Muchos son los personajes que han desfilado por las páginas de los Episodios hasta este punto: miles de soldados de distintas graduaciones y ejércitos, príncipes y primeros ministros, manolas, chisperos, taberneros, comerciantes avarientos, frailes de toda condición y de diversas órdenes, curas sedientos de sangre, masones afrancesados, héroes populares, mancebos de tienda, aristócratas, criados, actores y actrices de teatro, jóvenes mayorazgos, diputados, guerrilleros, labradores adinerados, lores de la Inglaterra, preceptores, damas alcurniadas, mendigos… Pero es en la última de las novelas donde aparece quien a este lector, joven de nuevo, le ha robado el corazón; quien, por su sola existencia, domina la última de las novelas, La batalla de los Arapiles, e incluso, de manera retrospectiva, global, toda la serie: miss Athenais Fly, hermosa hija de lord Fly, conde de Chichester, que llegó a España con su hermano, oficial del ejército inglés, y que permaneció en el país tras la muerte de éste en batalla, cautivada por “la historia, las tradiciones, las costumbres, la literatura, las artes, las ruinas, la música popular, los bailes, los trajes de esta nación tan grande en otro tiempo”.
No es solo que Gabriel Araceli nos insista una y otra vez en su belleza, es que de alguna manera –misterios de la lectura- podemos constatarla nosotros mismos, como constatamos su intrepidez, su valor sereno y a veces insensato, templada incluso en los momentos de mayor peligro, como corresponde a una mujer de orgullo flemático, a un tiempo altiva y romántica, esquiva y ardiente, impetuosa y reservada, y bella, una y otra vez bella, como una aparición, montada a caballo o del brazo de un coronel francés, y enamorada, sí, de Gabriel, que se siente esclavo de ella y la llama miss Pajarita, o Mariposa, o Mosquita, y sin embargo, ay, prefiere a ese otro amor de juventud, espejo de todas las virtudes cristianas…
No seré yo quien hable mal de esa Inés del alma suya, de esa criatura angelical, si acaso para apuntar que su femineidad podría parecer algo empalagosa. Pero lo cierto es que Gabriel ya no es el mismo que la visitaba en su humilde casa de Madrid, ni tampoco el que, convertida ella en hija legitimada de una aristócrata, aceptaba ante su madre verdadera que no la merecía, que era muy poco para esta encumbrada Inés. Gabriel Araceli ha vivido en unos pocos años varias vidas, se ha curtido en la bravura y la muerte, y es difícil creer que elija mantenerse fiel a una mujer que, dicho con todos los respetos, se ha dejado llevar y traer de un lugar a otro durante diez novelas, de un cuarto de costura a la residencia en Aranjuez de su tío fraile, y de ahí a un ignominioso encierro en la casa de unos usureros, y de aquí a Andalucía, y a un convento, y a las habitaciones del Pardo…; que la prefiera, en fin, antes que a esa otra joven indómita, “que no conocía freno alguno a su libertad”. Celosa sin parecerlo, miss Fly le dice a Gabriel que su dama “carece de imaginación y de… de arranque. No ve más que lo que tiene delante”. Es, dice, un ave doméstica. “No pidáis a la gallina que vuele como el águila”. Y Gabriel, en lugar de negar tal dictamen, defiende a su amada así: “Una gallina, señorita Athenais, es un animal útil, cariñoso, amable, sensible, que ha nacido y vive para el sacrificio (…); mientras que un águila…”. Gabriel, Gabriel, Gabriel…
Tan idealizado está el personaje por el narrador, que éste se defiende, ya en la vejez, de quienes a lo largo de toda su vida han sostenido que miss Fly nunca existió, que la inventó. Quién sabe. A lo mejor ni siquiera la inventó Pérez Galdós, o la inventaron los dos. Parece, en cualquier caso, que Galdós eligió el juego simbólico para su creación: al nombre Atenea, diosa griega de la Guerra (y de la Sabiduría, y de las Artes) le acompaña, como no podía ser de otro modo en este caso, un apellido inglés: Fly, volar. La capacidad de volar, asociada a Atenea, nos remite a Niké, diosa alada de la Victoria, representada habitualmente como una pequeña escultura en la mano de otro dios más importante. Niké se identificó con la diosa Atenea, en efecto, a la que se asemejaba en aspecto, aunque con alas y palma o corona. ¿Coqueteó Gabriel Araceli con una victoriosa divinidad griega?
“Palas Atenea”, Rembrandt. Museu Calouste Gulbenkian |
Aturdido como lector por el fragor y la violencia extrema de la gran batalla, y también por la confesión última junto al lecho del herido, y por su despedida, cruzo las últimas páginas distraído (como lector, insisto, que es al fin y al cabo el personaje en que Galdós me ha convertido), menos interesado en el porvenir de Gabriel, Inés y su madre que en esa figura que se aleja, e imaginariamente permanezco en el dintel del párrafo por el que Athenais se ha ido de la novela, y desearía, oh, sí, que fuera verdad que existen pasadizos secretos que comunican todos los libros de ficción, como inventé para un relato, galerías a través de las cuales los personajes se mueven de una historia a otra sin que nadie lo advierta más que por accidente, y que un día, por sorpresa, pudiera reencontrarme con miss Fly, no importa en qué otro libro, tal vez en el de Italo Calvino que ya he empezado a leer…