No podemos saber cómo le quedaba a Jacinto el traje de luces cuando era un joven novillero que aspiraba a la gloria, pero en su quebrantada madurez la seda ceñida y el oro de los adornos apenas consiguen devolverle al cuerpo la sugestión de una antigua gallardía torera que sin duda él ha creído conservar bajo la ropa andrajosa de todos los días. Jacinto, matador de novillos. Retirado. Se ajusta la montera, está listo para ir a la plaza. A su lado un sobrino de siete años, Pepote, y un empleado de la tienda, que velará por la integridad de la ropa prestada. Es de noche ya. Parecía imposible llegar a enfundarse aquel traje, hacer frente a un contrato taurino que no era suyo, actuar en una charlotada en la que le han anunciado por error y que en un principio, por la mañana, sintió como un insulto. Pero son mil quinientas pesetas. Mil quinientas. Y, en fin, volver a torear. Con payasos al lado, vale; con un torillo pequeño, de acuerdo. Pero en Las Ventas. Ha sido un día angustioso, tratando de conseguir las malditas trescientas pesetas con las que alquilar aquel terno. Los relojes azuzaron el tiempo durante todo el metraje de la película: el estropeado reloj en el que Pepote va actualizando la posición de su única manecilla en función de los horarios de los aviones, los muchos y variados relojes de una relojería a los que por unas monedas el niño pone ágilmente en hora mientras suenan las campanadas en alguna torre o edificio público, los falsos Omega con los que Jacinto trata, sin talento para el timo y sin suerte, engañar a algún incauto en el Rastro. Un día agotador, sí: recogió colillas, descargó un carro de muebles por una miseria, creyendo que se limitaba a llevar y traer unas guías de teléfono participó sin saberlo en una estafa de arte, cedió a la tentación de la trapacería con el asunto de los relojes falsos, fue detenido, declaró en comisaría, salió a la calle y a punto estuvo de emborracharse y mandarlo todo a rodar, aceptó en un rapto de desesperación y de orgullo hacer él solo el trabajo de toda una cuadrilla de descargadores y se deslomó hasta el desvanecimiento y es un puro milagro que haya podido meterse en el traje de luces, bajar al metro, llegar a la plaza, hacer el paseíllo.
Mi tío Jacinto, dirigida magistralmente por Ladislao Vajda en 1956, tiene un comienzo por el que hubieran dado un brazo Wilder, Hawks, Lubitsch o cualquier otro de aquellos grandes de Hollywood que sabían que un buen arranque casi justifica por sí solo el hacer una película: un funcionario de Correos busca al destinatario de una carta -Sr. Jacinto. Matador de novillos- en la dirección que figura en el sobre, una casa en un barrio del centro, y luego en la dirección que en la primera le indican, un barrio más apartado, y después en una tercera, ya en un arrabal de la ciudad, y ni siquiera allí logra dar con él; finalmente, la carta aparece prendida en un árbol frente a la miserable chabola en la que Jacinto vive ahora, junto con un niño de corta edad: no se puede explicar mejor la progresiva degradación social de un perdedor. Los personajes se mueven en un Madrid de tranvías atestados, organilleros, limpiabotas, tramposos, tabernonas donde se resuelven variados trapicheos, calles adoquinadas de antiguo y descampados. Es en ese niño, Pablito Calvo, un conmovedor Lazarillo de posguerra, diligente aprendiz de buscavidas, en el que recae el peso sentimental de la historia (obtuvo el premio del público en el Festival de Berlín de aquel año), pero sólo el actor Antonio Vico podía haber compuesto un Jacinto tan desolador: se reúnen en su figura menuda una altivez harapienta, la amargura irreversible de la derrota, el rostro patibulario de un Manolote estragado por el vino y unos cansinos andares chaplinescos. Los perdedores del cine clásico español, como los del cine clásico europeo, se inclinan mucho más hacia un patético desvalimiento que hacia ese heroísmo desubicado y de trago largo del loser americano. El particular neorrealismo español es una tragicomedia picaresca donde la última sonrisa se nos queda como torcida en los labios; es una película de Frank Capra que sabemos que no puede acabar bien, y no acaba bien, aunque pueda parecerlo.
De la película Mi tío Jacinto guardaba un grato pero muy lejano recuerdo. Hace unos meses vi en una calle de mi ciudad a un hombre que recogía colillas de la acera y las deshebraba con los dedos en el interior de una bolsa que llevaba en la otra mano. Aunque hacía veinticinco o treinta años que no veía la película de Vajda, me acordé inmediatamente de aquella escena en que Pepote y Jacinto recogen colillas en los alrededores de Las Ventas para luego desliarlas y malvender al peso el tabaco ya usado, el niño agachándose afanosamente, el adulto pinchándolas con la punta de un paraguas. Encontré la película y después de verla pensé en esta España ajacintadade hoy en día, en esas familias descolgadas de la clase media y caídas en la pobreza, hombres y mujeres que hace diez años llevaban una vida normal y hoy acuden con sus hijos a los comedores sociales y tienen que procurarse por sus propios medios lujos como el tabaco. Han quedado al otro lado de la gran grieta social que se ensancha cada día, y los planes gubernamentales para salir de la crisis no contemplan la posibilidad de ralentizar el paso para tender puentes hacia ellos. Sus conciudadanos más afortunados, los que no se han visto particularmente afectados por la crisis, también prefieren, en el fondo, que de esto salgamos cuanto antes, aunque suponga dejarles atrás: qué le vamos a hacer, siempre ha habido ricos y pobres. Somos como aquella hojarasca de la que escribió García Márquez, a la que «la habían enseñado a ser impaciente; a no creer en el pasado ni en el futuro. Le habían enseñado a creer en el momento actual y a saciar en él la voracidad de sus apetitos». Y ahí habrán de quedar nuestros Jacintos del siglo XXI, allá atrás, cada vez más lejos. Por eso una fotografía de Antonio Vicocuelga en las paredes del Loser, junto con la de Monty Clift/George Eastman, la de Newman/Eddie Felson; la Bogart/Dixon Steele, la de Wayne/Tom Doniphon… Porque es uno de ellos y uno de los nuestros, porque me siento muy cerca de él, porque se trata de un perdedor de ayer que se mueve por nuestras calles de hoy.