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Channel: Los pasadizos del Loser
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El malogrado, de Thomas Bernhard

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Según Miguel Sáenz, traductor al español de la novela El malogrado, del austriaco Thomas Bernhard, el título original Der Untergeher resulta difícil de traducir con un adjetivo sustantivado que venga a expresar lo que significa literalmente, ‘el que se hunde’, y afirma que «El perdedor» hubiera sido una buena opción, pero que sonaba «demasiado yanqui». Después de leer la novela, el lector español concluye que la elección del término malogrado fue un acierto, pues abarca muchos más matices en relación con el personaje al que se refiere. En cualquier caso, hay un ejemplar de este libro en el Loser, en un estante junto al viejo piano de pared.

Una buena lectura de El malogrado es indisociable de la audición, previa o simultánea, de las Variaciones Goldberg, de Bach, interpretadas, claro está, por Glenn Gould, de la misma manera que para acometer dicha lectura en condiciones idóneas haríamos bien en regalarnos un día de ociosidad y tumbarnos en la cama durante horas y horas con el libro en las manos, y esto debido a su ininterrumpido desarrollo narrativo, esa pura hemorragia musical y repetitiva de palabras imposible de contener.

Glenn Gould es uno de los tres protagonistas de la novela, pero no el protagonista, a pesar de ser el personaje real, el genio indiscutible del piano. El narrador, conocido como El filósofo, elige una curiosa manera de hablar de él y de Wertheimer, el malogrado: al igual que algunos pasajes de las Variaciones exigen cruzar las manos sobre el teclado, así Bernhard decide que el narrador defina a veces el carácter de Gould a través del de Wertheimer y, sobre todo, el débil y complejo carácter de Wetheimer por oposición a la genialidad de Gould. De sí mismo, el narrador apenas nos deja saber que ha sobrevivido a los otros dos, y que, como el malogrado, decidió ahogar en la cuna una prometedora carrera de pianista. La amargura de su fracaso no es exactamente como la de Wertheimer, pero es amargura también.

La historia, de algún modo, sería la siguiente: Johann Sebastian Bach, aquel hombre dotado de un talento musical tan abrumador que trascendió lo estrictamente humano («No soy ateo porque existe Bach», ha dicho recientemente Salvador Pániker), compuso en 1741, por encargo, las llamadas Variaciones Goldberg, y doscientos doce años más tarde dos jóvenes y aventajados alumnos del Mozarteum, prestigiosa escuela superior de música de Salzburgo, escuchan a un condiscípulo tocarlas tan prodigiosamente que resuelven, cada uno a su modo, abandonar el piano para siempre; veintiocho años después, uno de ellos, el malogrado, incapaz de aceptar sobrevivir a Glenn Gould, muerto de muerte natural, se ahorca en las proximidades de la casa de su hermana, a la que acusa de haberle abandonado para casarse con un hombre «helvéticamente rico».

Glenn Gould no aspiraba, según el narrador, sino a ser ese pianista ideal que quiere ser piano, convertirse en su Steinway, ser uno con él, ser Glenn Steinway, no el hombre que toca el Steinway, que está entre Bach y el piano como mero mediador. Y el lector no puede evitar pensar en la extraña imagen de un Glenn Gould encogido sobre el teclado desde su asiento en una silla ridículamente bajita, metabolizado con el sonido y convertido todo él en la pasmosa agilidad de sus dedos, a veces lentos y tecla a tecla, a veces tan veloces que le arrancan al piano la sugestión de una interpretación a cuatro manos, cada una de las cuales parece estar tocando de manera completamente independiente de las otras.

En algún lugar oí que el segundo es el primero de los perdedores: ésa parece la conclusión a la que llega Wertheimer, cuyo virtuosismo no soporta la comparación con la excelsitud pianística de Glenn Gould y es aniquilado por ella. Wertheimer, incapaz de asombrarse sin sentir envidia, está, dice el narrador, fascinado por la infelicidad, y ahí radica todo: para él nacer es una infelicidad y vivir prolongar la infelicidad, y en esa infelicidad, no obstante, encuentra la felicidad; hombre “de callejón sin salida”, se mató por miedo a que le arrebataran un día su infelicidad.

Thomas Bernhard, 1931-1989

Thomas Bernhard elige en El malogrado el camino de la música para llegar al centro de un retrato psicológico, y al mismo tiempo, cruzando las manos sobre el texto, alcanzar el corazón de la música a través de un penetrante retrato psicológico, de una, digamos, disección del fracaso.

Huir al interior de un libro (otra vez)

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En un relato titulado «Los pasadizos de la ficción» me permití plantear la posibilidad de que existan unos corredores o túneles secretos a través de los cuáles los personajes de todos los libros podrían pasar a su antojo de unos a otros, participar discretamente en la historia que deseen y relacionarse entre sí, independientemente de quién fuera el escritor que los inventó y sin que los lectores tengan posibilidad alguna de advertirlo, salvo en circunstancias muy muy excepcionales. (Sí, es de ese relato de donde parten todos los demás pasadizos con los que he tenido o tengo algo que ver). Sé que es mala señal que uno empiece a citarse a sí mismo, pero no encuentro mejor manera de explicarme ahora… 

Digamos que este relato al que me refiero le sugirió a mi padre el siguiente boceto: 


Se trata de una imagen que a mi juicio invita a un cierto tipo de persona a descender esas escaleras, doblar aquel recodo del fondo y perderse. Pertenezco a ese tipo de personas, lo confieso. Siempre he sospechado que soy en realidad un personaje literario que de algún modo, por error sin duda, escapó de vaya a saber qué libro y busca por medio de la lectura el hueco por el cual regresar a la ficción. Cuanto más tiempo paso a este lado más abomino de lo que llaman realidad y más desesperadamente leo, es decir, más desesperadamente recorro con atención la superficie de las páginas impresas, esperando encontrar el acceso al interior de un libro para allí dentro tomar cualquiera de esos pasadizos y moverme ya con entera libertad. Hay un infierno de mediocridad y de mentira y de estupidez triunfante a este maldito lado, en el que me siento cada vez más fuera de lugar; es más, quiero apartarme de esa detestable realidad tanto como del riesgo a que se descubra en cualquier momento que no soy sino un impostor de mí mismo. En la realidad que me asfixia aún es posible, por ejemplo, que varias de nuestras cadenas de televisión se disputen el pelotazo mediático que supondría, al parecer, entrevistar en exclusiva a un depravado que hace dos décadas secuestró, torturó, violó y asesinó a tres niñas, y es algo que me produce una repugnancia más allá de lo que puedo soportar; pero es que en esta realidad es posible también que todavía se me brinde la ocasión de seguir usurpando ocasionalmente una identidad de la que fui desposeído hace tiempo, y lo terrible es que cada vez se nota más el titubeo, la inseguridad, la desazón: el artificio, en suma. 

Por eso he decidido ahora huir al interior de Anna Karénina, con la misma determinación, por cierto, con la que hace poco más de un año decidí huir al interior de Guerra y paz, y más o menos por las mismas razones. En realidad, la idea era haberlo hecho este verano, atraído por el mito literario y sobre todo seducido por la que a mi juicio es la mejor frase con la que jamás se haya dado comienzo a una novela («Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo», según la traducción que prefiero). Pero pensé que después de todo es una lectura más apropiada para el mes de diciembre, y en eso estoy. Confío en residir en este libro hasta después de la Navidad, bien abrigado. Al principio no me pareció que estuviera a la altura de Guerra y paz, ésa es la verdad; pero he aquí que en capítulo XVII de la primera parte un tren silba a lo lejos, los empleados de la estación de Moscú se entregan afanosamente a los preparativos de una llegada, la pesada locomotora y los vagones que arrastra hacen su aparición, provocan el temblor de los andenes e incluso del propio libro que sostengo en las manos, hay un humo denso que se arrastra por el suelo, y un lento sube y baja de la bielas, y un estremecerse de los vagones de pasajeros justo antes de detenerse… Y ya estoy ahí dentro, aquí dentro, y todo lo demás deja de preocuparme (es una forma de hablar, claro); subo con Vronski a uno de los vagones, y cuando él y una dama de brillantes ojos grises que sale del compartimento en el que ha viajado su madre cruzan una mirada, una mujer elegante y de expresión tierna que poco después nos es presentada como Anna… En fin, digamos que el tiempo se detiene, el tiempo real y el figurado, pues es éste uno de los instantes más trascendentales de toda la historia de la Literatura. Y ya estoy gozosamente atrapado de nuevo, y desaparezco entre sus páginas como una moneda en la mano de un prestidigitador.


Dibujo: Escolástico Fernández. Fotografía: JFH

Cuentos engranados

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Frente a quienes desde posiciones privilegiadas afirman que en España empieza a amanecer (otra vez), a pie de calle todos sabemos que a los más necesitados aún les queda mucha noche por vivir, que incluso la mayoría de ellos, lamentablemente, no volverán a conocer ya tiempos mejores, que a día de hoy sólo los que perdieron su empleo este año han dejado de tener miedo a perderlo, y con ese temor caminan cada día junto a la frontera que separa las clases medias de la pobreza.

La solidaridad sólo es un cuento en boca de los que nunca la ejercen o lo hacen desde el exhibicionismo caritativo, como ocurría en esa imperecedera obra maestra del cine titulada Plácido, donde los ricos subastaban a los pobres del municipio para determinar a cuál de ellos sentaban a su mesa en Nochebuena. Radicalmente alejada de esta actitud, la escritora Carolina Molina pensó que la solidaridad sí podía, por el contrario, viajar a lomos de un libro de cuentos, aunque fuera modestamente, como por otro lado corresponde con el papel que la literatura juega en nuestra sociedad. Imaginó Carolina una antología de relatos que a un tiempo reuniera en sus páginas a un buen puñado de escritores vinculados de una u otra manera a la ciudad de Granada y permitiera, con su edición, ayudar a los más desfavorecidos a través del Banco de Alimentos, una organización sin ánimo de lucro a la que irían destinados los beneficios obtenidos con el libro. Esa antología existe ya y lleva el significativo título de Cuentos engranados, y he de agradecerle a Carolina Molina el que me ofreciera la oportunidad de embarcarme en este proyecto junto con los otros cincuenta y cuatro escritores que aparecen en ella, entre los que está Medardo Fraile, fallecido este mismo año y a quien justamente está dedicado el libro.



«Indefensos» (un cuento junto al fuego)

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De pronto se ve a sí mismo en un aula, sentado en los últimos pupitres. Es un aula extraña, de otra época, una época muy anterior a la de su etapa escolar, en apariencia estrecha y con los techos muy altos y unos amplios ventanales laterales a través de los que entra una claridad a la vez intensa y débil, en modo alguno natural (en realidad, ninguno de estos detalles es constante). No sabe qué hace allí, pero alguien sentado delante de él, alguien a quien en el sueño conoce, se vuelve para explicarle que aquel otro muchacho que permanece de pie ante la mesa del tribunal está haciendo una larga y desafiante exposición de los errores que convierten a Apocalypse Now en una película sobrevalorada, y en ese preciso momento se intercala una imagen de Robert Duvall diciendo: ¡Charlie no hace surf! Ese muchacho, al que no ha reconocido de espaldas, resulta ser Paco Castillo, un amigo de juventud, y basta con que se le haya revelado su identidad para encontrarse ahora en una cena pantagruélica que tiene lugar en lo que parece ser un restaurante ubicado en los soportales de una imaginaria plaza mayor porticada. A veces los comensales están sentados alrededor de una larga mesa y a veces todo ocurre sobre un suelo cubierto de alfombras y grandes cojines de terciopelo y mesitas de clara inspiración árabe. Y no le resulta raro que sea Emilio Arán, del que tampoco ha vuelto a saber nada desde hace años, quien les agasaje con aquel banquete, a él y a María Elena, que está a su lado, y a la niña, la hija de ambos, y también a Paco Castillo, otra vez, y a las mujeres de Paco y de Emilio. Van llegando más y más platos de comida, y jarras de cerveza, y eso sí le sorprende, que sigan trayendo más comida: ya no cabe nada en la mesa -o en las mesas, según-, y las bandejas van siendo colocadas unas encima de otras, y la conversación es animada, las risas constantes, todos parecen felices, todos salvo la niña, que se aburre entre mayores. Y de pronto todo esto se reduce a una mera sensación de bienestar, al eco de un sonido impreciso; las imágenes del sueño quedan como flotando en la superficie de un estanque mientras va tomando conciencia de su despertar en medio de la noche, de la impertinencia de su cuerpo que le advierte de las ganas de mear y le aparta del sueño. 
Se niega a levantarse de la cama; le irrita estar perdiendo contacto con la placentera escena que estaba viviendo, desearía abandonarse al sueño pero toda su mente está dominada por la voluntad de retener aquello que ni siquiera responde a una vejiga llena pero que afecta a un remoto temor infantil a dormirse y dejar de hacerlo. Tiene los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la almohada; María Elena respira a su lado. No desea renunciar al calor del lecho compartido ni al acogedor peso del edredón sobre su cuerpo, y deja pasar unos minutos; finalmente aparta sigiloso la ropa de cama, qué remedio, y abandona el colchón, y sin encender la luz emprende el camino del baño, tantea la cortina a oscuras, y la puerta del armario; conoce de sobra el camino y sólo le preocupa conservar el recuerdo del sueño: lo lleva en la cabeza como si fuera algo muy frágil, algo que podría desvanecerse por completo si se rompieran los hilos que todavía le ligan muy sutilmente al acto de dormir. Sabe que del olvido no regresan nunca los sueños, y pretende, con una obstinación que en sí misma ya tiene algo de onírico, incorporarse nuevamente al sueño que ha abandonado; por eso va pensando en sus imágenes, pero sin forzarlas. Sale al pasillo, lo recorre a oscuras y pegado a la pared, supera la puerta abierta de la habitación de la niña, entra en el baño, sin encender ninguna luz, levanta la tapa del váter y se sienta, tan mezclado con la oscuridad como si aún permaneciera en la cama con la cara pegada a la almohada y esperando ir resbalándose hacia la inconsciencia, y así se abandona al alivio de orinar en completo silencio y con los ojos cerrados. Regresa despacio, a tientas siempre, como un ciego, sin haber accionado la cisterna para no hacer ningún ruido: la pared, la puerta de su dormitorio, el armario, la cortina, se vuelve a introducir bajo el edredón, respira él también, como quien ha culminado con éxito una misión fastidiosa, recupera la tibia inmovilidad de un letargo, la inmediatez del cuerpo cálido de María Elena dormida, la esperanza de dormir él también, de nuevo, la imagen de unas caras sonrientes y unas bandejas de nécoras, la textura y el sabor de unos champiñones al ajillo... Pero se trata de un pensamiento consciente. No hay nada que hacer.
Ha conseguido evitar que el recuerdo del sueño desaparezca, pero ya no cree posible regresar a él. Es cierto que algo así le ocurrió una vez, retomar un sueño del que había despertado, pero nunca más se ha repetido. Ahora está cada vez más desvelado, y se pregunta por qué Paco Castillo y Emilio Arán, después de tanto tiempo. No se pregunta por lo que haya podido ser de ellos, sino por las razones para haber soñado con ellos y con sus parejas de entonces, y piensa en su hija, que se aburría en el sueño, y en María Elena, y le invade una indefinible tristeza, el ahogo de una repentina soledad. No entiende de dónde procede este pesar, y por un instante se pregunta si no estará soñando otra vez. Le molesta ahora una incómoda sensación de frío, la dureza y angostura del colchón, en el que sabe que no podría darse la vuelta sino girando trabajosamente sobre sí mismo. La ventana debe de estar abierta, por eso el ruido de la calle llega tan definido a sus oídos, sonidos aislados que apenas hubieran sido audibles entre el bullicio diurno pero que son capaces de alzarse sobre el silencio de la ciudad dormida: un coche que circula a lo lejos o una motocicleta trepidante, unas voces que parecen las únicas en toda la ciudad, una botella que rueda en algún sitio. Trata de taparse mejor, pero al tirar del embozo nota que la ropa que le cubre es ligera y está como enredada a su cuerpo, parece que estuviera envuelto con ella, y de pronto nota también el hedor que él mismo desprende, y se da cuenta de que ahora sí ha abandonado definitivamente el sueño, de que está a la intemperie, de que forma parte de la alta noche y sigue tumbado en el mismo banco de un parque. No puede saber cuánto ha dormido, poco sin duda: siente demasiado miedo, demasiada vergüenza, un infinito desamparo. Detrás de esa botella de cristal que rueda nítidamente por el suelo hay alguien que la ha dejado caer a la acera o que la ha golpeado con el pie, y todo es una amenaza; la noche es tan larga en la calle, a la luz de las farolas: tan larga. Y eso a pesar de que la falta de alimento le provoca un permanente estado de debilitamiento, de sopor. Y entonces vuelve a su boca el sabor de unos champiñones, como si en verdad los hubiera masticado hace poco, y piensa en María Elena, que estaba tan cerca en el sueño, respirando, en lo real que parecía; y piensa en la niña, que habrá crecido tanto en estos años, su princesa. Y trata de envolverse un poco mejor en la manta vieja, encajado muy rígido en el ángulo que forman el respaldo y el asiento del banco, tan despierto ahora, tan indefenso.



"La crisis ha acabado claramente en España y está entrando 
dinero porque la gente ve que es un país de oportunidades".
César Alierta, presidente de Telefónica y del Consejo 
Empresarial para la Competitividad. 11/11/2013





Un año que empieza

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Juan Fernández Herrezuelo

El mismo cisne que este verano hacía temblar en su lento desplazamiento las pinceladas de un agua que era sobre todo cielo y árboles se desliza ahora entre la niebla, en medio de un silencio húmedo de ramas ateridas, se desliza como dejándose llevar a favor de corriente, como sin rumbo ni voluntad; y sin embargo es dueño de cada uno de sus movimientos, tan ra-len-ti-za-dos, de cada sutil cambio de dirección en el río, navegando blanco y elegante en compañía de otro. Claro que a saber si es en realidad el mismo cisne, si lo es cualquiera de ellos, él o el que le sigue o la imagen invertida de sí que curva el largo cuello ahí abajo, en proporciones exactas de identidad especular. Tal vez sea otro en cualquier caso, como otro es el mismo río, como yo que le observó soy otro distinto del que era hace unos meses, y es la nuestra, la de todos, una otredad que responde a razones digamos heráclitas. Escribió Borges que el tiempo se vuelve pasado enseguida porque el pasado es la sustancia de la que el tiempo está hecho. Así este nuevo año es una niebla que no nos deja ver otra cosa por ahora que el día que tenemos delante, y apenas lo alcanzamos -o él nos alcanza-, ese día se va convirtiendo en ayer. Así es enero, así es el invierno de nuestro descontento cuando no gozamos del imaginario sol de York ni hay en nosotros propósitos de enmienda ni conversión al coleccionismo de kiosco ni expectativas dignas de tal nombre: al llegar a una cierta edad, tiene uno la sensación de que se mueve por el río de su propia vida no como el cisne, con pleno dominio de su travesía, sino como una hoja de plátano. Basta recuperar, después de un par de semanas de retiro, el desganado hábito de escuchar o leer las noticias del día, para darse cuenta de que todo sigue desoladoramente igual. «¿Qué mayor prueba de que el futuro está ya escrito que la del periódico de cada día? (escribió Rafael Sánchez Ferlosio) ¿Cómo si no podrían pasar todos los días exactamente treinta y dos páginas de cosas?». Escrito o no lo que nos deparará el 2014, sean estas primeras palabras del año para transmitir mis mejores deseos. 

Foto: JFH

John Shawnessy y su árbol de la vida

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John Shawnessy es un perdedor por partida triple, y eso ya es motivo suficiente para que tenga su lugar en las paredes del Loser aun cuando la película a la que pertenece, Elárbol de la vida (Raintree County, 1956), no figure entre las mejores de la historia del cine. Por un lado, es perdedor como personaje de ficción, pues así fue concebido por el autor de la mastodóntica novela que se llevó a la pantalla: a mediados del siglo XIX, Johnny Shawnessy (Montgomery Clift) es el graduado más brillante del condado de Raintree, Indiana. Todos están seguros de que llegará a ser alguien importante, en particular sus padres y su novia, la dulce Nell (Eva Marie Saint). Un día es seducido por la ampulosa oratoria de su antiguo profesor, quien les habla a sus alumnos del árbol de la vida oponiendo la grandeza basada en el poder del dinero a otra que tiene por símbolo este árbol «que no es de oro, sino de aspiraciones, cuya flor es el logro de ellas y su fruto el amor; los caminos para llegar a él son deliciosos, y sus senderos conducen a la paz». Todos cuantos asisten a esta última clase al aire libre son invitados a hallar este árbol en algún lugar del condado, donde supuestamente se alza en su «druídico silencio», con la advertencia de que quien abandona la búsqueda corre el riesgo de quedar convertido en una «mísera e incolora criatura»; únicamente él, John Shawnessy, decide ir inmediatamente en su busca, sin éxito. Unos días después, mantiene una fugaz y embriagada relación con una sureña voluptuosa llamada Susanna (Elizabeth Taylor), y cuándo más tarde ésta le anuncia que está embarazada, Johnny decide casarse con ella. Con elementos propios del folletín, tal embarazo resulta ser falso, y Susanna, una recalcitrante esclavista, no sólo es una mujer desequilibrada sino que parece atormentada por un secreto de infancia. Cuidar de ella –incluyendo su participación en la Guerra Civil- le obligará a renunciar a sus propias metas en la vida.

Pero John Shawnessy es también un perdedor como personaje cinematográfico, pues el desafortunado guión le convierte en un joven del cual se dicen cosas muy encomiásticas que el espectador, sin embargo, no consigue constatar por sí mismo: no sabemos cuáles eran esas metas a las que renuncia ni qué ideales son los que abandona a causa de su mujer, y la criatura en que se convierte al dejar de buscar el árbol de la vida no sólo es incolora sino a menudo también insípida. He visto muchas veces la película de Edward Dmytryk, y siempre me emociono ya con la primera escena. Sé que no es una gran película, y que, a pesar de las pretensiones de la MGM, el resultado quedó muy por debajo de Lo que el viento se llevó; pero yo la veo con ojos más benevolentes que los espectadores de su tiempo, los ojos del niño que era cuando la vi por primera vez. Hay muchas cosas en ella que me gustan: Liz Taylor es una de ellas, claro, y Lee Marvin, y el actor que interpreta al profesor Stiles, Nigel Patrick, y la bellísima canción interpretada por Nat “King” Cole, y los no menos hermosos paisajes, y, a ratos, también el pobre Monty Clift, que trata de darle entidad a un personaje algo anodino, y al menos durante una parte de la película lo consigue.


Ocurre que las escenas más satisfactorias de Clift están como barajadas con otras extrañamente perturbadoras, y he aquí el otro nivel de perdedor -el tercero- que alcanza John Shawnessy. Tomemos una escena no particularmente relevante, pero a la que Montgomery Clift concedió una gran importancia: John entra en la habitación en la que Susanna ha dado a luz, va a conocer a su hijo. Clift practicó infinidad de maneras de abrir la puerta, entrar y cerrar tras él, buscando la emoción adecuada. Son unos segundos en primer plano. Después le vemos acercarse a la cama, mirar al bebé y hablar con Taylor. Pero al salir su rostro ha cambiado. En realidad, entre su entrada y su salida han transcurrido al menos diez semanas, el duro periodo de convalecencia tras el accidente de coche que le desfiguró la cara y alteró para siempre el curso de su vida.

Ese accidente, ocurrido el 12 de mayo de 1956, deja al descubierto una de las grandes mentiras del cine: una película –salvo excepciones- no se rueda siguiendo el orden de la historia tal cual está escrita. Así, la noche que Clift estrelló su coche contra un poste de telégrafos había rodado más o menos la mitad de sus escenas, pero éstas estaban repartidas por todo el guión, no se corresponden con una primera mitad de la película. Aquella noche Elizabeth Taylor, que le había insistido para que acudiera a una fiesta en su casa, acabó salvándole la vida; avisada al instante del accidente, acudió al lugar, se internó en el vehículo por la parte de atrás, tomo en sus brazos la cabeza ensangrentada de quien era su mejor amigo y al darse cuenta de que se ahogaba le introdujo sus dedos en la boca y le arrancó varios dientes de la garganta.


Monty volvió al trabajo después de esas diez semanas, pero no era el mismo. No es sólo que su hermoso rostro ha cambiado (su nariz es otra ligeramente diferente, y sus labios y su mejilla izquierda se mueven con dificultad), es que también se ha convertido en un ser torturado por dentro, que se mueve distinto y mira distinto; de hecho, no volverá a mirar con la intensidad de antes en ninguna otra de sus películas, y sus ojos tendrán ya para siempre una expresión atónita y un aspecto vidrioso. El Clift de antes podía aparentar, a sus treinta y seis años, ser un joven de veintitantos; este otro Clift, repentinamente envejecido, no, y he ahí el principal defecto de Raintree County. Para soportar los dolores, bebe ahora más aún de lo que ya bebía e ingiere todo tipo de pastillas, a las que se hará adicto, anfetaminas, barbitúricos, tranquilizantes; sufre insomnio, tiene pesadillas, le abruma la preocupación por las escenas del día siguiente. Cuando la cámara le enfoca sabe que no es su rostro de siempre el que quedará impreso en la película, sino esa otra máscara que todavía no ha aprendido a mover y que le duele. John Shawnessy es el último de sus personajes por el que los espectadores nos sentimos atraídos y el primero que nos despierta rechazo. A partir de ahí, un proceso de autodestrucción que dio comienzo en ese rodaje y se prolongó hasta su muerte, diez años después, en lo que fue descrito por quienes le conocían como el suicidio más largo de Hollywood.


"Juan & John", de J. Adolfo Iglesias (las huellas de Lennon en Almería)

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Es sobradamente conocida la visita que los Beatles realizaron a España en 1965 para actuar en  dos conciertos, uno en Madrid y otro en Barcelona, que muy a pesar del régimen franquista constituyeron un hito musical y sociológico cuyo verdadero alcance no se supo hasta tiempo después. Les hemos visto a los cuatro descendiendo en blanco y negro las escalerillas del avión, mascando chicle o tocados con monteras taurinas, según el aeropuerto; les hemos visto firmar unos toneles de vino de Jerez, y en medio de las apreturas de una rueda de prensa multitudinaria, y hemos visto a las yeyés bailando en las gradas de Las Ventas, y a John Lennon salir al escenario con un sombrero cordobés. Sin embargo, cuando al año siguiente Lennon regresó a nuestro país para rodar en Almería la película Cómo gané la guerra, una sátira antibelicista dirigida por Richard Lester, su presencia no provocó ya revuelo alguno, y durante años y años no hubo nadie que se interesara por los detalles de cómo trascurrió su estancia en esta ciudad.

Quien más sabe hoy acerca de lo que ocurrió en Almería durante aquellas seis semanas de 1966 es el periodista y filósofo Javier Adolfo Iglesias. Habrá quien todavía piense que tampoco es como para darle tanta importancia al asunto, pues por aquí pasaban en esa época decenas de luminarias del cine, y, en lo que se refiere al músico de Liverpool, es seguro que tuvo experiencias considerablemente más apasionantes que la de permanecer mes y medio aislado en un desierto y sesteando en una pequeña y sofocante ciudad de provincias española donde nunca pasaba nada. Yo fui durante muchos años una de esas personas a quienes les parecía excesivo estirar tanto lo que, a mi juicio, no pasaba de ser una simple anécdota. Sin embargo, Adolfo Iglesias acabó por contagiarnos a todos su entusiasmo por esta historia, y ha conseguido que la ciudad asuma como hecho notable aquella estancia de Lennon en Almería, que haya una estatua en bronce del músico en una de nuestras plazas y que el Ayuntamiento rehabilitara el viejo caserón donde residió parte de aquellas semanas, fantasmagóricamente abandonado durante décadas y convertido hoy en Casa del Cine.

John Lennon en Almería, 1966

Adolfo, que nació -como quien esto escribe- aquel 1966, lleva más de quince años hablando y escribiendo apasionadamente sobre esta historia, a la vez que ha seguido investigándola con creciente fascinación, de ahí que el magnífico libro que acaba de publicar, Juan & John. El profesor y Lennon en Almería para siempre (Edit. Círculo Rojo), sea, según sus propias palabras, no sólo una crónica histórico-periodística y un ensayo, sino también una autobiografía, la suya. Y es que la única manera que tenía de conseguir que se le diera importancia a aquel breve periodo que Lennon pasó en Almería era dedicar una parte de su vida a demostrar que dicha importancia trascendía lo local y lo anecdótico, y que merecía ocupar un lugar destacado en la historia de la música.

No cabe aquí, lógicamente, ni una pequeña parte de lo que el libro de J. Adolfo Iglesias contiene, una obra veraz, amena, emotiva, sorprendente, resultado de meticulosas indagaciones y de una ilimitada admiración y ternura por los personajes reales que desfilan por sus páginas. Baste decir que el autor, beatlemaniaco confeso, empezó a tirar del hilo de esta historia entonces desconocida cuando en 1995 supo que una de las mejores y más sugestivas canciones de la mítica banda británica, Strawberry Fields Forever, había sido escrita en Almería. Descubrió que el lugar donde la compuso, la Finca Santa Isabel, era una casona del siglo XIX que en los años sesenta estaba apartada de la ciudad y rodeada de balsas de riego y palmeras, entre cuyas paredes Cynthia Lennon, primera mujer del músico, sentía la presencia de espíritus, y a la que acudió Ringo Starr para celebrar la fiesta del vigesimosexto cumpleaños de John. Comprobó que la casa era en los noventa casi una ruina que milagrosamente había sobrevivido a la especulación inmobiliaria pero alrededor de la cual, ceñidas a sus muros, crecían ahora varias promociones de viviendas adosadas. Averiguó que el primer golpe de inspiración para componer la canción había surgido de la semejanza entre la verja de entrada a la Finca Santa Isabel y la verja de un orfanato que Lennon conoció en su infancia, próximo a su casa, llamado así, Strawberry Fields: Campos de Fresa. Fue sabiendo Adolfo más y más datos, poniéndole nombre a personas que trataron en Almería al músico y buscándoles para entrevistarse con ellos, así hasta dar con el verdadero corazón de toda la historia, la parte más querida para él: la existencia de un profesor de Cartagena, llamado Juan Carrión, que en los sesenta enseñaba inglés a sus alumnos ayudándose de las canciones de los Beatles, cuyas letras trascribía de oído.

J. Adolfo Iglesias y Juan Carrión (foto: EFE)

No he visto la película de David Trueba, Vivir es fácil con los ojos cerrados, y no puedo por tanto saber cuánto se aparta de los hechos reales que Javier Adolfo Iglesias tuvo ocasión de contarle; a saber: que cuando Juan Carrión tuvo noticia de que John Lennon estaba en la cercana Almería no dudo en ponerse en camino, que llegó en autocar, solo, que tardó una semana en conseguir una cita con el cantante y que se retrasó porque no supo encontrar el lugar del encuentro; que le mostró al músico los textos de las canciones tal cual los había transcrito, para que los corrigiera y completara, y que Lennon, que usaba por primera unas gafas de montura redonda como parte de la caracterización de su personaje en la película, se puso a la tarea de buen grado, complacido de que los chavales españoles aprendieran inglés a partir de sus textos; que Juan le sugirió que los discos de la banda deberían incluir las letras de las canciones, y que John estuvo de acuerdo, de manera que su siguiente álbum, ni más ni menos que el Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, apareció ya con las letras impresas en su funda, siendo el primero en la historia del pop-rock en que tal cosa sucede. Esto se repitió en los otros cinco discos que aún publicarían los Beatles.

Así es como queriendo saber más sobre John, un famoso cantante y compositor británico, Adolfo Iglesias se encontró con Juan, un vitalista hombre que a sus noventa años sigue hoy enseñando inglés, ahora a los ancianos de la residencia donde vive, la mayoría de los cuales son más jóvenes que él. Después de tan arduo proceso de investigación, el empeño de Adolfo es ahora, sobre todo, dar a conocer la figura de Juan Carrión, a quien le une una entrañable amistad. 

Esta sería una grabación de Strawberry Fields Foreverrealizada por el propio Lennon en Almería, en 1966 (cuentan los que saben la historia que la grabó en el cuarto de baño de la Finca Santa Isabel)


Y aunque al parecer hay muchas versiones, así sonaba la canción en el álbum Magical Mystery Tour:


Noche de concierto: Sibelius y Lara St. John

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Hace dos años y medio que una parte de nuestras vidas gira inevitablemente alrededor del violín. Es tan poco en términos de aprendizaje musical que todo lo que mi hija ha evolucionado en este tiempo equivale al gesto con que se inicia el primer paso de un largo, muy largo viaje a pie; y sin embargo, qué lejos ya de lo que yo, que jugué con ella en un principio a sostener el instrumento entre el mentón y el hombro, y a colocar correctamente el pulgar de la mano derecha en la nuez del arco, qué lejos de lo que yo aún puedo hacer con un violín en las manos, que es nada. Siendo ella la que empezaba a estudiarlo, fingimos que empezábamos juntos; ahora me limito a ajustar la almohadilla, a tensar las crines de su arco y a darles resina cuando vamos a practicar, y es ella la que leyendo la partitura repite una vez más un estudio de corcheas o una pieza de Weber o de Haendel o de Oskar Rieding que no por sencillas dejan de ser tan inalcanzables para mí como lo es para un pez la lectura en voz alta de una sola sílaba. 

Y esta parte de nuestras vidas nos ha proporionado ya alguna experiencia gratísima, la última este mismo fin de semana. El viernes 24 fue una noche mágica: la violinista canadiense Lara St. John, acompañada de la Orquesta Ciudad de Almería, interpretaba el Concierto para violín y orquesta de Jean Sibelius. Confieso que el anuncio del acontecimiento supuso para mí el encuentro con esta obra sublime de la música, y a medida que más y más la escuchaba en los días previos, más me emocionaba ser el poseedor de dos excelentes localidades. Completaban el  programa una selección de El Cascanueces -estupendo aperitivo, pues cuando mi hija era más pequeña usábamos la suite de Tchaikovski como fondo de nuestros teatros de marionetas- y, en la segunda parte, la sinfonía nº 9 de Shostakovich. La orquesta estuvo espléndida, como siempre, dirigida con manos maestras por Michael Thomas (Thomas es una de las mejores cosas que le ha pasado a esta ciudad en los últimos diez o quince años).
 Lara St. John durante su clase magistral en Almería la mañana 
siguiente al concierto del 24 de enero (Foto: JFH

Pero el interés principal estaba en Lara St. John, y en Sibelius, y en el Guadagnini ‘Salabue’ que uniría a ambos, un violín de 1779 que le fue cedido a St. John por un donante anónimo, y al que ella llama The Resurrection. Son más o menos las diez de la noche cuando finaliza la danza de los Merlitones, las sillas de los músicos que están a la izquierda del director se apartan hacia atrás, las luces del auditorio se atenúan de nuevo -¿o no llegaron a encenderse entre una obra y otra?-, y yo miro a mi hija como dice Cortázar que dos personas se miran antes de empezar un concierto, con un ligero temblor de despedida (“cruzaremos un río, habrá otro tiempo, el óbolo está listo”, añade Julio, también entre paréntesis). Antes o después de esa mirada ha salido St. John entre aplausos, ocupa su lugar en el escenario, de pie entre el concertino y el director, suenan los primeros acordes de violines, suaves, como soñados, como la bruma de aquel onírico Manderley, y Lara St. John comienza el primer movimiento para que a partir de ahí todo quede en suspenso durante algo más de media hora. 

Admitámoslo, todo intento de explicar con palabras una obra musical quedará siempre como de este lado, el nuestro, el que mejor conocemos, tan de colores, tamaños, sonidos, sabores y formas: tan de adjetivos. Quien posea conocimientos teóricos del lenguaje musical podrá describir lo que técnicamente dispuso el compositor y el artista ejecuta, pero no transmitirá ninguna emoción. Quien posea una sensibilidad poética podrá transmitir emociones, sí, pero emociones más literarias que musicales, a qué engañarnos. Aquellos largos sollozos de los violines otoñalesque herían el corazón de Paul Verlaine con monótona languidez (y que jugaron su papel en el desembarco de Normandía) despiertan admiración como hallazgo metafórico, pero no enroscan su sonido alrededor del estómago. ¿Qué decir de la asombrosa interpretación de Lara St. John, entonces? Que hubo nostalgia y dramatismo y rabia y melancolía y delicadeza y fuego y atrevimiento y vértigo y altura y polonesa y complicidad; que hubo un viejo violín que lloraba y combatía y danzaba y una orquesta que estaba a su lado, como están los amigos, y callaba para escuchar, y apretaba los dientes cuando el meñique de Lara alcanzaba de pronto el filo cortante de la nota más aguda en el borde del diapasón. Fuimos testigos de una pura trinidad expresiva: se dirigió a nosotros la intérprete a través del viejo violín, pero también el viejo violín a través de la intérprete, y el compositor, en ausencia, a través de ambos. Nunca he tenido una sensación tan intensa de que estar siendo interpelado a través de la música para intentar contarme una historia, tres historias, en realidad. Tras la apoteosis de Sibelius, Lara correspondió a las ovaciones regalándonos la giga de la partita número 2 de Bach. Ya digo: una noche absolutamente memorable.

Sin su 'Salabue' (Foto JFH)

A la mañana siguiente, los violinistas de la Orquesta Joven de Almería y los alumnos de su Academia –junto con algún que otro padre boquiabierto aún desde la víspera- tuvieron el privilegio de asistir a una master class impartida por la propia Lara: la genialidad en las distancias cortas, en la mirada atenta, en la indicación precisa y luminosa. El viejo ‘Salabue’ se quedó en el hotel, descansando en su estuche.

Nada me gustaría más que traer al Loser una versión del Concierto para violíny orquesta de Sibelius interpretado por ella. Pero no lo he encontrado. La mejor interpretación que se conoce de esta maravillosa obra es la del desdichado Christian Ferras. Yo dejo que sea nuestra siempre admirada Hilary Hahn quien lo toqué aquí.



De la necesidad de crear historias (revista Análisis)

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(Aparecido en la Revista Análisis, de Psicoanálisis y 
Cultura de Castilla y León. Número 27, diciembre 2013)


En su prólogo al Libro de sueños, del que fue compilador, Jorge Luis Borges aventura que aceptar en su literalidad la metáfora de que el alma humana, cuando sueña, es a un tiempo teatro, actores y auditorio, tal y como fue planteada por el escritor y político inglés Joseph Addison a comienzos del siglo XVIII, «podría conducirnos a la tesis - peligrosamente atractiva, añade de manera no menos excitante- de que los sueños constituyen el más antiguo y no menos complejo de los géneros literarios». En otro texto, dedicado a Nathaniel Hawthorne, Borges señala que Jung equiparó las invenciones literarias con las invenciones oníricas; el epistemólogo francés Gaston Bachelard, por su parte, en un libro que pudo titular «Psicoanálisis del agua», en correlación con su Psicoanálisis delfuego, ya publicado, pero que finalmente dio a la imprenta en 1942 con el título de El agua y los sueños, afirma que «en el orden literario todo es soñado antes de ser visto, aún la más simple de las descripciones». Si queremos vincular creación literaria y psicoanálisis habremos de tomar el camino de los sueños.

En cierta ocasión le oí decir a un por entonces joven novelista que escribir es un proceso de hacer consciente lo inconsciente. Tal vez sea una manera de explicar por qué algunos escritores sostienen que son sus propios psicoanalistas. La soledad juega un papel importante en ese proceso: es imprescindible para abrirse a la imaginación, o para que la imaginación se abra paso en uno, para descender a la memoria a través de las palabras, para indagar en los símbolos y tantear una intuición hasta identificar un determinado recuerdo, recobrar un olor, darle sentido a la persistencia de un sabor o una melodía. Escribir es empezar a buscar una manera de expresar una idea, de darle forma, y acabar descubriéndose escondido en sus alrededores; es esa arqueología introspectiva de la que hablaba Freud, es desvelar, a menudo involuntariamente, por caminos que no apuntaban al hecho desvelado, lo que uno ignora de sí mismo.El poeta astur-leonés Antonio Gamoneda, en la huella del «no saber sabiendo» de San Juan de la Cruz, lo expresó de manera precisa: «Yo no sé lo que sé hasta que no me lo dicen mis propias y ya escritas palabras».

Y no, no tiene que tratarse de una búsqueda consciente de uno mismo: casi nunca lo es. Pero el material al que se acude para construir y dar solidez y veracidad a una ficción literaria está en uno mismo, allí donde se produce la asimilación de todo cuanto nuestros sentidos perciben, y donde, sin que seamos conscientes, conocimientos cercanos se mezclan con los más remotos recuerdos. Que los sueños nos convoquen a la fantasía y alimenten nuestro afán de crear historias o de conocerlas tal vez tenga que ver con la inclinación natural –y peligrosamente atractiva, también- de escudriñar en lo oculto.

Jorge Luis Borges

La explicación que prefiero de todas cuantas he leído acerca de la relación entre la literatura y los sueños es la que propuso María Zambrano en Los sueños y el tiempo. De entrada, la idea que Zambrano tiene de los sueños difiere de la de Freud en que, según nuestra autora, más importante que interpretar su contenido o el significado de sus imágenes es descifrar el comportamiento del sujeto privado de tiempo, las acciones que en tal estado le es imposible realizar. 

«El tiempo es la raíz de toda experiencia», asegura Zambrano, de ahí, tal vez, la necesidad que el hombre siente de rescatar su pasado, entendiendo por pasado «no lo que fue, sino lo que ya no es». En el caso de los sueños, como «cara en sombra de la vida», dice, se trataría de un caso de rescate de lo oculto o lo perdido. Pero, ¿cómo se entra en el sueño? Para empezar, María Zambrano nos dice que «dormir es regresar»: no existiría el soñar si la vida no fuese inicialmente sueño. Al entrar a diario en el estado de sueño, el ser humano «roza el abismo de su nacimiento», y multitud de sueños pueblan ese dormir, aunque más tarde sólo aparezcan en el recuerdo los que preceden al despertar, y aún algo de estos sueños más inmediatos se desvanece en seguida, se hunde a través de la conciencia en el recóndito lugar donde se originaron.

Al dormir, pues, caemos en un tiempo que sabemos que ha transcurrido pero que no cuenta para nosotros, pues es tiempo interrumpido, es ocultación. La psique (que es mucho más que nuestra mera conciencia, que es nuestra alma) «se hunde en la atemporalidad cuanto más herida está por algo», y se refugia allí, y «se convierte en puro sentir, y se entrega a su llanto, a su resentimiento, a su padecer cualquiera que éste sea»: son palabras de Zambrano, quien se pregunta también por el autor que engendra las historias de los sueños. Según la pensadora malagueña, los sueños son «el primer paso en el camino de la representación». Sin duda, los sueños se urden con elementos de la realidad, pero he aquí que interviene en su elaboración digamos argumental lo que María Zambrano llama la «psique novelera», la cual «novela a ciegas», confusamente, «por hambre y prisa» de inventar historias que demuestren lo que pasa y por qué pasa. 

De estas historias quedará al despertar no más que una resonancia, dice, la confusa sensación de que ha ocurrido algo, y de que hemos sufrido, pues sólo el sufrimiento ha sido real. Queda «la resonancia de la emoción». Los sueños no se incorporan al pasado, se desvanecen. Pero si son recordados, lo son en una forma simplificada, y poseen el carácter de una intromisión: aparecen ahí, se dejan ver quietos, algo esquemáticos y dispuestos a ser captados, efectivamente, como historia, dispuestos a ser ordenados; y, en cualquier caso, de una parte sustancial nunca recordaremos nada. Y he aquí una reflexión de María Zambrano que a mí me resulta particularmente interesante: en este punto, en la confluencia de lo que recordamos confusamente de nuestros sueños y lo que somos conscientes de haber olvidado, es donde aparece la necesidad primaria de crear historias, una necesidad irreprimible de representar ese sufrimiento que vagamente sabemos que hemos experimentado en sueños, pero para el cual no tenemos una clara explicación en la vigilia.

María Zambrano


La hipótesis de María Zambrano, mitad filosófica mitad poética, probablemente no sirva para dilucidar todas las manifestaciones literarias, pero esa idea de que la razón del porqué escribimos ficción pudiera residir en el deseo, en la necesidad incluso, de recuperar un sufrimiento que sospechamos, tan solo sospechamos, haber experimentado en sueños, de atraerlo a la realidad desde el mundo onírico para encontrarle sentido, me parece sumamente sugestiva por cuanto es un reflejo inverso de la necesidad casi terapéutica de sepultar en el olvido las razones de un sufrimiento real, y también porque María Zambrano parece insinuar, en cierto modo, que desde un punto de vista creativo es más fecundo el dolor que la felicidad. Que la historia de la literatura esté repleta de grandes desdichados, ¿no avala esta hipótesis? Acaso esa ineludible soledad del escritor y la interiorización a la que su trabajo le empuja no sean del todo ajenos a este hecho. Son dos soledades, una cerrada sobre la otra: la del espacio físico y la de un orden puramente mental. José Ángel Valente refutó que la poesía sea comunicación; antes al contrario, es, escribe, incomunicación, es «cosa para andar en lo oculto», «para adentrarnos en una habitación abandonada cuya puerta se puede cerrar desde dentro sin que nadie en el exterior sospeche que una puerta se disimula en el muro». Y lo que sirve para el poeta sirve, a su manera, para el novelista, del que Antonio Muñoz Molina dice que es «un califa que se aburre en el palacio gramatical del yo, y una voz que se disuelve en muchas voces y que se detiene a escucharlas todas para distinguir la única que es la suya».

Encerrados voluntariamente en el interior del verso que componemos o recorriendo los extensos salones de nuestra imaginación solitaria para adivinarnos en la identidad de los otros; escarbando figuradamente allí donde el resultado de nuestra observación se funde con lo que hemos vivido y se convierte poco a poco en lo que vamos siendo; mirándonos actuar desde una onírica platea en la que somos todos los espectadores y reconociéndonos a un tiempo en cada elemento del decorado y de la decoración, en las bambalinas y en los ornamentos de los palcos, en el atrezo sobre el escenario y también en el terciopelo de las butacas: somos, en cualquier caso, lo que escribimos, aunque escribamos sobre personas ajenas a nosotros, de la misma forma que antes somos lo que soñamos; somos, quizá, fragmentos de ese otro género literario no menos antiguo ni complejo ni peligroso que es la vida.

“Carmina Burana” según La Fura dels Baus

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El impudor sensorial y satírico de los poemas goliardescos filtrándose en libertinos latines por entre las tinieblas del medievo, la música a la vez solemne y faunesca de Carl Orff, la incontinencia escénica de La Fura dels Baus…, todo eso es este Carmina Burana que quiere salirse del escenario y a ratos llega a hacerlo (como baile de doncellas-luciérnaga por todo el teatro, como un arrebatado  barítono recorriendo los pasillos a pecho descubierto, como un perfume que se difunde sutilmente entre las butacas, como una soprano que una grúa eleva y gira y extiende hacia nosotros). 

Estamos más acostumbrados a ver el Carmina Burana interpretado por una orquesta que ocupa la totalidad del escenario y un coro situado al fondo. Esta disposición sinfónica nos permite disfrutar de la música, pero no dice mucho sobre el contenido de los cánticos (a menos que uno sepa latín). Cabe recordar aquí que los goliardos fueron clérigos vagabundos o estudiantes juglarescos con la bolsa vacía que en la Europa de los siglos XII y XIII iban de un lado a otro cantándoles a las gentes acerca de los goces terrenales. Frente al recogimiento litúrgico de los cantos gregorianos, los goliardescos proponían el disfrute sin medida de la juventud. El montaje ideado por La Fura escenifica con esa extravagante aparatosidad y esa imaginación desbordante propias de su concepto del espectáculo teatral lo que las voces elevan y los instrumentos sugieren. La orquesta está oculta en el interior de un gran cilindro de tul, blanco y translúcido, que hará las veces de caverna platónica, de tal modo que una exuberancia de alegorías en movimiento se proyectan en su pantalla convexa como si se tratara de imágenes de un sueño, estallan en ella y palpitan y bucean y cabalgan y se desnudan y besan y se perfilan la línea de un ojo enorme; a un lado y a otro, el Coro, iluminados cada uno de sus miembros individual y fantasmagóricamente. Y esa gran mente creativa del tul que contiene a la totalidad de la Orquesta Ciudad de Almería–también, naturalmente, a su director, Michael Thomas- se abre apenas lo suficiente para que de tanto en tanto de ella surjan doncellas que se bañan en una cascada de luz o criaturas acuáticas de sensuales formas femeninas o sátiros bañándose en un vino ensangrentado o brazos de siete leguas en cuyo extremo, allá en lo alto, se asa lentamente un cisne contratenor chamuscado por las brasas. 


A través de los 24 cantos medievales escogidos en 1936 por Orff para ponerles música, se nos ofrece, antes que nada, una severísima y aparatosa invocación a la Fortuna, variable como la luna, que es la pieza más conocida y sombría de la obra, y en la que laten unos impetuosos aires de aquelarre; llega después una exaltación de la primavera y de sus goces, un encomio de los deleites tabernarios, y de ciertos  juegos nada inocentes en el jardín, y de variadas travesuras amatorias. En el bosque placentero un coro de doncellas ofrece la felicidad, y la tibieza voluptuosa de la primavera apresura el corazón del hombre hacia el amor y derrama la miel del placer; en el reverdecido y noble bosque brota la añoranza por el amante y el deseo de bocas dulces de color rosado; sin cadenas que aten ni llaves que retengan -continúan diciendo los cantos-, la búsqueda de los iguales propicia el encuentro con la perversidad, con la depravación, con el olvido de la virtud, e irrumpe una larga sucesión de brindis, una por el tabernero, otra por los cautivos, otra por la vida, y por todos los cristianos, y esta por los mártires, y por los hermanos enfermos, y por los soldados en guerra, bien entrada ya la embriaguez inevitable y desatado el jolgorio, esta por los hermanos errantes, esta por los monjes disgregados, esta por los navegantes, esta por los desavenidos, esta, sshhh, esta por los penitentes, y esta por los viajeros… y después, con una música más atemperada, alzan el vuelo las voces delicadas y unánimes del coro infantil, el amor vuela por todos lados y es capturado por el deseo, entonan…

Todo cuanto veo y escucho me asombra y me cautiva, pero como padre mi interés principal está en ese coro infantil, en su aparición al llegar el canto número quince, vestidos de negro y con una luz espectral iluminándoles desde muy cerca las caras pintadas de blanco, Amor volat undique, / captus est libidine, recorriendo luego, despacio y en penumbra, el escenario de una punta a otra buscando con sus menudas luces los cuerpos de las doncellas dormidas; y luego otra vez hacia el final, en el canto veintidós, uno de los más agitados, Oh, oh, oh, / totus floreo, / iam amore virginali /totus ardeo… Y tras el Oh Fortuna final, el aliento hasta ese momento contenido de los espectadores se desborda en una apoteosis de aplausos.



La cantata escénica Carmina Burana, de Carl Orff, en versión teatral de La Fura dels Baus y con la Orquesta Ciudad de Almería y su Coro, fue representada en el Auditorio Maestro Padilla de Almería los días 14 y 15 de febrero. Las fotografías están hechas durante el ensayo general del jueves 13 (Fotos: JFH)

Anna Karenina, la tercera mujer

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Llegó al fin Anna Karenina al aposento de mi imaginación que siempre les estuvo reservado a ella, a Anita Ozores y a Emma Bovary, sobre todo desde que a mis veintitrés años quedara prendado de La Regenta, la excelsa novela de Leopoldo Alas, "Clarín". Otros tantos años permaneció a solas la de Vetusta en ese espacio tan íntimo, el tiempo que tardó en entrar en mi vida Emma, tan hermosas las dos sentadas una frente a la otra, la francesa, eso sí, con la sombra de su terrible agonía cruzándole de tanto en tanto los ojos y removiendo con la lengua el espeso gusto a tinta del arsénico que no recuerda haber comido a puñados. Han estado calladas, mirándose de hito en hito, y eso que, aunque sus épocas estuvieran separadas cerca de treinta años, conocen, de algún modo, sus historias: cosas de mi imaginación. Ahora observan a Anna Karenina, recién llegada, que luce una distinción en el vestir más espléndida que la suya, como corresponde a una mujer de la alta sociedad petersburguesa. Anita Ozores ocupó también una elevada posición social, pero en una pequeña ciudad de provincias española, nada comparable, y la heroína de Flaubert fue, para su vergüenza, nada más que la esposa de un médico rural. La joven dama rusa es muy bella también, y lo que asoma a veces a sus ojos es el breve estupor horrorizado ante su última e irreparable decisión: en el silencio de este aposento de mi cabeza puede escucharse un eco lejano de vagones desplazándose, de pesado rodar sobre raíles, de hierros. Saben, sí, las unas de las otras, pero no de su propio final: saben que Emma se envenenó, que Anna se arrojó al tren, que esa nauseabunda sensación que tiene Anita Ozores de haber sido rozada en la boca por el vientre viscoso y frío de un sapo es el tacto de un beso dejado en sus labios por un acólito durante un desvanecimiento en la catedral de Vetusta. Comparten mucho más que el haber sido adúlteras en el siglo XIX: comparten sobre todo la valentía de haberlo sido, la necesidad de experimentar verdadero amor y la certeza de que sus maridos no las prestaban la atención que merece una mujer. Compartieron el secreto estremecimiento del deseo, la lucha interior para resistirse a él, la negativa primera y la gozosa rendición; comparten una forma egoísta de rebeldía, pero rebeldía al fin y al cabo, y el placer de la lectura, ideas románticas, el hastío, el vaivén de los carruajes tirados por caballos, un palco en un teatro, un baile, el haber sido objeto del desprecio hipócrita de sus sociedades, el olor a incienso prendido en el encaje de sus pecados: no se entienden las tribulaciones de La Regenta sin la catedral y la comezón del canónigo magistral; Emma se entrega a uno de sus amantes a la salida de la catedral de Ruán; el ambicioso Alekséi Karenin, tras ser abandonado por Anna, se entrega a un misticismo mitad religioso mitad esotérico que acaba por decidirle a negarle el divorcio a su esposa. Comparten las tres ser el centro de una pluralidad extraordinaria de personajes literarios y darle su nombre al título de las novelas en que cobraron vida, aunque no los nombres que les eran propios, sino el de sus maridos: Bovary, Karenin, incluso la española, que por tradición no pierde el apellido al casarse, da nombre al libro de acuerdo con el apelativo que le venía a través del cargo que tuvo su marido, Regente de la Audiencia de Vetusta. Pero entre tantas cosas como comparten, ni Anita Ozores ni Emma Bovary entienden la actitud de Anna Karenina; ellas, que fueron engañadas por sus respectivos amantes, saben que el de la rusa, el conde Vronski, la amó verdaderamente y hasta el final, que renunció a su carrera militar por ella, que llegó a pegarse un tiro cuando creyó haberla perdido, que nada hubiera deseado tanto como casarse con Anna y dar su apellido a los hijos de ambos, a la que tuvieron y ella nunca quiso de verdad y a los otros que Vrosnki hubiera deseado tener. Ana Ozores, cuya virtud era una superstición en Vetusta, cayó en las redes de un Tenorio de casino; Emma se entregó por completo a sus dos amantes para saciar no sólo sus apetitos, sino también los de ellos, y se endeudó con los engaños de un comerciante sin escrúpulos, y lo perdió todo, y no encontró ayuda en ninguno de los dos; ¿pero Anna Arkadevna? Bien es cierto que cuando renuncias a tu hijo por un hombre ese hombre jamás estará a la altura de tu sacrificio, pero dejarse ofuscar tan desmedidamente por los celos, ahogar sus sentimienbtos con un amor cada vez más apasionado y egoísta, matarse por ira, por deseo de venganza, por repugnancia, para castigarlo, sí, y salir victoriosa; pensar de antemano y con placer que con su muerte él se atormentaría, se arrepentiría y veneraría su memoria cuando ya fuera demasiado tarde; matarse así, de esa manera tan enloquecida…. Y sin embargo, Ana Ozores y Emma Bovary saben que las páginas de la gran novela de Tolstói apuntan a ese tren: en los juegos de los niños, en los primeros encuentros de los amantes futuros, en la nieve que revolotea en las estaciones y golpea las ventanillas, en la muerte de un guardavías que tan inoportunamente le viene a Anna a la cabeza en lo peor de su enajenamiento, en ese sueño recurrente y compartido en cierta ocasión con Vronski -¡qué gran momento literario!- donde un viejo de barba enmarañada hace algo inclinado sobre unos hierros y pronuncia unas palabras en francés… Y callan las tres, juntas ya en mi imaginación, leídas y conocidas y amadas al fin, pues saben que también las mujeres desdichadas lo son cada una a su modo, aunque durante el breve, intenso e irrenunciable instante de felicidad que le arrebatan al destino se parecieran tanto unas a otras.

Fotografía: Vivien Leigh como Anna Karenina (Julien Duvivier, 1948)

Hambre de lectura

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Sucede que acabada Anna Karenina sentí de golpe una desmedida necesidad de más lectura, como si los libros así de monumentales no sólo no saciaran nuestro apetito a la manera de un gran banquete, sino que, por el contrario, lo abrieran. En lugar de pasar inmediatamente a otro libro, mi voracidad me arrojó a las páginas de varios libros a un mismo tiempo, igual que si tomara a puñados comida de varios platos. Así comenzó febrero: retomé Amistad de juventud, de Alice Munro, en el relato en que lo había dejado para viajar a la Rusia de Tolstói; recuperé mi viejo ejemplar del Lugar siniestro este mundo, caballeros en memoria de su autor, Félix Grande, para leer alguno de sus cuentos veintitantos años después de que entraran a formar parte de la materia de que está compuesta mi pasión por la literatura; me interné en El mar de John Banville, en el que tanto me apetecía bracear desde que mi amigo Paco Ortiz me insistiera en que su prosa iba a sorprenderme muy gratamente; recorrí las primeras líneas de un libro que había llegado a mis manos en Navidad y que amenazaba con conmoverme hasta la misma raíz de mi capacidad para sentir en mí el dolor experimentado por otros, Diálogo con la muerte (Un testamento español), de Arthur Koestler; y en esta pura orgía de prosa vuelta hacia el pasado quise permanecer en contacto también con el presente releyendo a ratos un libro de poesía que me gustó mucho hace algo más de dos años, Palabras efímeras, de José Luis Martínez Clarés: un poema tiene la virtud de no darse nunca por entero, de multiplicar sus significados con cada lectura, de nacer siempre ante nuestros ojos como recién escrito, como escrito en ese preciso instante en que al leerlo de nuevo, o por primera vez, al detenernos de pronto, con admiración, en un verso concreto, no hacemos sino intuir la hondura de sus secretos. «En los espejos de la memoria / van muriendo todas las variantes de la inocencia», dice Martínez Clarés en un excelente poema en cuyos versos queremos ver reflejados los ojos resplandecientes de la señorita Kubelik; y en cierta manera de eso tratan todos los demás libros que pretendía a devorar a la vez: de asomarse al ayer de diferentes maneras. 

Tuve que poner orden en mis lecturas cuando los  personajes de unos libros aparecían en otros: al fin y al cabo, el relato de Alice Munro por el que recomencé su libro, “Agárrame fuerte, no me sueltes”, parecía tener extrañas conexiones con la novela de Banville: una mujer (Hazel) y un hombre (Max) emprenden un viaje hacia un lugar del pasado, en el primer caso del pasado de su marido muerto, en el segundo de su propio y lejano pasado, pero con el dolor más cercano de una viudez reciente. Decidí dedicarme primero a El mar, cuyo estilo, en efecto, me sedujo poderosamente, y acabado éste -y sin dejar de administrarme todos los días al menos un poema de efecto en absoluto efímero- comencé disciplinadamente la lectura del libro de Koestler…

Pero eso es ya otra historia.


Diálogo con la muerte (Un testamento español), de Arthur Koestler

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Arthur Koestlter a bordo del Graf Zeppelin durante 
su histórico viaje al Polo Norte en 1931
Arthur Koestler perteneció a la estirpe, ya desaparecida, de los escritores aventureros. Nació en Budapest en 1905 y murió en 1983 como ciudadano británico, y fue tal su participación en los principales acontecimientos de su tiempo que, con la excepción del derrumbe de la Unión Soviética, al que no llegó a asistir, el siglo XX podría explicarse a través de su biografía. De ahí que Antonio Muñoz Molina haya llegado a definirle como «un Forrest Gump del compromiso político». 

Una existencia tan voluntariamente expuesta a los torbellinos de la historia tenía que cruzarse con la guerra civil española: Koestler viajó a España en tres ocasiones durante los seis meses siguientes a la sublevación militar, formalmente como corresponsal extranjero, pero también, como él mismo contó años más tarde, en su condición de activista internacional en defensa del Gobierno de la República. Puesto que a sus 32 años era ya un notable reportero con mucho mundo recorrido, no le fue difícil advertir las particularidades de nuestra contienda: «Hay una buena dosis de fatalismo oriental en la manera española de conducir una guerra, en ambos lados; es por eso que la guerra parece, a la vez y al mismo tiempo, tan abandonada al azar, tan cruel e incoherente. Otras guerras consisten en una sucesión de batallas; ésta en una sucesión de tragedias».

El tercero de esos viajes tuvo lugar en enero de 1937, acreditado por el periódico londinense News Chronicle. Llegó a Málaga en los días previos a la ocupación de la ciudad por parte de las tropas franquistas. En sus misiones anteriores había podido contarle al mundo que, en efecto, la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini apoyaban a los militares españoles rebeldes, es decir, que era cierto el hermanamiento fascista; ahora pretendía ser testigo de la cruel represión a la que Franco sometía a las poblaciones tomadas al asalto. En Málaga pudo comprobar la negligencia española en su aspecto más desesperante: la supuesta defensa de una ciudad estratégicamente importante para el curso de una guerra. No hubo, en realidad, una actitud que mereciera ser llamada defensa. Con las autoridades civiles republicanas huidas a Valencia y las militares entregadas a la fatalidad de la derrota, la ciudad parece abandonada a su suerte y el pánico se apodera de las calles. Tras los intensos -y a todas luces abusivos- bombardeos a los que ha sido sometida, Málaga es «una verdadera Pompeya». El 6 de febrero se produce el éxodo de malagueños hacia el este de Andalucía por la carretera que bordea la costa; es el comienzo de la desbandá, uno de los episodios más atroces de la guerra: aquel río desordenado de decenas de miles de personas hambrientas y desesperadas, mujeres, niños y ancianos en su mayoría, que «fluye y fluye, y se alimenta sin cesar de los arroyos del miedo», será constante e implacablemente bombardeado desde el mar y desde el aire durante los doscientos veinte kilómetros que separan a aquellas pobres gentes de la ciudad de Almería, a cuyas calles llegan varios días después como una turba de refugiados.

Arthur Koestler fue detenido y encarcelado en Málaga un día después de que las tropas italianas entraran con aire marcial en la ciudad, y posteriormente le trasladaron a la prisión de Sevilla. Durante los siguientes tres meses conoció la proximidad de la muerte, la que le aguardaba a él y la que iba diezmando noche tras noche la población reclusa. Condenados todos, invariablemente, a la pena máxima, cada noche oía desde su jergón cómo los carceleros iban desocupando las celdas, oía la voz somnolienta y rota de los hombres que iban a ser fusilados en apenas unos minutos, sus pasos pesarosos alejándose por los pasillos, la odiosa campanilla del cura que los precedía como heraldo de muerte. Koestler afirmó no temerle a la muerte, sino al acto de morir; también, al comienzo de su cautiverio, a la tortura, de ahí que estudiase diversas posibilidades de quitarse la vida. No lo hizo, finalmente –no entonces, al menos-, y pudo describir su terrible experiencia en un libro titulado Un testamento español,  publicado a finales de aquel mismo año de 1937; en 1966 lo corrigió ampliamente y volvió a publicarlo, ahora con el título Diálogo con la muerte. Aunque es uno de los testimonios literarios más importantes sobre nuestra guerra civil, en España no apareció hasta el año 2004, en la editorial Amaranto.

Dice Koestler que «En el mundo exterior (…) se lucha por hacer carrera, por el prestigio, por el poder, las mujeres. Para un prisionero, esas cosas son combates heroicos de semidioses del Olimpo. Aquí, entre los muros de la cárcel, se lucha por un cigarrillo, por el permiso de salir al patio, por poseer un lápiz. Es una lucha por cosas mínimas y sin valor, pero es una lucha por la supervivencia como cualquier otra». Pocas veces el lector siente tan cerca, tan vivamente, la angustia de haber sido privado de libertad, la cercanía insoportable de la muerte, la fría arbitrariedad de los vencedores a la hora de represaliar a los vencidos. La experiencia española marcó de por vida a Arthur Koestler, aunque a decir verdad aún habría de prolongar su intermitente diálogo con la muerte otros 46 años, hasta su suicidio seis años antes de la caída del Muro de Berlín. 

Lo que convierte Diálogo con la muerte (Un testamento español) en un libro tan desasosegante no es sólo saber que no se trata de ficción, sino esa perturbadora certeza de que en el mismo instante en que leemos el libro, da igual cuándo sea, en qué año, a qué hora del día, hay un hombre o una mujer en algún lugar del mundo que está sufriendo ese mismo horror, el cautiverio, la tortura, la proximidad de la muerte, la ejecución sin miramientos. Ahora mismo, mientras escribo esto, y más tarde, siempre.

A. Koestler

Charlot

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A Dog's Life, 1918

Pobre galería de perdedores cinematográficos sería ésta que adorna las paredes del Loser si entre ellos no ocupara un lugar de honor ese personaje ya centenario llamado Charlot, el primer y más duradero mito del cine, icono por excelencia de un arte que él contribuyó a dar forma. Son tan variadas las circunstancias en que nos lo encontramos a lo largo de los años y las películas que podríamos hablar, más que de personaje, de un carácter asociado a una indumentaria, aquel famoso disfraz improvisado por Charles Chaplin un día de enero de 1914: unos pantalones viejos y demasiados anchos contrastando con la estrechez del chaqué, muy usado también, chaleco, corbata, camisa de manga corta y cuello postizo, un bigotito que es casi la sombra de la nariz sobre el labio superior, un bombín algo pequeño, unos enormes zapatones destrozados de tanto recorrer los polvorientos caminos y un flexible bastón de bambú con el que apoyar cierto aire de caballero empobrecido, de poeta sin suerte. Hay en él, en efecto, un atildamiento marchito, una menesterosa respetabilidad, pero también unos extraños andares de pies completamente abiertos; hay ingenuidad y picardía, integridad y burla, valor y cobardía, la asombrosa agilidad de un saltimbanqui y la torpeza de quien está siempre entre la ensoñación, la desgana y la farsa, un hombre pequeño que evita las peleas siempre que puede, pero que conoce esas marrullerías propias de la calle, la patada en el trasero, el ladrillazo, la herradura en el guante de boxeo; un desventurado solitario que sobrevive en los márgenes de la sociedad pero que no ha perdido esa inclinación natural a enamorarse de todas las jóvenes atractivas que se cruzan en su vida, tímido galanteador que ha de vérselas demasiadas veces con la humillación a que es sometido por su condición de pobre.

The Inmigrant, 1917

Pero también podríamos aceptar que, en efecto, es un solo personaje, y que su historia puede ser reconstruida ordenando de otra manera lo que Charles Chaplin nos fue contando de él a lo largo de los años; imaginar que hay una cronología trastocada en sus películas. Charlot –ese Tramp original, ese vagabundo-, entró en la historia del cine como un falso espontáneo empeñado en ponerse ante el objetivo de un camarógrafo en una carrera de coches infantiles (Kid Auto Races at Venice, 1914), y salió caminando hacia un horizonte desconocido en compañía de Paulette Goddard en la escena final de Tiempos modernos, de 1936. En esos veintidós años de vagabundeo y silencio, a Charlot le ocurrieron infinidad de cosas, y no tenemos por qué aceptar que nos fueron relatadas cronológicamente: así por ejemplo sabemos que el personaje llegó a los Estados Unidos como inmigrante, y que la puerta de entrada a esa tierra de promisión y libertad fue Nueva York, sin duda la Isla de Ellis. En los siguientes años alternó pequeños trabajos, en los que generalmente el patrón de turno tendía a oprimirlo, con periodos de desempleo, en los cuales trataba de que su miseria pareciese lo más decorosa posible. Aspirante a actor con poca fortuna, bailarín alegre, camarero, tramoyista, boxeador, empleado de la limpieza en un banco, dependiente en una tienda de empeños. Vivió en casas muy humildes -ocasionalmente pudimos verle llegando ebrio a alguna vivienda de más fuste, eso sí-, conoció el hambre y la cárcel, aunque sin duda sus delitos fueron siempre menores y en relación con la comida; recelaba de la policía, y perseguido por un agente entró en un circo que estaba en plena función: acabó trabajando brevemente bajo la carpa y se enamoró de la hija del director. Viajó a Alaska para buscar oro y allí estuvo a punto de ser devorado por su compañero de cabaña tras pasar días y días sin comer otra cosa que una de sus botas. Las películas de Charles Chaplin tienen sus propias fechas, claro, lo que trato de hacer aquí es reconstruir una posible biografía de su criatura de ficción: tal vez fue después y no antes cuando encontró un bebé en un callejón, lo crió durante cinco o seis años, le enseñó algunas truhanerías y al fin hubo de aceptar que regresara con la madre que le abandonó al nacer. Difícil saber también cuándo exactamente conoció a aquella florista ciega a la que, a cambio de pasar una temporada a la sombra, consiguió darle el dinero suficiente para pagarse la operación que le devolvió la vista. Fue el mejor amigo de un perro callejero, durmió al raso muchas noches, fumaba restos de cigarrillos y puros que encontraba, comía poco pero con excelentes modales, amó sin descanso, fue violinista ambulante, recluta en la I Guerra Mundial, héroe en sueños, engranaje de una fábrica, sospechoso de ser un líder comunista.

The Kid, 1921

He leído que los escritores de la Generación del 98 sintieron «veneración» por Chaplin y Buster Keaton. Don Pío Baroja escribió que hasta Charlot, «un clown genial», llegaba el recuerdo lejano de los bufones de Shakespeare y Dickens. La del 27 estuvo muy dividida entre los partidarios de Charlie Chaplin y los de Keaton. Cuenta Roman Gubern que García Lorca escribió un poema sobre Charlot que nunca se atrevió a publicar por temor al rechazo de Buñuel y Dalí, que despreciaban al cómico inglés por sentimental. En los años setenta –tampoco hace tanto, caray- la televisión aprovechaba los desajustes de programación para poner un espacio llamado Cine cómico, compuesto por cortometrajes de Charlot. Yo crecí, pues, con las aventuras de aquel maestro absoluto de la pantomima. Por entonces, todas las listas de las mejores películas de la historia todavía incluían La quimera del oro, de 1925, entre las tres primeras. Quienes ya desde niños teníamos más inclinación por la artes y las letras que por los deportes sentimos que abandonamos realmente la infancia cuando pasamos de decir Charlot a decir Chaplin, como una especie de puesta de largo en la cinefilia. Admirábamos ya al cineasta, no al payaso. Hoy en Chaplin veo sobre todo al cómico genial comprometido con los débiles y revelado contra los poderosos, los moralistas, los conservadores,  los opresores: y es que no ha vuelto a hacerse un cine más social que el protagonizado por aquel perdedor llamado Charlot.


P.D. ¿Dónde está Chaplin, la película de 1992 dirigida por Richard Attenborough y protagonizada con gran brillantez por Robert Downey Jr.?

Centenario Cortázar I: Papeles inesperados

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Ocurre que uno arranca un día una página del periódico cui-da-do-sa-men-te y la dobla por la mitad y la archiva en una carpeta donde se acumulan ya otras informaciones relacionadas entre sí y poco después abre esa carpeta y resulta que ese poco después es en realidad toda una década, así como quien no quiere la cosa, como quien realmente no quiere la cosa: diez años desde que se celebró el llamado Año Cortázar para conmemorar el vigésimo aniversario de la muerte en París del autor de Rayuela y de tantos otros juegos literarios de inextinguible aliento, con homenajes en España, México y Argentina, con edición de obras completas, aparición de biografías, festivales de jazz, teatro, cine, con coloquios y encuentros y foros y mesas redondas y maratones de lectura. Y puede que desdoblar y leer una noticia guardada por nosotros nos sugiera eso, la idea de que el tiempo vuela y huye y parece que fue ayer, pero apenas piensa uno un poco se da cuenta de todo lo que cabe en esa aparente fugacidad, por ejemplo la ausencia definitiva de algunos de quienes intervinieron en cualquiera de los actos de aquella conmemoración: Carlos Fuentes, Saúl Yurkiévich, José Saramago, Félix Grande.

Pues bien, 2014 es también el año Cortázar, no sé si oficialmente o no, desde luego no es poca cosa celebrar -esta vez sí: celebrar- el centenario de su accidental nacimiento en Bruselas, ocurrido apenas veinte días después de que las tropas del Káiser invadieran Bélgica. Hace diez años dijo Tomás Eloy Martínez que, a punto de cumplir noventa, Julio Cortázar seguía siendo «un adolescente que, como los dioses, está destinado a no morir». Allá donde esté, el Gran Cronopio alcanzará en agosto la nada desdeñable edad de cien años, y aunque tengo para mí que la suya es otra forma de inmortalidad, bien podría decirse que de seguir así sí llegará, después de todo, a toparse en la primera página de los diarios con aquella noticia de noticias que su personaje Horacio Oliveira tanto lamentaba no llegar a leer antes de morir: "¡Se cayó la Torre de Pisa!". Claro que tanto está torciéndose el mundo sobre el que está inclinada que no es improbable que nosotros mismos lleguemos a ver fotografías de la catástrofe.

No soy ni mucho menos el único lector que considera a Julio Cortázar como su escritor favorito, su maestro, su cómplice lejano y necesario en la perpetración de sus propios textos, y como tal lector apasionado he dado comienzo a mi particular homenaje en este centenario. Prácticamente todo acercamiento a su obra habrá de ser por mi parte relectura, regreso, reencuentro, reconocimiento, pero para empezar avanzo estos días, hechizado, por lo inexplorado. También el tiempo ha pasado volando desde aquel día del año 2009 en que en lugar de lanzarme ansioso sobre el libro Papeles inesperados, recién publicado, una recopilación de textos cortazarianos inéditos o inencontrables, lo hojeé sin más y decidí dejarlo para más tarde. Burla burlando, ese más tarde se ha convertido en cinco años; buenos son, en cualquier caso, si el libro llega al fin a mis manos como regalo para una ocasión tan especial como es la de su imaginario centésimo cumpleaños.

Y entre los primeros tesoros, una primera versión de un cuento bien conocido, "Relato con fondo de agua", que permite analizar la notoria maduración de un estilo narrativo absolutamente singular (fechado en 1941, apenas coincide con la versión definitiva, aparecida en 1964, más que en el título, el argumento, la voz narrativa, un nombre, el sueño premonitorio, el río que chapotea en los cañaverales y arrastra a un ahogado, la luna empalideciendo los rostros, algunas frases más o menos literales en los últimos párrafos...). Otro cuento que leí ya en El País, en 2007, “Ciao Verona”, sólo ahora, ordenado en un libro, adquiere pleno significado para mí: en todo relato del escritor argentino el lector atento advierte puertas cerradas, o hendiduras en las paredes de la historia narrada que parecen sugerir aberturas a otra cosa; el propio Cortázar, como señaló Carles Álvarez Garriga, habló de esas sombras que en una fotografía –y quien dice una fotografía dice un cuento- hacen pensar en alguien o algo que no está dentro del encuadre pero que juega algún papel en la escena: “Ciao Verona” es eso con respecto a "Las caras de la medalla", uno de los cuentos de Cortázar que más me han gustado desde siempre, y es también un pasadizo a partir de una puerta desvelada que conduce a otra mujer y otra sexualidad, la razón de que toda intimidad física entre Mireille y Javier estuviera condenada al desencuentro de la cara y la cruz, el anverso y reverso de un plural narrativo.

Y sigo leyendo estos papeles inesperados que un día de no hace muchos años Aurora Bernárdez, primera mujer y albacea de Cortázar, consintió hacer públicos.



Todos los diluvios el Diluvio

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El estreno del agitadísimo y oscuro Noéde Rusell Crowe, que confieso esperar desde hace meses más por razones de puro entretenimiento que de cinefilia o religiosidad, coincide en el tiempo con la publicación del último informe del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), que naturalmente establece unas previsiones para el futuro inmediato de nuestro planeta más pavorosas de las que ya reflejaba el anterior. La relación entre una y otra cosa no está tan cogida por los pelos como podría parecer a simple vista, pues todo aquel que decida empezar a estudiar a fondo el fenómeno del cambio climático –yo lo hice hace unos años- antes o después tendrá que pasar por la geología, obviamente, es decir, por la historia de la Tierra, por la escala geológica, las eras, los períodos, las épocas, miles de años, millones de años, miles de millones de años, pero también, antes o después, acabará tropezando con el Diluvio Universal, no con un diluvio propiamente dicho, claro está, no con una lluvia de cuarenta días y cuarenta noches, pero sí con una hecatombe climática provocada, tal vez, por el deshielo de Norteamérica.

Es una de las teorías: un gigantesco lago, originado por ese monumental deshielo posterior a la última glaciación, pudo verterse repentinamente al Atlántico, los océanos crecieron, el agua salada del mar Egeo invadió el mar Negro a través del estrecho del Bósforo, inundando casi repentinamente más de ciento cincuenta mil kilómetros cuadrados de costa. Allí se produjo en el año 2000 uno de esos hallazgos que dejan sin respiración a sus descubridores y que devuelven la Historia al punto en que se encontraba antes de ser reescrita, pero que pasan desapercibidos para la gente: una expedición patrocinada por National Geographic y dirigida por el científico Robert Ballard encontró, cerca de la costa turca y a una profundidad de unos noventa y cinco metros, los restos de una antiquísima ciudad tragada por las aguas. Una ciudad, dicen, de hace siete mil años, hundida en un lugar no demasiado alejado del monte Ararat. Siete mil años. Al menos siete mil años, a decir verdad. Gentes que fueron tragadas por las aguas como mínimo mil quinientos años antes de la invención de la rueda, dos mil antes de que se inventara la escritura cuneiforme. Una civilización más antigua que la sumeria, que la babilónica, que la asiria. Los investigadores afirmaron que esa ciudad sumergida le proporciona base científica a la historia de Noé.

Y es una historia, ésta del viejo Noé, que pertenece a nuestra cultura, a nuestra tradición, que se fueron contando unas o otras, sucesivamente, generaciones y generaciones de antepasados antes de que se convirtiera en uno de los primeros relatos de la Biblia, pero una historia que está también en el núcleo primigenio de otras culturas, desde luego en todas las civilizaciones de la creciente fértil, con nombres diferentes, diferentes dioses iracundos, diferentes héroes supervivientes: está en la mitología griega, en la escandinava, en África, en la Patagonia, como mito ancestral de los navajos, en América del Norte, y también en Irlanda, en China, en Siberia, en Japón: Zeus, Ymir, Olokum, Viracocha, dioses que castigaron con diluvios o con maremotos a los hombres, pero que avisaron antes a una pareja o a una sola tribu, según. Si los relatos pudieran tener consistencia física más allá de su representación escrita, éste sería el fósil más antiguo de un mito, y se hubiera encontrado repartido por todo el mundo, enterrado en lo más profundo de la memoria prehistórica de los hombres. No es un relato adaptado por cada uno de esos pueblos, pues cada uno de ellos era en sí mismo el único mundo que entonces existía; en realidad, son muchas leyendas nacidas en civilizaciones que no tuvieron contacto alguno entre sí y que sin embargo conocían una misma historia. Y no es una historia sobre cómo empezó todo para el hombre, sino sobre cómo volvió a empezar todo. Hasta ese momento hubo una Historia, con mayúscula, de la que conocemos, en su forma mítica, digamos bíblica, muy poco, apenas nada, apenas una creación, una primera pareja humana, un primer castigo divino, una primera prole, la enumeración de unos descendientes, la existencia de gigantes. Nada más. Y entonces se produjo la destrucción de todo. Y vuelta empezar.

 Miquel Barceló. El diluvio (Le Déluge), 1990. Mueso Guggenheim de Bilbao

Esta noche, gran velada: Krupa vs. Rich

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El pequeño escenario de ese imaginario local que es el Loser ha conocido ya alguna que otra velada musical, pero nunca hasta hoy –que se sepa- un combate como el que se anuncia en los carteles:
 

Digamos que dos míticos bateristas de jazz, Gene Krupa y Buddy Rich reproducen en este blog-bar cierto duelo vertiginoso a baquetas, bombo, redoblante, tom-tom y platillos que tuvo lugar en 1966 en un programa de la televisión americana, el show de Sammy Davis Jr. en la NBC. Fue el 25 de febrero de aquel año y es también ahora mismo: la imaginación no conoce límites. Eso sí, quien esto escribe no es del todo imparcial: está con Krupa, desde jovencito, desde que le contaron que el tipo era capaz de tocar la batería en una caja de cerillas usando dos fósforos a modo de baquetas. Y era cierto, ahí está la película Bola de fuego, de Hawks, 1941. Sin desmerecer a Buddy Rich, sublime también, Gene Krupa fue tal vez el más grande, el que primero grabó un solo extensivo de batería, esos gloriosos interludios con ecos africanos en el tema Sing, Sing, Sing que interpretaba la banda de Benny Goodman y que en 1938 arrancaron los más encendidos aplausos en el legendario concierto del Carnegie Hall, para celos y disgusto, dicen, del célebre clarinetista.

Tengo para mí que la batería es el instrumento que más atrae al común de los niños. Cuando hace dos años viví a través de mi hija el proceso de elección de instrumento por parte de los nuevos alumnos del conservatorio, la percusión fue de las primeras secciones en cubrir las plazas que ofrecía. Y no he olvidado otro duelo al que asistí en el colegio cuando a mis diez u once años: en el gran aula de música que entonces tenían los Maristas de Palencia contendieron en ritmo y redobles uno de mis compañeros, que creo recordar era integrante de la banda de una cofradía de Semana Santa, y el profesor.

Las luces de este blog-bar se atenúan, el caracoleo del humo aquí nunca proscrito se hace más visible en la proximidad de los focos del escenario, que es también túnel del tiempo: jazz de traje y corbata para una sesión salvaje, endiabladamente divertida, mezcla de travesura infantil y de virtuosismo. Y entre un duelista y otro, el menudo Sammy Davis como padrino de ambos, el tipo más liviano y con mayor sentido del ritmo que haya calzado jamás unos zapatos de baile.


Murió Gabo

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"Florentino Ariza vivió mucho tiempo en el engaño de ser el único, y ella se complacía en que lo creyera, hasta que tuvo la mala suerte de hablar dormida. Poco a poco, oyéndola dormir, él fue recomponiendo a pedazos la carta de navegación de sus sueños, y se metió por entre las islas numerosas de su vida secreta. Así se enteró de que ella no pretendía casarse con él. Pero se sentía ligada a su vida por la gratitud inmensa de que la hubiera pervertido. Muchas veces se lo dijo:
-Te adoro porque me volviste puta."


(El amor en los tiempos del cólera)

“Murió Gabo, camarada.” Es Miguel, al teléfono. Son las once y media y yo estoy como sedado en la hogareña proximidad de la media noche, de modo que apenas voy más allá de unas torpes palabras que sean capaces de expresar la sorpresa sin sorpresa que me produce esta muerte. Al poco de colgar, sin embargo, se me va ensanchando en el pensamiento el hueco enorme que su pérdida supone para la historia de la literatura, y por ese hueco empieza a circular una corriente de aire frío que me despeja por completo. Unos minutos después Miguel y yo estamos de nuevo al teléfono, improvisando una cita, y no mucho más tarde estoy conduciendo, sorprendido al girar una esquina por la extraña inmensidad de la luna. Llego al balneario, un abrazo, dos cubatas de ron cola, un brindis. Cómo dejar pasar sin más una cosa como ésta.

Ahora son las tres de la mañana y de nuevo en casa pienso en uno de los recuerdos más arraigados de mi vida de lector: el olor de mi ejemplar recién comprado de Cien años de soledad, la blancura de sus páginas, el tipo de letra en que estaba impreso. Un libro de Austral, amarillo, con estudio introductorio de Joaquín Marco. Está editado a finales del 82, y debí de comprarlo en el 83 o tal vez el 84. A mis diecisiete años ya era un lector voraz, aunque de un tipo de literatura muy distinto, y el deslumbramiento que me produjo aquella novela fue, en cierto modo, una forma de perversión, una perversión de la que nace la gratitud inmensa que me liga a García Márquez, a aquella manera extraordinaria de narrar una historia, y que básicamente se explica a través de la tiránica exigencia que empecé a aplicar a todo lo que leía. A Gabo le adoro porque me volvió hacia lo que he sido. Algún tiempo después regresé a Cien años de soledad–un poco para saber si podía disputarle en mi corazón el lugar privilegiado que había conquistado El amor en los tiempos del cólera-, y la magia inefable que contiene la historia de los Buendía obró de nuevo el prodigio del deslumbramiento. No recuerdo si el ejemplar de Austral tenía ya entonces las páginas amarillentas y el lomo curvado, ni si olía como huele ahora mismo, cuando he metido la nariz entre sus páginas: a papel viejo; se trata del mismo olor venerable que desprende el interior de El otoño del patriarca y de Crónica de una muerte anunciada, y es que una buena parte de sus libros fueron  comprados, con mi exigua paga de adolescente, cuando mi biblioteca cabía aún en una sola estantería. 

Metido en harina de Cortázar desde hace semanas me veo de golpe trastabillando torpemente en este obituario de urgencia de quien es sin duda el otro titán literatura latinoamericana. Sin Gabriel no hubiera llegado a Julio y sin Julio yo no hubiera sido el mismo Juan.

Centenario Cortázar II: París por el lado de arriba

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Foto: Antonio Gálvez

En una entrevista en francés, incluida años más tarde en un documental biográfico dirigido por Tristan Bauer, Julio Cortázar aseguraba que “caminar por París significa avanzar hacia mí”, de ahí que calificara la ciudad como “mítica”. No era algo que pudiera explicar con palabras: avanzaba como perdido, decía, distraído con los afiches, los letreros de los bares, la gente que pasaba, lo que acababa derivando en un estado que le permitía establecer permanentemente relaciones entre todo eso, descubrir un sistema de constelaciones mentales y sentimentales que determinaban un lenguaje más allá de las palabras. Esto no le impidió, sin embargo, darnos a conocer a través de sus libros un París íntimamente ligado a su figura alta y callejeante, el París que comparte con sus personajes, donde experiencia vital y ficción literaria están tan entretejidas.

Hace cinco años estuvimos muy cerca de viajar a la ciudad del Sena. La idea era llevar a nuestra hija al megaparquetemático que allí se ubica entre montañas de algodón de azúcar y polvo de hadas y divididadividu. A la diversión de la niña, siempre merecida, le añadiríamos otros tres días conociendo las calles París, y a tal efecto confeccioné un posible itinerario cortazariano. Al final decidimos que ella era demasiado pequeña aún, y que no iba a disfrutar plenamente ni de una cosa ni de la otra y a saber cuándo volveríamos a París. De modo que aplazamos el viaje, y aplazado sigue. Hace unos días supe que el Instituto Cervantes de París ha diseñado dos rutas por la ciudad vinculadas a Cortázar, la ruta temática Rayuela, desde 2013, un recorrido por los principales lugares que se citan en la novela, y la ruta Julio Cortázar, ésta desde el pasado mes de marzo. Lo confieso: sentí esa decepción que acompaña siempre al descubrimiento en uno mismo de toda falta de originalidad. No obstante, y siendo digna de todo elogio la iniciativa del Cervantes, yo nunca renunciaré a seguir mi propio itinerario desordenado y un poco a ciegas, porque, en fin, uno podría pensar que la gente que acepta las rutas programadas por otros es la misma que se da citas precisas, que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.  

"Sea realista, pida lo imposible". Huellas del Mayo del 68.


Me basta levantar ahora los ojos del teclado para ver ahí, en el panel de corcho, mi plano de París erizado de alfileres de cabeza gorda y azul. De más está decir que mis puntos de referencia son más o menos los mismos que ha establecido el Cervantes: todo lector de Cortázar sabe lo que ha de buscar, calle arriba calle abajo. Por ejemplo los lugares señalados en Rayuela, libro que a su modo es también un callejero sentimental de París (y una guía de arte, y un tratado de jazz, sobre todo, pero también de música clásica, y un manual de filosofías, así, en plural,  barnizadas todas de humor y amor, esa palabra): bajar por la rue de Seine hasta la curva que nos arroja de pronto a la orilla del río, al Quai de Conti y casi ya mismo al Pont des Arts, el puente de la Maga, tal y como le dijo a Oliveira madame Léonie leyéndole la mano que había dormido con sus senos, un puente peatonal desde el que se divisa el más imponente Pont Neuf, con sus arcos trazados en piedra cruzando de una orilla a otra por encima de la proa de esa isla que es el verdadero corazón de París, la Isla de la Cité, en cuya popa se alza la catedral de Notre-Dame. En el Neuf está la estatua de Enrique IV, y cerca de ella hay un farol, allá al fondo, explicó en francés monsiur Cortazár, justo donde se baja para tomar el Bateau Mouche, los barcos descubiertos que recorren el Sena para solaz de enamorados y turistas: a media noche, ese rincón desierto era para Julio un lugar privilegiado, definitivamente un cuadro de Paul Delvaux que le hacía sentir “esa inminencia de una cosa que puede aparecer, manifestarse, y que a uno lo coloca en una sensación que no tiene que ver con las categorías lógicas y los acontecimientos ordinarios”. 

Henri Cartier-Bresson, Ile de la Cité, 1952


Habrá que buscar la rue de Cherche-Midi, donde la Maga y Horacio Oliveira se conocen, la rue Tombe Issoire, donde vive él, la rue de Vallette, donde estuvo el hotel en el que hicieron el amor por primera vez (el mismo mohoso hotel al que más tarde él llevó también a Pola, cuya hermosura verificaba la Maga en los ojos con que Horacio la miraba después de estar con ella); habrá que jugar a buscar esos emplazamientos sabiendo que los personajes andaban por un París fabuloso dejándose llevar por los signos de la noche y desafiando el peligro de no encontrarse; buscar los peces del Quai de la Mégisserie y cierto barranco en el Parc Montsouris, cerca de la Ciudad Universitaria, donde ambos arrojaron un paraguas viejo encontrado en una plaza; habrá que buscar esos lugares no por ser mencionados en la novela, sino por lo que pudiera haber de verdad en las circunstancias que motivaron el que se les mencione: el sacrificio del paraguas ocurrió un frío atardecer de marzo de comienzos de los años cincuenta, y ellos eran Cortázar y Edith Aron, la mujer real que hay detrás de la Maga. Juntos descubrieron los axolotl en el acuario del Jardin des Plantes (y nació el cuento) y asistieron al concierto de Louis Armstrong en el teatro de Champs Elysées que dio lugar a aquel magnífico texto titulado “Louis, enormísimo cronopio”, donde acaso usaba por primera vez un término que se le había manifestado en ese mismo teatro durante un concierto de homenaje a Igor Stravinski: en el entreacto, a solas en las localidades más baratas, tuvo la sensación de que en el aire había unos personajes indefinibles, unos globos verdes, y con ellos venía un nombre que los designaba: cronopios. 

Foto: Pierre Boulet


Son alfileres sobre este plano de París que algún día espero llevar en las manos mientras camino por sus calles, pero son también indicaciones precisas en el plano -map- que aparece en el monitor de mi ordenador, un París que es posible aproximar más y más hasta rozar los tejados, aceras en las que uno aparece de pronto después de haber arrastrado hasta allí un muñequito amarillo prendido de la flecha del cursor, y entonces ahí enfrente el restaurante Polidor, en el 41 de la rue Monsiur-le-Prince, donde Juan pide una botella de Sylvaner al comienzo de la novela 62. Modelo para armar; llego ahora a la Isla Saint-Louis, más pequeña que la de la Cité y como a remolque de ella, me desplazo por el Quai de Bourbon hasta una íntima placita que hay en la punta, donde el fotógrafo de ficción Roberto Michel capturó con su Cóntax una escena equívoca que solamente al revelar la película manifestó su terrible verdad (hablamos de “Las babas del diablo”); busco en la rue de Cambronne ese bistró, si es que existe, en el que el narrador de “Una flor amarilla” supo que todos somos inmortales menos el tipo borracho que le contó la historia. Pero sobre todo busco los lugares en los que vivió Cortázar, el 10 de la rue Gentilly (en 1953), una meublé cerca de la Place d’Italie donde tradujo a Poe; el 54 de la rue Mazarine (en 1954, más Edgar Allan); el número 91 de la rue Broca (en el año 55); el 24 de la rue Pierre Leroux (en el 56); el 9 de la place du General Beuret, donde Aurora Bernárdez y él vivieron entre 1960 y 1970 –y donde aún vive Aurora-; el 9 de la rue de l’Eperon y el 4 de la rue Martel, su última residencia en París: ICI VÉCUT JULIO CORTÁZAR 1914-1984 ÉCRIVAIN ARGENTIN NATURALISÉ FRANÇAISE AUTOR DE «MARELLE», recuerda una placa municipal.

Y tal vez entonces me diga que es hora ya de bajar al metro, porque acaso en ningún otro lugar se pueda sentir tanto la presencia de Julio, allí donde hay la llamada más profunda, la invitación a quedarse, según escribió en “Bajo nivel” (Papeles inesperados), donde lo insólitose dacomo un reclamo que exige la renuncia a la superficie…
 

Rutas Instituto Cervantes París:

Centenario Cortázar III: París por el lado de abajo

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Hay ese instante en que se empieza a bajar la escalera de una estación de metro de París y al mismo tiempo la mirada abarca todavía la calle con sus figuras y el sol y los árboles, y se tiene la sensación de que los ojos van cambiando de lugar a medida que se baja, que en un momento dado se mira desde la cintura y luego desde los muslos y casi enseguida desde las rodillas, hasta que se termina viendo desde los zapatos, hay un último segundo en que se está al nivel de la acera y los zapatos de los transeúntes, como si todos los zapatos se estuvieran mirando entre ellos, y el techo de mayólica de la galería se vuelve un plano de transición entre la calle vista al ras de los zapatos y su anverso nocturno que bruscamente se traga la mirada para sumirla en una oscuridad caliente de aire viejo”... 
                          ...Así hemos descendido con el personaje Hèléne, y a través de la novela 62. Modelo para armar, a ese otro lugar que para Cortázar era privilegiado dentro de un París mítico, junto con ese farol que hay cerca de la estatua de Enrique IV, en el Pont Neuf, y con las galerías cubiertas del barrio de la Bolsa, cuya magia queda plenamente en evidencia en el que tal vez sea el cuento más complejo del maestro argentino, “El otro cielo”.

Imagen tomada de corporate-sound.com


Entre estaciones, el viajero habrá que entregarse a las correspondencias, o los cambios, o las combinaciones, depende del país, según explica Cortázar, pero siempre con ese significado de de transformación. Nuestros Hades urbanos, dice, allí donde se da la mutación, la metamorfosis, en el bonaerense subte –de subterráneo-, en el uderground o subway o metropolitan o cualquiera de las nomenclaturas que designan ese inframundo donde la noche es infinita y se prolonga en los tentáculos de los túneles, con esos planos del metro que son como esqueleto o árbol mondrianesco, pasajes donde el tiempo está alterado y sucede la anulación de la libertad y “Pasajeros y trenes se mueven dentro de una relojería predeterminada”, sucede “la atracción del laberinto, recurrente maesltrom de piedra y metal”, sucede que acaso el hombre que baja no sea el mismo que sube a la superficie.

De esa alteración del tiempo dio fe Johnny Carter, el saxofonista de “El perseguidor”, quien perdió su instrumento en el metro de París mientras andaba fascinado con el hecho de haber accedido a otra duración: en el minuto y medio que transcurre entre la estación Saint-Michel y la de Saint Germain-des-Prés él estuvo pensando un cuarto de hora: un cuarto de hora en un minuto y medio. Que “la rutina, la somnolencia favorable dentro de la colmena de indicaciones y recorridos infalibles” favorezca “en algunos viajeros la irrupción de lo insólito” se le manifestó a Cortázar el día en que, viajando de pie en un vagón atestado, sintió sobre su mano apoyada en la barra la mano distraída de una mujer joven; en el cuento “Cuello de gatito negro” el contacto de esa mano, enguantada, se prolonga hasta poco antes de la estación Montparnasse-Bienvenue.

Foto: Chris Marker. Passengers

Pero en el metro de París yo buscaría sobre todo el itinerario de mi cuento favorito de Julio Cortázar: “Manuscrito hallado en un bolsillo”. Bastará bajar a la estación Etienne Marcel, como el narrador, y estar atento a todas las estaciones que vayan pasando, que en el cuento son Saint-Sulpice, Saint-Placide, Montparnasse-Bienvenue, Raspail y Denfert-Rocherau. Es el azar como juego (no un juego de azar), igual que arriba, en la superficie, sólo que ahora sometido a un implacable ritual: buscar a una mujer dentro de claves despiadadamente prefijadas, buscarla primero frente a él y luego en el reflejo en la ventanilla, “donde la oscuridad del túnel pone su azogue atenuado”, dos mujeres, dos nombres; sonreírle al reflejo y esperar que el reflejo reaccione, y entonces dar comienzo al juego, cuya regla es “simple, bella, tiránica”: confiar en que el destino de la mujer (“eso que en los medios de transporte también se llamaba destino”) coincida con alguna de las combinaciones decididas por él previamente, y entonces ganarse el derecho a hablarle… 


Las dos rutas cortazarianas diseñadas por el Instituto Cervantes de París acaban frente a la tumba de Cortázar, en el cementerio de Montparnasse. También lo estaba la mía, lo sigue estando. Se trataría de ascender a la superficie en la estación Denfert-Rocherau, la misma donde el narrador de “Manuscrito hallado en un bolsillo” rompe su propia regla y sigue los pasos de Ana/Margrit (en realidad Marie-Claude) y la aborda en la calle (“No puede ser que nos separemos así, antes de habernos encontrado”). Ya arriba, en la calle, sé que estoy cerca del cementerio, son apenas unos pasos. En el plano que he estudiado todo parece cerca, pero esta vez estoy seguro. Dicen que la tumba donde Julio Cortázar descansa junto a su última pareja, Carol Dunlop, es la más visitada. En la lápida hay siempre una multiplicidad de objetos heterogéneos que los visitantes depositan allí como homenaje, piedritas, billetes de metro, flores, lápices, dibujos. La emoción no es sólo por estar tan cerca de esta tumba entre tantas otras tumbas, sino por acompañar figuradamente a Cortázar cuando él mismo viene a hablarle a su Osita, enterrada allí dos años antes que él, con sólo 36 años: “Estaremos de nuevo tan juntos, Osita”…

Carol Dunlop y Julio Cortázar

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