Hace un par de años, mi gran amigo Miguel me dejó sin palabras al regalarme de pronto, al finalizar un acto celebrado con motivo del Día de las Librerías, su primera edición de Rayuela (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 28 de junio de 1963). Gratitud, esa palabra tan grande, se quedó en esta ocasión muy pequeña para expresar mis sentimientos ante un gesto como aquél. Miguel compró el libro en la capital de Argentina tiempo atrás, en una librería de lance. Le falta la portada, y Miguel imaginó una posible razón para ello: su primer propietario la habría arrancado cuando la dictadura argentina puso en su lista negra a Julio Cortázar y prohibió que se leyera su obra: incapaz de desprenderse de un libro que amaba, aquel desconocido tal vez creyó que hacer desaparecer su famosa portada en negro bastaba para disimular su identidad.
Rayuela es el libro que yo más amo, de modo que tener una primera edición está más allá de lo que me es posible explicar con palabras. Esta novela/contranovela de Cortázar es para mí, desde hace treinta años, una especie de «biblia», no un libro sagrado, entiéndase, no un libro en mayúscula que contenga la palabra de una divinidad o que pretenda imprimir en mi carácter unas creencias o unas normas de conducta. Es mi biblia por la forma en que he seguido leyéndola estos años, ya no pasando de un capítulo al siguiente o de acuerdo con el tablero de dirección situado al comienzo (eso ya lo hice tres veces), sino abriendo por cualquier sitio, al rayuelesco azar, o buscando un pasaje determinado como quien busca (sí, supongo que es así) un versículo, porque me ronda la cabeza y quiero comprobar su literalidad, o simplemente como quien quiere escuchar de nuevo una pieza musical: Rayuela es música tanto como literatura.
Llegué a ella muy joven, después de una apasionada iniciación en la lectura que comenzó más o menos a los diez años y me llevó a devorar en los siete u ocho siguientes libros de aventuras primero y de detectives después. En ese proceso evolutivo de mi vida como empedernido lector, a Raymond Chandler le sucede Vázquez Montalbán y a éste, en algún momento, Cien años de soledad: la novela de García Márquez me fascinó completamente, y al abandonar Macondo quise saber más sobre literatura hispanoamericana. En algún sitio leí que el otro libro más significativo de aquello que se llamó el boom era Rayuela, de Julio Cortázar. Acudí a sus páginas esperando la misma exuberancia expresiva del colombiano, los asombrosos prodigios del realismo mágico, pero me encontré con un libro muy diferente y bastante más complejo. En la biblioteca pública de mi ciudad (seguramente en depósito ya, tampoco la edad de los libros perdona) ha de estar el ejemplar en el que fracasó aquel primer intento de leerla. Pero persistí en Cortázar: adquirí una recopilación de cuentos suyos y ahí sí, ahí ocurrió el deslumbramiento, la revelación, la caída del caballo, si se quiere: a los muy cortazarianos se nos ha tildado alguna vez de adeptos, creyentes, devotos o feligreses de su obra; bueno, será así.
La portada perdida |
Fue entonces cuando apareció en los kioscos una colección de grandes obras literarias contemporáneas con el sello de Seix Barral, o para ser más exactos, dos colecciones casi simultáneas: ambas en el momento justo, al menos para mí. Rayuela fue el número 4 de la colección encuadernada en rústica y de color digamos crema pálido, con la firma de cada autor reproducida con letras doradas en la portada. Fue mi primer ejemplar de Rayuela, y con el tiempo me vi obligado a protegerlo con un forro trasparente y adhesivo sólo perceptible en el lomo, donde la curvatura cóncava del uso ha dejado el plástico un poco ahuecado. Al deslumbramiento de los relatos le siguió el de la novela, más acentuado aún porque venía acompañado del desconcierto, porque aquel libro me invitaba a formar parte del proceso de su composición, porque no parecía haber una historia que fuera intrigando al lector con su desarrollo, sino la negación de todas las demás maneras conocidas de contar quién sabe si una historia o varias embarulladas, donde estaban reunidos el juego y la filosofía, el humanismo y el humorismo, donde cada capítulo tenía mucho de fragmento autónomo dentro de una estructura narrativa libérrima, y a uno en tercera persona le sucedía otro en primera, o una carta, o lo que parecía una escena erótica en un idioma inventado, o un bellísimo poema en prosa que leí una y otra vez hasta aprender de memoria, toco tu boca toco el borde de tu boca, o un texto que alternaba una línea de Pérez Galdós con otra en la que el protagonista de Rayuela iba censurando para sí el tipo de novelas decimonónicas españolas que leía su amante; capítulos donde se hablaba tanto de jazz y de buhardillas parisinas, donde moría un bebé, bebé bebé Rocamadour, donde se reflexionaba sobre el propio acto de escribir y de cómo “escribir contra el capitalismo con el bagaje mental y el vocabulario que se derivan del capitalismo es perder el tiempo”, y se hablaba de “incendiar el lenguaje” y de ruptura con los elementos expresivos conocidos, y también de ritmo, de un balanceo rítmico al escribir: se hablaba del swing.
En ese ritmo narrativo-poético netamente musical, en esa libertad jazzística con que Cortázar deja sonar su prosa, en la complicidad que busca lograr por parte de quien abra el libro, en el encuentro con un lector que penetre la obra y no se deje dócilmente penetrar por ella…, en todo eso y en mucho más radica mi especial relación con Rayuela. Con los años compré otra edición, la de Cátedra, con introducción y notas del Andrés Amorós, y en mi vigésimo sexto cumpleaños, tal y como figura en la dedicatoria, otro buen amigo me hizo el regalo de la edición definitiva, la Rayuela total: de la Colección Archivos, bajo los auspicios de la Unesco, editada a partir de un acuerdo multicultural de investigaciones y co-edición adoptado por varios países europeos y latinoamericanos, en edición crítica coordinada por Julio Ortega y Saúl Yurkievich: un libro que contiene no sólo la novela tal y como Cortázar la dio a la imprenta, sino aquellos otros tanteos que dejó reflejados en el manuscrito que se conserva en la Universidad de Austin, Texas, y el famoso Cuaderno de bitácora, o diario de trabajo, que Cortázar regaló a Ana María Barrenechea y ésta editó en copia fotostática, y cinco capítulos descartados en la versión final de Rayuela (incluido el revelador de “La araña”, que estaba destinado a jugar un papel importante en el libro) y casi una treintena de estudios sobre la obra. Curiosamente, leída hace tiempo la novela en los tres ejemplares, el que sigo manejando para las lecturas y relecturas constantes que llevo a cabo es el primero, con mis anotaciones y mi propia guía de lectura y alguna que otra foto metida entre las páginas y un billete de autobús de Santander que no recuerdo cómo llegó allí pero que en su interior sigue acogido.
Eso sí, aún no lo he leído en su primera edición.
Julio Cortázar fotografiado por Sara Facio