-Este viejo árbol, aquí donde lo ves, rehusó ser rey de todos los árboles –le dice el hombre al niño que le observa varear las ramas más altas mientras, casi distraídamente, él ordeña las más bajas y delgadas-. ¿Sabes lo que es rehusar? Que no quiso serlo. Fue el primero al que los demás árboles se lo pidieron, hace miles de años, por aquellas tierras de Oriente donde ocurren las historias de la Biblia. Buscando quien los gobernara, los árboles acudieron después a la higuera y a la vid, que tampoco aceptaron ser reyes. Pero el olivo… el olivo fue… el primero-. Su voz se entrecorta en el esfuerzo de golpear, pero no está fatigado, y el niño va soltando puñaditos de aceitunas moradas y hojas blanquiverdes en la tela que su abuelo ha tendido en el suelo. -Ninguno de los tres quiso dejar aquello que le daba sentido para, en su lugar, elevarse por encima de los otros: dejar el aceite con que se honra a Dios, dijo el olivo, dejar la dulzura del fruto, en el caso de la higuera, dejar el vino que proporciona alegría a los hombres. Y en efecto, ninguno de los tres árboles es demasiado alto, pero los higos y las uvas se toman cuidadosamente de las ramas, en tanto que a las aceitunas, ya lo ves, hay que bajarlas a palos, o como haces tú ahora, pasándose las ramillas más bajas por las manos cerradas. Yo no es que sea muy religioso, ya sabes que a mí los curas, en fin, ahora que no me oye tu abuela: qué sabrán los curas de Dios, o de los hombres, o de las mujeres. Pero he leído la Biblia, o me la leyeron de niño, más bien, y esa historia me quedó grabada en la cabeza, aunque nunca supiera nadie explicarme el final: por qué la zarza amenazaba con arder si no se cobijaban todos los árboles bajo su sombra. Bueno, hay muchas cosas de ese libro que no entiendo, ¿sabes? A mí lo que me gustó siempre era saber que los olivos que mis mayores vareaban en esta época del año habían preferido seguir dándonos el aceite que sale de sus frutos, entiendes, no renunciar a ser ellos mismos para ser más que otros, aunque eso supusiera, ya ves, que le dieran de palos. Que no son palos de castigo, eh, y ellos lo saben, ni le duelen a sus ramas más que un pedrisco o un tormentón. En cada varetazo hay respeto, y la dignidad del trabajo. Porque al negarse a ser rey de los árboles, el olivo se convirtió para nosotros en mucho más que eso, y nosotros le correspondemos así, con nuestro esfuerzo.
La vida pasa en un suspiro, y el niño es ahora un hombre adulto, un hombre que ha regresado después de una larga ausencia y camina despacio al borde del olivar desatendido. El cortijo lleva años en venta, la tierra no se riega desde mucho antes y en las ramas de los olivos fueron poco a poco escaseando las aceitunas, hasta desaparecer del todo. Deja el camino, se acerca a un árbol y se agacha para poder sentarse en el suelo y apoyar la espalada en el tronco: uno no se pone debajo de un olivo, se interna en él. Y desde dentro, con las piernas extendidas y cruzadas sobre los secos terrones, se abandona al recuerdo: la voz todavía robusta de su abuelo, el hormigueo en sus manos, y el rocío y el polvo de las hojillas mezclados en ellas, y la imagen del acarreo de la tela colmada, que él miraba algo apartado. Y acaso por estar así, tan aislado de todo lo que le rodea, sus propios recuerdos acaban confundiéndose con los recuerdos del árbol, mucho más antiguos.