En su libro Ventanas de Manhattan, publicado en 2004, confesaba Antonio Muñoz Molina que «el gusto de estar en Nueva York es inseparable del alivio de no estar en España». Me sorprendió y me divirtió leer aquella frase así, de golpe, tan rotunda, tan condenadamente sincera. Desde luego no se corresponde con la nostalgia que los españoles dicen padecer en el extranjero, esa añoranza incurable, ay, de olores, de sabores, de luces, de temperamentos. Yo me identifiqué con esa frase de inmediato: la he repetido decenas de veces, aunque con otra forma verbal, claro, la que le corresponde a este George Bailey en que he acabado convertido a mi pesar: el gusto de estar en Nueva York debe de ser inseparable etcétera... En aquellas páginas, Muñoz Molina razonaba su alivio de expatriado periódico aludiendo al agobio de las noticias diarias y al placer del anonimato, pero quienes solemos leerle y escucharle sabíamos que de alguna manera se refería también a esa trifulca política permanente en que está atrapado nuestro país, avivada por los medios de comunicación afines a los unos y a los otros; que se refería a la glorificación del ruido, a la invasión de los espacios públicos para la celebración de despiporres etílicos multitudinarios amparados por las autoridades municipales, al ostensible desprecio por lo educado y lo culto, ese jactarse de no leer nunca (o de leer exactamente lo que está leyendo en ese momento todo el mundo, que en mi opinión es casi peor).
En Todo lo que era sólido, su último y demoledor libro, recupera aquella confesión y amplía sus razones: «Con frecuencia me ha entristecido volver, y me he marchado con alivio: de mi ciudad natal, de mi país». Sabe que es un «sacrilegio decirlo», pero es que le agobia y le indigna y le asusta, como nos ocurre a tantos (y de forma más atroz a quienes no podemos poner «tierra de por medio»), muchas de las cosas que se han convertido ya en rasgos de estilo nacional, en nuestra manera de estar en el mundo: «la degradación de los debates públicos», por ejemplo, el hecho de que hayamos asumido como inevitable que nuestra clase política prefiera subrayar las diferencias antes que las similitudes, alimentar la discordia en lugar del apaciguamiento; por ejemplo la susceptible agresividad de muchos conductores, la detestable costumbre de algunos de ellos de imponer impunemente el volumen ensordecedor y sísmico de sus equipos de música, la desafiante manera con que los más incívicos se encaran con quienes les reprochan educadamente su mal comportamiento; por ejemplo la fiesta como modo de vida, la fiesta siempre, la fiesta por encima de todo, «la fiesta como identidad», «como obligación unánime», «como prolongada interrupción de la normalidad», «como dádiva populista»; el alargamiento de las festividades, la juerga sin tregua, «la imposición tiránica del derecho a la juerga y al ruido por encima del derecho al descanso»; una multiplicación descomedida de celebraciones, de «simulacros», de festejos, y la reprobación desdeñosa del «aguafiestas», que es la condición a la que se ve reducido en España todo aquel que pretende disentir del jolgorio y antes, en los años de la hinchada prosperidad especulativa, también quienes criticaban la destrucción de un valioso espacio natural para construir una urbanización o el despilfarro de dinero público en infraestructuras inútiles y desmesuradas…
Ahora «el pasado es un lujo que no podemos permitirnos» y «no hay frontera más hermética que el día de mañana». Todo cuanto nos parecía sólido puede desvanecerse, y en cierto modo está desvaneciéndose. Lo que tanto esfuerzo costó alcanzar, y que ya considerábamos tan consolidado que incluso nos permitíamos desdeñarlo, puede estar a punto de perderse, nos dice Muñoz Molina. De los polvos de aquel arrogante y populista despilfarro a este lodo de la ruina, no la ruina de los poderosos, claro, sino la del ciudadano común, que sin haber tenido la más mínima responsabilidad en la crisis económica descubre con asombro y rabia que quienes la provocaron asisten hoy al desmantelamiento del modelo de bienestar confiando en hacerse con el fabuloso negocio que se esconde en la sanidad, en la educación, en los servicios públicos fundamentales.
Pero la crítica demoledora que hay en el libro a una manera particular de entender la vida, la que parece tan nuestra, y sobre todo a los políticos que con su incompetencia, su parasitismo social, su codicia, su venalidad nos arrastraron a esta situación para la que no parece haber salida, no queda prendida en el aire del desaliento, sino que contiene también la invitación a «una serena rebelión cívica que a la manera del movimiento americano por los derechos civiles utilice con inteligencia y astucia todos los recursos de las leyes y toda la fuerza de la movilización para rescatar los territorios de soberanía usurpados por la clase política». No en vano las páginas del libro surgieron, incontenibles, a partir de las movilizaciones ciudadanas de mayo del 2011, cuyo clamor oía Muñoz Molina, probablemente emocionado, al fondo de las conversaciones que mantenía por teléfono con alguno de sus hijos, ellos en plazas de Granada y Madrid, rodeados de una muchedumbre pacífica que reclamaba al fin cambios radicales; él en su apartamento de Nueva York, deseando, esta vez sí, regresar, ver con sus propios ojos lo que sucedía, participar en la medida de lo posible. Empezó a escribir lo que luego fue este libro, a rachas, dice, a borbotones, levantándose ansioso de la cama en mitad de la noche y tomando papel y lápiz y escribiendo velozmente para evitar que le diera alcance el olvido de lo que quería expresar, hasta que en la ventana se insinuaba el amanecer.
El resultado es un libro imprescindible, de lectura casi obligada; un libro que, creo, habría gustado mucho -y quién sabe si llegó a leer- a José Luis Sampedro, que desembocó ya en ese mar cuya sal notaba desde hacía años, según dijo, y por el que sentí siempre la mayor admiración: hay pérdidas que son como dentelladas en nuestra conciencia colectiva, desgarrones que hemos de recomponer de inmediato tomando el testigo que tendieron hacia nosotros con su ejemplo.
Foto: Jesús de Miguel (en antoniomuñozmolina.es)