Un tipo de alrededor de cincuenta años acude a una biblioteca pública con intención de llevarse en préstamo Al faro, de Virginia Woolf, una escritora de la que aún no ha podido acabar ningún libro a pesar de que realmente lo ha intentado repetidas veces a lo largo de su vida. Al pasar por el expositor de novedades, un título le llama la atención: La biblioteca de los libros rechazados.
No conoce al autor, David Foenkinos, francés. Coge el libro, lee la contraportada y algunas páginas al azar, para conocer el estilo, y finalmente se lo lleva junto con la novela de Woolf (aunque ya sabe que este otro será el primero en caer).
En las primeras páginas, Foenkinos se refiere a Richard Brautigan, otro escritor, estadounidense, y a una novela suya titulada The Abortion, en la que el protagonista trabaja en una biblioteca que acepta manuscritos que no ha querido publicar ninguna editorial, con la condición de que el autor ha de llevarlo allí personalmente. Brautigan acabará suicidándose (como Virginia Woolf) en los años ochenta, y a comienzos de los noventa alguien crea como homenaje a él The Brautigan Library, una auténtica biblioteca para los libros rechazados. Poco después, un bibliotecario de Bretaña, Jean-Pierre Courvet, conocedor de la historia, decide hacer lo propio en Francia. Es un apasionado de la literatura que sueña con encontrar “un cómplice literario: una persona con quien pudiera intercambiar opiniones durante horas acerca del uso de los puntos suspensivos en la obra de Céline o mirar con lupa los motivos por los que se suicidó Thomas Bernhard” (y ya van tres). Courvet elige un lugar concreto dentro de la institución municipal de la que es responsable para depositar los originales rechazados y pone un anuncio en revistas nacionales. Muchas personas deciden recorrer el país para dejar allí su obra inédita y “acabar con la frustración de que no lo publicaran a uno”.
El tipo del que hablamos nosotros, el que ahora lee el libro de Foenkinos, se siente naturalmente inclinado hacia todo este asunto. En efecto: él mismo es autor de una novela multirechazada, de manera que, vivamente interesado, busca en Internet qué parte de todo aquello es real, si es que hay algo que lo sea. Descubre que Richard Brautigan fue un escritor de la generación beat y que The Brautigan Library existe de verdad, está en el Clark County Historical Museum de Vancouver (Washington), aunque inicialmente fue abierta en Vermont por el fotógrafo Todd Lockwood. La de Crozon, en Bretaña, es ficticia, como toda la trama de la entretenida novela de Foenkinos.
El tipo del que hablamos nosotros acaba por sentirse irresistiblemente atraído por esa Brautigan Library ubicada en una ciudad de Estados Unidos con nombre de metrópoli canadiense. Poco a poco va arraigando en su cabeza la idea de llevar allí el original de su novela. Ya hemos dicho que es una obra multirechazada; digamos también que esa maldita novela maldita ha sido decisiva en su vida: tardó cuatro años en escribirla y estuvo otros diez intentando que viera la luz, y en aquellos catorce años pasó de ser un joven con posibilidades de triunfar en cualquier cosa que emprendiera a convertirse en un hombre maduro, casado, que no se había preocupado de encontrar un trabajo estable y que sabía que ahora, tres años después de haber enterrado el texto en el fondo de un cajón, ya era tarde para todo. Incluso aunque llegara a publicarse algún día, ya era tarde. Aunque desde luego, sabía que no se publicaría jamás: no en este universo.
Su novela rechazada trataba de las dos vidas paralelas de su protagonista: la que creía única y otra que en algún momento empieza a atisbar muy fugaz y fragmentariamente, sin saber cómo: una vida mucho mejor que la que lleva y que debió desviarse del camino principal a partir de una ruptura sentimental –de una no ruptura, en realidad- para seguir mejores derroteros. Su novela no tenía nada de ciencia ficción, entre otras cosas porque cuando la concibió no sabía nada de física cuántica ni de la teoría de cuerdas y su interpretación de los universos paralelos era puramente intuitiva y estaba más emparentada con lo real maravilloso. El caso es que le había dado por pensar que la novela se había vengado de él, como algunos escritores dicen que pude suceder, y sí que había sido publicada, pero no “de este lado”. Cómo explicar todas las veces que se había desvanecido de manera extraña la posibilidad de ser aceptada por un editor o incluso de ser premiada, cómo explicar lo inexplicable, todas esas situaciones extrañas, de puro relato fantástico, que se habían encadenado año tras año para hacer imposible la publicación. En una novela de Stephen King, en la que alguien viaja al pasado varias veces para tratar de evitar el asesinato de Kennedy en Dallas, se cuenta lo difícil que le resulta al protagonista cambiar cualquier hecho del pasado, lo tercamente que lo ya sucedido se resiste a suceder de otra manera. Tal vez lo de la novela escrita por el tipo del que hablamos nosotros sea el mismo caso, y el pasado y el futuro no existan, sean una misma cosa, un mismo instante.
La confirmación de esta sospecha le vino en una playa, al atardecer, el día que esparcieron en las olas más cercanas a la orilla las cenizas de su mejor amigo. En realidad fue al día siguiente. En ese momento solo recordó que una escena de su novela transcurría en esa misma playa, a la que la comitiva había llegado después de intentar sin éxito alcanzar las otras playas en las que la familia quería llevar a cabo la ceremonia. Al día siguiente desempolvó el manuscrito: dos hermanos hablan de cenizas. Al atardecer. En aquella playa.
Desde luego que no se iba a publicar, nunca. No de este lado.
De modo que decide llevar el tocho encuadernado a Vancouver, cueste lo que cueste, más de seis mil kilómetros. No tiene el dinero para el billete, ni podría justificar ante su mujer un préstamo para esto. Pero es un gesto cargado de una cierta forma de belleza orgullosa al que no quiere resistirse. En realidad está pensando en algo así como llevarlo al bosque Aokigahara, el bosque japonés de los suicidas, dejarlo allí, para siempre, perdido. Eso sí, de algún sitio ha de sacar el dinero: la idea se convierte en una obsesión. En el único estímulo que alimenta sus días y sus noches durante tres años.
Aquí este borrador le deja margen de improvisación al propio relato, no conviene en esta fase cerrar por completo todos los pormenores de un texto literario; un autor ha de saber cómo empieza su historia y cómo acaba –o cómo se imagina que podría acabar-, pero lo que media entre el planteamiento y el desenlace debe cederse a la inspiración que surge en el mismo acto creativo, que uno nunca sabe exactamente de dónde procede ni a quién computársela: a quien escribe o al que es escrito.
En cualquier caso, al cabo de tres años de infructuosos intentos de realizar ese viaje a Estados Unidos, el tipo del que hablamos cae gravemente enfermo. Nunca irá a la Brautigan Library, después de todo. Entonces decide contárselo al fin a su mujer, para pedirle que sea ella la que lo haga. Ella acepta, y resulta ser –el tipo del que hablamos lo sabe de sobra- una persona mucho más resuelta, que dispone además de unos ahorros de los que nunca le había hablado, y en apenas un mes organiza el viaje: un vuelo de Madrid a Portland (Oregón), a escasos catorce kilómetros de Vancouver, con escala en Amsterdam, y dos noches de hotel, no más.
La noche del día en que ella emprende el viaje, el tipo del que hablamos tiene un sueño, o una visión: su mujer viviendo en una ciudad norteamericana, con otro hombre. Cuando despierta –cuando la visión se desvanece- comprende, de alguna manera, que ella no va a volver, que todo cuanto se interpuso entre la novela que había escrito y su publicación actúo en beneficio de la preservación de su matrimonio “a este lado”, y que llevar el manuscrito a la biblioteca de libros rechadazos rompía ese mecanismo de defensa. Morirá solo, piensa (o algo menos deprimente).
El relato acaba con un párrafo en el que cambia el punto de vista. La mujer del tipo del que hablamos sube al avión en la capital holandesa, ocupa su asiento y al poco rato el mismo hombre junto al que ha viajado en silencio desde Madrid se hace notar de pie a su lado, en el estrecho pasillo, divertido, con el billete en la mano: ese es mi asiento, dice, con una amplia sonrisa, también hasta Portland viajarán uno al lado del otro, ¿no le parece casualidad? Se presentan, esta vez sí. Van a estar mucho tiempo juntos y es realmente curioso, la misma escala, asientos contiguos. Es un hombre maduro, elegante, habla un buen español con acento americano. ¿Negocios o placer? ¿Le parece que tomemos una copa? Tenemos once horas por delante. Más que suficiente para conocernos bien, ¿no le parece?