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Channel: Los pasadizos del Loser
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Frank Chambers

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Cuando Frank Chambers arrojó a la hoguera el cartel que decía "Se necesita un hombre" (Man wanted), sabía que el anuncio no significaba lo mismo para el dueño de la estación de servicio que lo había colgado bien visible cerca de la carretera que para su joven esposa. El emplazamiento del decaído negocio estaba lleno de resonancias celestiales: un lugar perdido a las afueras de Los Ángeles, entre San Francisco, de donde venía, y San Diego, hacia donde se dirigía. Y sin embargo, apenas puso los ojos en Cora, las señales empezaron a remitir más bien al fuego del infierno en el que acabaría abrasándose: el olor de una hamburguesa que se quema en la plancha, las llamas que devoran el cartel, el ardiente viento del desierto haciendo revolotear los pensamientos por la noche. Se necesita un hombre. Ella lo llevaba tatuado en la mirada, en cada centímetro de piel que el pequeño conjunto blanco que vestía dejaba al descubierto, en la boca que encendió aún más con el pintalabios que un instante antes había rodado hasta los pies de Chambers.

El Frank Chambers del que hablo tiene el rostro de John Garfield, su fotografía está en el Salón de la Derrota que adorna las paredes del Loser, y mientras desafía en silencio a Lana Turner invitándola a acercarse a él para tomar de su mano la barra de labios, no puede imaginar que la tormentosa relación que mantendrá con ella se cerrará también con una barra de labios, tal vez esa misma, cuando el cartero del destino llame por segunda vez. Cómo diablos es posible que una mujer como ella aparezca en un lugar como aquél: vestida de blanco inmaculado, es el puro resplandor del plenilunio en medio de la noche. Y Frank es un trotamundos que viaja haciendo autoestop, alguien a quien aún no le preocupa el futuro porque es demasiado pronto para ello, según le ha dicho al tipo que le ha traído en coche, el fiscal del distrito, nada menos: no será la última vez que le vea. Aceptará un trabajo eventual en el Twin Oaks -gasolina, mecánica del automóvil y hamburguesas-, ganará unos dólares y sus pies inquietos volverán a llevarlo a la carretera. Ésa era la idea. Y entonces apareció Cora, sí.


En los años cuarenta y cincuenta, la censura no hubiera permitido mostrar en una película escenas explícitas de sexo. Seguramente, la mayoría de los espectadores tampoco lo hubieran aceptado, aunque no por ello renunciaban a que la consumación sexual fuera debidamente sugerida. El cine americano recurría subliminalmente a los fuegos artificiales, como en Atrapa a un ladrón, de Hitchcock, o más frecuentemente a la imagen del mar rompiendo espumeante contra la arena de una playa, con un hombre y una mujer despojándose de la mayor parte de su ropa y zambulléndose entre las olas como si la vida les fuera en ello. Inevitablemente, la memoria remite a De aquí a la eternidad. En El cartero siempre llama dos veces (1946) hay tres escenas de mar entre Garfield y Turner, tres inmersiones en el menos pacífico de los océanos que uno pueda imaginar: una primera vez, de noche y con el consentimiento del estúpido marido; toda una semana loca, de intensas sesiones natatorias, mientras el señor Smith está en el hospital después del primer y malogrado intento de matarle; y una última y agónica vez, donde el orgasmo oceánico tiene mucho de pequeña muerte buscada y no encontrada lejos de la orilla.

El de Chambers no es el mismo caso que el del agente de seguros Walter Neff (Fred MacMurray en Double Indemnity), ni el del abogado Ned Racine (William Hurt en Body Heat), ni siquiera el del conductor de ambulancias Frank Jessup (Robert Mitchum en Angel Face). A Frank Chambers, que no parece tener oficio ni beneficio, no le engatusa una mujer fatal para que mate a su marido -o a su madrastra, en el caso de Jessup-. Cora –paradigma, por otro lado, de la mujer fatal- le ama realmente, y pensar en librarse de Nick Smith es la única salida que les deja su pasión desesperada. De hecho, sería más justo que en la pared del Loser estuviera colgado el retrato de ambos. Ella no le mete en la cabeza la idea de librarse del esposo: la idea surge de pronto, tal vez de las propias llamas en que se queman, porque por primera vez en sus vidas los dos sienten que merecen más de lo que se habían resignado a tener: Frank una existencia de vagabundeo, Cora la tediosa tranquilidad de no verse obligada a seguir apartando de sí a los hombres. Y lo hacen. Cometen el crimen. De noche, en una estrecha carretera de montaña, dentro del coche: esta película contiene uno de los asesinatos más turbadores de la historia del cine, porque cuando Frank, desde el asiento trasero, se dispone a golpear a Nick en la cabeza, éste, bebido, ridículo como un niño grande, aúlla por la ventanilla para provocar el eco, y su voz se mantiene un par de segundos resonando en las montañas después de que él haya muerto. No hemos visto el golpe, ni veremos el cadáver: solo el pie de Frank, y luego el rostro de Cora, al volante. A partir de ese momento ambos se convierten en juguetes en manos del fiscal y de un abogado tramposo, que echarán a su costa un pulso de astucia jurídica. Y llegan el miedo, la duda, la desconfianza, el rencor, el odio, el matrimonio forzado, el engaño, la reconciliación y la muerte.


John Garfield fue un actor prodigioso que llevaba en sí la semilla de un perdedor: enfermo del corazón, no pudo intervenir en la Segunda Guerra Mundial, tal y como deseaba; perdió a una hija de seis años unos meses antes de comenzar el rodaje de The postman always rings twice; de ideas liberales, su carrera en Hollywood fue triturada por el Comité de Actividades Antiamericanas, cuyo acoso acabó provocándole la muerte en 1952, a los 39 años. Nacido y criado en Nueva York, aprendió boxeo e interpretación de forma más o menos simultánea, abandonando la práctica deportiva a causa de su dolencia cardíaca. Se formó en el método Stanislavski antes de que Kazan y Strasberg, miembros como él del Group Theatre, fundaran y dirigieran, respectivamente, el Actors Studio. Su muerte prematura, el hecho de que una parte significativa de las más de treinta películas que rodó en apenas doce años no esté a la altura de su talento y la dificultad hoy para poder ver la mayoría de ellas han acabado por dejarlo a ese otro lado de la línea a partir de la cual actores que hasta hace tan solo una generación eran admirados por cualquier amante del cine, hoy, para los más jóvenes, son perfectos desconocidos.

Su composición de Frank Chambers es absolutamente portentosa, al punto de lograr arrastrar consigo al terreno de lo sublime la actuación de una estrella prefabricada como era Lana Turner, carente de la más mínima formación actoral. Cuando uno ve una segunda vez consecutiva la película, prescindiendo ya de la evolución del argumento y centrándose tan solo en la interpretación de Garfield, toda una asombrosa riqueza de matices parecen emerger de donde antes simplemente habíamos visto naturalidad y magnetismo. No concibo otro actor capaz de encarnar de manera más convincente a este personaje, rudo y vulnerable a la vez, seguro de sí mismo y perdido en la confusión, libre y encadenado a una mujer: ese boxeador de suburbios capaz también de tocar el violín como los ángeles. La manera de mirar, de tomar aire, de traslucir un torbellino de malos pensamientos a través de la piel de la frente, de dejar caer los brazos con la pesada ligereza de un púgil vestido de calle, de mantener en suspenso una cerilla encendida, de incorporar al personaje cualquier objeto mediante una manera aparentemente distraída de tocarlo, son actitudes que anticipan ese algo nuevo, radicalmente distinto y profundamente renovador que unos años más tarde iban a traer a la pantalla Montgomery Clift, Marlon Brando o James Dean, de los que Garfield fue precursor.

Frank Chambers le dijo al conductor que le dejó en Twin Oaks (robles gemelos), antes de saber que era el fiscal del distrito: gracias por escuchar mis teorías. Tenía teorías. ¿Sobre qué? Sobre una forma determinada de vivir, seguramente. Sin ataduras. Él y Cora empezaron mal, confesó tiempo después, y no supieron regresar al buen camino.



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