido la extremada lentitud con que la materia trabaja el paisaje, volcanes que por sus grietas filtraron alguna vez gas helado, lluvias de ceniza sulfúrica, asombrosas cristalografías, una pesadilla de osamentas minerales, desfiladeros de dimensiones inconcebibles, laberintos de lava y basalto, monstruosos carámbanos a escalas aterradoras, bosques de géiseres congelados: “no había palabras en ningún lenguaje terrestre que pudieran hacer justicia al arte que se manifestaba en aquel silencio blanco y sin sombras”. Y entonces un accidente en el megapaso empuja a Parvis a vitrificar su cuerpo de manera instantánea.
Los quince capítulos restantes transcurren ya en el siglo XXII, y en ellos queda demostrado de nuevo que la imaginación de Lem se desarrolla a otro nivel o en una dimensión diferente, donde la ciencia y la ficción y la metafísica y la teología y la historia derivan, conjugadas por él, en una alquimia literaria que subyuga al lector: Fiasco se lee casi sin detenerse en los abrumadores detalles científicos y en las consideraciones filosóficas y morales que dan solidez a esta extraordinaria obra. Ni siquiera acaba importando que sea o no Parvis el hombre al que resucitan de su muerte cristalizada. Sea quien sea, acaba formando parte de la variopinta tripulación del Eurídice, una nave cuya misión, ya quedó dicho, es trabar relación con seres inteligentes de otro planeta. La ingeniería sideral y cierto tipo de maniobras en el horizonte gravitacional de los agujeros negros permiten ya burlar el espacio y el tiempo, salvar las enormes distancias interestelares, de millones de años luz, y superar al fin ese principio según el cual quien emprendiese el viaje a otra estrella no lograría encontrarse con aquellos a quienes había ido a buscar ni vería de nuevo a quienes dejó en la Tierra.
De manera que la costosa expedición se lleva a cabo con el objetivo de acertar con la “ventana de contacto”, es decir, el intervalo de tiempo en el cual los seres inteligentes han alcanzado ya un alto nivel de ciencia aplicada pero todavía no han comenzado a cambiar su inteligencia natural por otra artificial: un marco de no más de 2.500 años terrestres, tal vez menos, apenas un instante cósmico. Antes de eso, millones de años en que la vida se desarrolla, el chispazo de la inteligencia, el nacimiento de una protocultura, la aceleración tecnológica y una inercia autodestructiva, el control de las fuerzas de la naturaleza, perturbaciones del medio ambiente, sustitución de la biosfera por artefactos –tecnosfera-, todo tan rápido ya, cada vez más, siempre el mismo patrón, disperso en ese laberinto de laberintos que es el Universo: las tecnologías en una galaxia nacían, maduraban y se extinguían continuamente, y surgían otras, y escapaban también del “intervalo de compresión mutua”. Se trataba, pues, de partir en busca de una crisálida y alcanzar una civilización extraterrestre en el preciso instante en que fuese ya una mariposa posada en el borde de esa ventana de contacto, a punto de echar a volar. Es el caso de Quinta, un planeta en la órbita de la estrella Beta Harpyae, a cuyas inmediaciones llega parte de la tripulación del Eurídice con la intención de demostrarles a sus esquivos habitantes su buena voluntad incluso por la fuerza.
Stanislaw Lem (1921-2006) |
A estas alturas confieso que ha acabado igualmente en fiascomi intención de concentrar en un par de páginas lo que esta novela contiene. Desde La isla del tesoro y Miguel Strogoff, allá por mis once años, no había vuelto a experimentar la necesidad de releer una novela inmediatamente después de acabada la primera lectura. Hubiera sido más acertado escribir sobre ella después de hacerlo, sin duda, pero me ha podido esa urgencia que nos ataca a todos los que amamos los libros, la que nos empuja a compartir de inmediato una historia de la que hemos formado parte desde nuestra condición de apasionados lectores.
Fui en busca de un autor de ciencia ficción y me han bastado dos novelas para confirmar que Stanislaw Lem excede con mucho los límites del género.