La víspera de Año Nuevo, Calvin Clifford Baxter, en un sublime y contenido gesto de dignidad, le devolvió al presidente de la compañía de seguros en la que trabajaba, Jeff D. Sheldrake, la llave del lavabo de los ejecutivos. Para celebrar aquella escena, en el Loser le hicimos una copia en oro –la única que existe- de la llave de la puerta imaginaria de este blog&bar, que fijamos en la parte inferior del marco de su fotografía. Quienes se acercan a curiosear en la galería de perdedores que cuelga de las paredes del Loser creen que esta llave dorada que acompaña al rostro de Jack Lemmon es un homenaje a aquella otra de ida y vuelta que abría el solicitado apartamento neoyorkino de Baxter; nosotros, en cambio, preferimos recordar al joven que por respeto a la mujer que amaba renunció al ascenso que tan arduamente se había trabajado en las cloacas morales de Consolidated Life antes que al pobre diablo que casi cada noche, después de regresar a casa más tarde que ningún otro empleado de la compañía, se agachaba a recoger de debajo del felpudo su propia llave. Y es que C. C. Baxter, Buddy Boy para sus jefes, un tipo corriente, solitario, propenso a los refriados, tenía por entonces un pequeño problema con su apartamento.
La cosa había empezado unos años atrás de la manera más tonta. Un amigo le pidió el favor de utilizar su apartamento para cambiarse de ropa antes de ir a la ópera, y en poco tiempo a todo el mundo le dio por necesitar cambiarse de ropa allí. Naturalmente, se trataba de echar una cana al aire, y de aquellas canas, estos lodos, como se dice: antes de que se diera cuenta eran cuatro de sus jefes los que tenían asignado un día de la semana para llevar a su apartamento a una chica, casi siempre una empleada de la empresa. A cambio, le habían prometido a Buddy resaltar sus méritos laborales para promocionarle en la compañía. De manera que mientras el jefe de turno y su ligue se comían sus galletitas de queso, se bebían su alcohol, escuchaban música en su tocadiscos y retozaban entre las sábanas de su cama, él hacía horas extras en la oficina o esperaba, amodorrado y aterido, en un banco de Central Park.
Vivía como Robison Crusoe, confesó en cierta ocasión; era un náufrago en una ciudad de ocho millones de personas, hasta que un día vio pisadas en la arena y descubrió a la señorita Kubelik, Fran Kubelik, la ascensorista más bonita del edificio, y al parecer también la más inaccesible a las pretensiones sexuales de quienes se valían de su rango para engatusar a sus subordinadas. En el edificio de Consolidated Life trabajaban más de treinta y un mil empleados, con horarios de entrada y salida diferentes, según cada sección y planta, para no provocar atascos en los dieciséis ascensores. C. C. Baxter era el único que se quitaba el sombrero cuando entraba en el que manejaba la señorita Kubelik, y ella, en agradecimiento, le puso una flor en la solapa de su americana el día en que el mismísimo señor Sheldrake le convocó en su despacho de las alturas para comunicarle, él estaba seguro de ello, su ascenso.
La realidad era otra. El gran jefe había tenido conocimiento del ir venir de aquella llave: no era la primera vez que un empleado se comportaba de manera deshonesta, y la compañía sabía cómo actuar, le dijo. Es decir, el juego había terminado, para zozobra de aquel joven alcahuete de oficina. En un intento angustiado de conservar su empleo, Baxter aseguró que las citas en su apartamento habían acabado para siempre, y Sheldrake, con un gesto a medias entre la severidad y el cinismo, revisando los informes de eficiencia, aceptó su palabra, pero sólo en lo que afectaba al resto de ejecutivos. Lenta reacción de Baxter, hasta que al fin la llave acabó pasando de su bolsillo atestado de clínex usados a la mesa del presidente, junto con la dirección del apartamento, que C. C. le escribió, aliviado, sumiso, en un papelito.
Esta es una historia de llaves que cambian de manos y manzanas podridas, cuatro manzanas, cinco manzanas, eso no importa mucho, y de ascensos y ascensores; de sábanas entibiadas por el roce de otros cuerpos, de espejitos espejitos rotos donde las buenas chicas que aman a hombres casados se ven como se sienten; una historia de rímel mezclado con lágrimas y de bombines modelo ejecutivo y aceitunas de martini ordenadas en círculo sobre el mostrador de un bar la noche antes de Navidad; de comida precocinada calentada al horno en su propio envase y mordisqueada frente a la única compañía de una televisión con exceso de comerciales; de lavados de estómago a media noche y espaguetis escurridos en una raqueta de tenis, de gestos de buena vecindad incluso en quienes le tienen a uno por un libertino, de multitudinarias y desenfrenadas fiestas navideñas de empresa donde toda promiscuidad tiene su asiento; de restaurantes con reservado en los que el pianista interpreta la canción de los amantes apenas ella aparece por la puerta.
Todo elogio de El apartamento, de Billy Wilder, siempre se quedará corto, como si fuera imposible alcanzar hasta el último rincón de la película con la admiración que despierta. Hasta hace no demasiado, cada vez que programaban en alguna cadena de televisión un gran clásico del cine como éste, siempre había alguien que apelaba con algo de envidia a esos espectadores que iban a ver la película por primera vez. Sin embargo, El apartamento va gustando más cada una de las veces que vuelve a verse. Y ni siquiera es fácil encajarla en un género determinado. El filólogo y académico Gregorio Salvador dijo en cierta ocasión que esperaba morir antes que el dibujante Mingote para que éste le dedicara una necrológica gráfica de las que le hacían «sonllorar». Es una buena palabra para referirse también a esta película de 1960, que pasa por comedia -por una de las mejores jamás rodadas- y sin embargo contiene alguna de las escenas más tristes de toda la historia del cine. Yo al menos no recuerdo ninguna tan desoladoramente triste que aquella en la que C. C. Baxter, un espléndido Jack Lemmon, ha de salir a altas horas de la noche de su cama, en la que se había metido no mucho antes -quizá tratando de no reparar en el olor de los cuerpos que la habían usado aquella tarde-, y ceder el apartamento a otro de sus jefes, que acaba de ligarse en un bar a una rubia idéntica a Marilyn Monroe. Comedia, melodrama romántico, cine social, cuento de hadas pornográfico, tal y como dijo en su momento algún crítico…
Que si la primera idea surgió de Breve encuentro, que si la historia que cuenta nunca hubiera podido transcurrir en el Moscú soviético, que si a Wilder le faltaban brazos para sujetar los tres premios de la Academia que ganó con la película... El apartamento es una obra maestra no ya del cine, sino del arte del siglo XX, porque todo en ella está tocado por la inspiración: el guión más perfecto jamás escrito (Wilder y Diamond); una actuación soberbia de la pareja protagonista, con una Shirley MacLaine que alcanza el cielo de la interpretación y del encanto metida en la piel de la señorita Kubelik, más un Fred MacMurray que completa el triángulo por el lado más canalla vistiendo el traje de Sheldrake; una bellísima banda sonora (con una pieza principal firmada por Adolph Deutsch); una maravillosa fotografía en blanco y negro (Joseph LaShelle); un montaje premiado con otro Óscar (Daniel Mandell); y finalmente, una dirección artística a cargo de Alexandre Trauner sencillamente prodigiosa, no ya solo por el ingenioso ardid con el que consiguió que la oficina de Baxter pareciera inmensa y con miles de mesas hacia el fondo, sino sobre todo por el decorado del apartamento, que el espectador llega a conocer desde todos los ángulos posibles.
Qué habrá sido de C. C. Baxter. Y de Fran Kubelik. Qué habrá sido de ellos dos. ¿Hubo un ellos dos? ¿Llegaron a barajar sus vidas? ¿Qué naipes les repartió el destino? Ah, Buddy Baxter, ese tipo capaz de comerse los aperitivos sobrantes de la fiesta que otros han dado en su casa, y de beber con cierta elegancia los restos de martini que quedan en el fondo de la jarra, y que es tan pero tan humilde que, según él, si donara su cuerpo a la ciencia, como le pide el médico que vive en el apartamento de al lado, decepcionaría a todo el mundo.