El último ilustre perdedor en llegar a este Hall of Loss, este modesto Salón de la Derrota que ha ido creciendo en las paredes del Loser, es «Bad» Blake (Crazy Heart, 2009), una leyenda del country, el que fue y sigue siendo, a pesar de todo, el «Domador del Amor», 57 años y una voz áspera, de cuero sin pulir, voz de garganta curtida en humo de cigarrillos, turbia de ceniza y vapores etílicos; con cuatro matrimonios a la espalda y un hijo del que nada sabe desde hace veinticuatro años y un puñado de discos que alguna vez fueron un éxito. «Bad» anda metido en una gira en solitario por seis estados, un mes, quinientos kilómetros entre un pueblo de mala muerte y otro pueblo de mala muerte al volante de Bessie, la fiel Chevy Suburban del 78, sentado sobre el hormiguero volcánico de sus almorranas y con una botija de plástico a mano para mear: Arizona, Nuevo México, Texas, carreteras poco transitadas, grandes paisajes, el aire entrando fresco y alborotador por la ventanilla de la camioneta, lo más parecido a un hogar que tiene ahora, un hogar en constante movimiento, cargado de discos y partituras, y un par de guitarras, y un amplificador Fender Tremolux, y algo de ropa más o menos limpia con la que salir al escenario, y qué escenarios, una puta bolera, un piano-bar, sitios así: su agente le va cerrando los contratos y se los comunica por teléfono mientras ambos esperan que ocurra algo que le permita remontar el vuelo.
Porque, amigos, la carrera de «Bad» Blake no va hacia ningún sitio ahora, y no es por eso que bebe -whisky McClure, una marca que solo existe para este corazón loco-: bebe porque ha bebido siempre, porque es lo que hay, canciones, carretera y whisky, y es así que el viejo «Bad» está realmente hecho polvo, y llega a un lugar de estos, y baja de Bessie, se desentumece, se abrocha los vaqueros, acepta indiferente que el responsable del local y los críos con los que tocará le traten como si aún siguiera siendo una estrella de la música, deja pasar el tiempo tumbado en camas de motel esperando que llegue la hora del concierto, con un cigarrillo en los labios y un vaso apoyado en el pecho, y luego canta country blues delante de la parroquia y libera el odio –sweating out the hate, dice en su última canción-, tal vez borracho, tal vez empapado en sudor, tal vez interrumpiéndose para vomitar en el patio trasero, sí, pero siempre con ese algo que le hace especial, capaz aún de llevarse cada noche a una lugareña a la cama o de ruborizar con una ronca galantería a la joven periodista a la que concedió una entrevista, qué feo es este cuarto a tu lado, le dice, no me había dado cuenta de que era un tugurio hasta que entraste; y lo cierto es que la chica hubiera podido ser el amor de su vida, sin duda, qué diablos, de modo que aunque tarde ya –eres el hombre que arruinó su mundo, you are the man that ruined her world-, lo mejor es recoger tu loco corazón y darle una oportunidad más, pick up your crazy heart and give it one more try, dejar de beber y componer esa canción para Tommy Sweet, «The Weary Kind», la mejor canción de tu vida.
Crazy Heart, Corazón rebelde en España -y no loco, vaya a saber por qué-, es una película modesta, que no nos cuenta nada nuevo y que seguramente no hubiera llegado muy lejos de no ser por la maravillosa interpretación de Jeff Bridges. Si hemos de ser justos, interpretación es sólo una manera de hablar: Bridges es «Bad» Blake, no lo interpreta. Éste es uno de esos casos en que parece que toda la carrera de un actor, una carrera muy notable, por lo demás, ha sido una forma de ir haciendo tiempo hasta alcanzar la edad adecuada para convertirse en el personaje de su vida, y hacerlo con toda la sabiduría y la naturalidad acumulada a lo largo cuarenta años y decenas de películas. Y sabe de losers: Si nos olvidamos de un par de títulos iniciales, su primera película destacable fue la última película, o dicho de otro modo, The Last Picture Show, de Peter Bogdanovich, 1971, pura atmósfera decadente en blanco y negro, para, a continuación, coprotagonizar una de las cimas del cine de perdedores, Fat City, de John Houston, historia de ambiente pugilístico donde hay maduros boxeadores que mean sangre y aspirantes inexpertos.
Bridges es un tipo que va por libre en Hollywood. No es una estrella en el sentido que le damos a esa palabra, principalmente porque no ha querido serlo. Tiene un puñado de buenas películas en su filmografía, de todos los géneros; cae bien siempre: es Mr. Nice Guy, el Señor Tipo Agradable. Antes de este corazón loco con sonido country fue, en 1992, un corazón rotoen American Heart, donde componía un duro papel de padre ex convicto y drogadicto. Pero de todos esos variados personajes que ha encarnado, hay dos que parecen haberse fundido para dar vida a «Bad» Blake: el primero es Jack Baker, uno de los dos Fabulosos Baker Boys, pianistas de ambiente instalados en una carrera sin brillo: Jack es, de los dos hermanos, el carismático y atractivo, el que hubiera preferido tocar jazz y arrastra un aire de resignada capitulación de hotel en hotel (Steve Kloves, 1989). El otro es el imperecero Jeffrey Lebowski, «The Dude», «El Nota», un tipo sin oficio ni beneficio, desaseado, pasota, jugador de bolos, fumador de maría, bebedor de cierto mejunje llamado ruso blanco (vodka, licor de café y nata líquida), que se ve involucrado en una historia muy Raymond Chandler y acaba espolvoreado de las cenizas de un amigo (Joel Coen, 1989).
Revisando la lista de actores ganadores de un Oscar he de remontarme muy muy atrás en el tiempo para encontrarme con alguno que lo mereciera tanto: no hay un ápice de forzamiento, de impostura, en la manera en que Bridges encarna a «Bad» Blake. Bastaría imaginarse a un Daniel Day-Lewis, a un Sean Penn, a un Russel Crowe, a un Kevin Spacey o un Nicholas Cage o un Jack Nicholson o un Pacino mismos metidos en la piel de este cantante country para darse cuenta de lo manierista que hubiera podido resultar, lo escandalosamente borracho, lo patéticamente acabado. Esa no es la forma en que Bridges le da vida: Jeff Bridges es absolutamente creíble, más incluso de lo que hubieran llegado a serlo Johnny Cash, Willie Nelson o el gran Kris Kristofferson, de quien, dicen, pudo Jeff Bridges tomar parte de su aspecto. Bueno, quién sabe.