Leer de forma sucesiva la última novela de Belén Gopegui y la última de Luis Landero, ambas publicadas en el otoño de 2014, produjo en mí esa sensación de ser atraído a tesis enfrentadas que uno experimenta en las mejores películas de juicios, cuando primero te convence el fiscal con su alegato y después, no menos categóricamente, el abogado de la defensa. No se trata aquí de que haya acusados, sino de describir el efecto persuasivo de las dos propuestas literarias, que son, en cierto modo, opuestas entre sí.
En El comité de la noche, Gopegui captura el instante social y político en el que estamos ahora mismo para plantear la necesidad de llevar a cabo una resistencia contra el abuso de los poderosos, de participar en grupos de activismo político, incluso en células clandestinas, y en cualquier caso de acudir a asambleas, a encierros, a manifestaciones, de trabajar en equipo, de definir estrategias, de aspirar a levantar la presión sobre nuestras vidas, de prepararse para que si un día los explotados llegaran a arrebatarle el poder a los explotadores (que son menos) no repitan el modelo de explotación contra el que luchan; construir otra civilización, dice la autora madrileña, cambiar las relaciones de propiedad y las relaciones con la naturaleza, no decaer ni aun ante el riesgo personal, pues “cuando el riesgo personal está excluido a lo mejor ya estamos muertos”.
Podría parecer que el carácter político de la novela –Gopegui considera, en cualquier caso, que todas las novelas tienen un componente político, indetectable en la mayoría de la narrativa dominante- lo convierte poco menos que en un manifiesto. No lo es. Para empezar, la prosa de Belén Gopegui conserva esa personal inspiración poética, atenta a la lírica de los pequeños detalles cotidianos, que despertó la admiración de tantos, mi admiración más encendida, desde su primer libro, La escala de los mapas. Cuando retrata aquí a unos seres afectados por la crisis económica, lo hace, además, con una cercanía que es a la vez narrativa y vital, la pura experiencia de no tener trabajo, de tener que regresar a casa de tus padres con treinta y tres años y una hija de ocho, compartir con ellos el desempleo que también sufren y los cuidados de la niña y la atención de la casa, volver a ser tribu pero con el duro añadido de la derrota, detenerse a pensar en el dinero que te ahorrarías no tomándote ese café en un bar, pensar que encender “la televisión por la mañana tiene algo de beber solo”…
Así se siente –así siente- Alex, el primer personaje protagonista de El comité de la noche, un documento narrativo durmiente que la autora activa para los lectores, porque puede que el poder de una historia tal vez sea “ínfimo”, dice, pero es también “incontrolable”. Y un día el grupo debate sobre una información aparecida en prensa bajo el titular “La sangre de los parados”: una multinacional productora de hemoderivados propone al Gobierno la posibilidad de pagar a los parados, por la donación de su sangre, 60 o 70 euros semanales con los que completar su prestación por desempleo. Inmediatamente, el grupo se plantea hacer algo al respecto, no en defensa del altruismo, ni por razones éticas o legales, sino para combatir el hecho de que se considerase el paro “una fuente de extracción” y la sangre un recurso que pudiera ser explotado, “como una mina”. Y a partir de este hilo, Gopegui tejerá en la segunda y más extensa parte de la novela una trama donde late el pulso de una intriga muy Graham Green, muy John Le Carre, trasladando la acción a Bratislava, ampliando las voces narrativas y conservando su radical compromiso moral.
Belén Gopegui. Foto: JFH |
De modo que al llegar al final de El comité de la noche me he convencido de que la literatura ha de ser útil hasta este extremo (además de bella, claro, de otro modo no me sirve). Y afronto, pues, la novela de Luis Landero, El balcón en invierno, con recelo, pues se trata de una especie de memorias de infancia y adolescencia donde el autor se propone repasar el cúmulo de circunstancias que tuvieron que darse para que, teniéndolo todo en contra, llegara a ser escritor. Desde luego, Landero es un autor que siempre ha logrado cautivarme con su estilo poderoso, heredero de la mejor literatura en español, y con las vicisitudes de sus peculiares protagonistas, a medio camino entre la comedia y el patetismo, entre lo ridículo y lo sublime, entrañables en cualquier caso, como lo son todos los soñadores sin fortuna; personajes atrapados en laberintos de imaginación y afanes y rutina laboral, solitarios que se encuentran con otros solitarios, perdedores tocados tal vez por la melancolía pero jamás por la amargura, a quienes la vida les conduce, contra todo pronóstico, hacia posibilidades de aventura que acabarán por elevarles, aunque solo sea en la república de su fantasía, por encima de la extendida mediocridad que amansa los días y los años.
Sí, pero, ¿y la utilidad de la novela? ¿No es escapista toda obra de ficción que no se sume hoy a la lucha contra los poderosos? Y he aquí que Landero vuelve a conquistar de nuevo mi corazón de lector apasionado, mediante un relato que no es solo el del escritor que recuerda las raíces de su vocación, sino que constituye sobre todo un homenaje a una generación que, juntamente con la cultura milenaria que aprendieron por transmisión oral, está a punto de desaparecer no solo físicamente sino también en el olvido.
No se trata de que nos cuente que proviene de una humilde familia de campesinos del sur, que no había libros en casa, que emigraron al Madrid de los años cincuenta por el empeño de su padre en que los suyos se abrieran paso en la vida o que solo con la muerte de éste pudo empezar él, único hijo varón, depositario de todas sus elevados anhelos, a ser quien ni siquiera podía imaginar aún que deseaba ser. Esta novela –novela de no ficción, pero novela al fin- se sostiene en el deseo por conocer todo eso que desconocemos de quienes tenemos más cerca, de quienes amamos, de quienes habían ya recorrido una parte sustancial de sus vidas cuando nosotros llegamos al mundo. Todo un universo emocional perfectamente reconocible cabe en esa última mirada que se dirigen el narrador y su temible padre en la habitación de hospital donde éste va a morir en apenas unas horas, a sus cincuenta años, y es un universo que se ensancha en la prometedora incertidumbre que esta muerte le deparó al narrador, y sobre todo en la pena, la culpa, la compasión, la gratitud tardía, la admiración, incluso, que solo muchos años después despertará en él el recuerdo del padre.
Son muchos los personajes memorables que pueblan El balcón en invierno, todos ellos dotados de vida, como hechos del barro de la memoria y alentados con el talento literario y la sensibilidad de Landero; gentes “que civilizaron tierras bravías”, que construyeron sus propias casas con los materiales que le arrancaron a la tierra, que sabían cómo encauzar el agua hasta el sembrado y cómo esparcir la semilla, que alrededor de la lumbre contaban historias y transmitían saberes no escritos. Y cuando el narrador necesita saber, en el presente, acerca de la infancia y juventud de su madre nonagenaria, y le pregunta una y otra vez, ella, que tanto gusta de hablar con su hijo escritor de otras muchas cosas, de sí misma nada cuenta, “no porque no se acuerde o no quiera contarlo, sino porque su vida no le parece interesante”.
“Yo no sé de dónde ha sacado esta gente, esta generación infortunada, su temple y entereza”, dice Landero, y también que “Fueron vidas oscuras, anónimas, de las que ya nadie quiere acordarse, aunque fuese al menos para agradecerles los servicios prestados”.
Convencido ahora, rotundamente, por el planteamiento literario de Luis Landero, trato de conciliarlo con el de Belén Gopegui; y llego a la conclusión de que tan necesario como el compromiso con nuestro presente y nuestro futuro, debiera serlo el compromiso con nuestro pasado, o con el pasado de los nuestros, un compromiso de evocación y reconocimiento, porque romper el hilo que nos une a la memoria de quienes nos precedieron –y estamos muy cerca de hacerlo- podría soltarnos de nuestras propias manos y quién sabe si ser fatal.