Hacía cuatro años que no volvía a Senés, uno de esos pequeños pueblos de interior que, como escribí hace meses para un periódico local, saben aún cumplir en sus calles estrechas, empinadas y limpias el silencio que prometen de lejos, y cuyas ventanas hacen de verdad un pueblo de esa mancha blanca en la montaña; uno de esos pueblos que marcan el lugar donde se encuentran la sierra casi desnuda ahí arriba y las tierras de labor hacia abajo, hacia el fondo del barranco en el que a veces un hilo de agua serpentea rumoroso entre rocas pulidas y grises, y muros de pizarra, y almendros. Uno de esos mágicos pueblos en los cuales, a partir de cierta hora y en invierno, la vida se manifiesta a través de la caligrafía titubeante y pálida del humo que sale de las chimeneas y se desvanece en la noche, añadiéndole al frío y al silencio el olor de la leña prendida.
Regresé estos días para reencontrarme con la quietud, con una primavera de verdad, plena de significado, con una luna llena inmensa, de pronto, al descender una calle, con un infinito de estrellas la única noche que lo permitieron las nubes. El domingo fue la tarea siempre gozosa de recorrer a pie y en solitario una ruta desconocida por entre montes y montañas, no sin antes fijarse un objetivo, esta vez las ruinas de la vieja alcazaba árabe. Te dan las mínimas indicaciones que te permitan iniciar el recorrido, no quieres más, así lo exige esta modestísima aventura, y entonces la salida del pueblo por la vieja fuente, las revueltas por las que se asciende la primera montaña -la que mira de frente el pueblo desde el otro lado del barranco-, la rama caída que te encuentras al paso y podas con las manos hasta convertirla en bastón de caminante, el sendero que llega a la primera bifurcación, un camino algo más ancho que asciende por detrás de la montaña y tiene a su izquierda un despeñadero, y ahora la soledad absoluta, porque no ves ya el pueblo y no hay más ruido que el roce del chubasquero, el crujido de las botas al pisar la tierra y las piedras, el viento en los oídos; y surgen las primeras dudas, sin las cuales esto no sería lo mismo: no saber con seguridad si has acertado el rumbo, si no estarás apartándote, si no tendrás que volverte antes o después sin tiempo ya de alcanzar tu objetivo; y no se trata de estar a solas para pensar en tantas otras cosas, sino para pensar en el camino, para pensar en ti recorriendo el camino, haciéndolo posible, atendiendo instintivamente a cada accidente del terreno, cada curva, cada roca, cada lejano punto de referencia y la perspectiva que de él tienes; se trata de respirar profundo, de detenerse un momento a escuchar el silencio y disfrutar no del paisaje, sino del dilatado entorno natural del que tú formas parte; y después de unas horas te marcas como límite definitivo esa curva de allá arriba, aquélla entre dos rocas altas, y la alcanzas, y de pronto, al otro lado de un nuevo barranco, al fin un fragmento de la antigua torre del homenaje, no mucho y sin embargo increíblemente ahí después de novecientos años, y te embarga una emoción de descubrimiento, como si hubieras perseguido un lugar legendario del que se tuvieran escasas referencias, un Machu Picchu árabe, por ejemplo -sin fantasía esto tampoco es lo mismo-; sólo te queda bordear el barranco y recorrer así el último tramo del camino, el que te acercará, hasta donde es posible, a los restos de un mundo perdido, como a punto de perderse está también, aunque de otro modo, el mundo representado por el pueblecito blanco del que partiste, allá abajo, su sosegada existencia. Son dos civilizaciones las que contemplas: una desaparecida ya y otra en peligro.
Foto: JFH