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El tríptico noir de Justo Navarro

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Digamos que este viejo local que ahora abre una vez al año no está regentado ya por un barman propiamente dicho, sino más bien por el fantasma de un barman en cuyas manos incorpóreas vino a caer hace tiempo un sobrecito de azúcar con la siguiente cita de Einstein: “Si todo te da igual, estás haciendo mal las cuentas”. Será eso, entonces. Que estoy haciendo mal las cuentas. Soy de letras, como digo cada vez que me enfrento a una operación matemática, y será cosa de tirar de esta excusa para justificar también el desencanto.

En cualquier caso, ese “todo” del “todo te da igual” no es en mi caso exactamente todo-todo-todo, porque lo cierto es que ahí afuera aún hay cosas, ay, capaces de brillar para mí en su diferencia. Por ejemplo: tardé varios meses en saber que Justo Navarro había publicado la tercera novela de su comisario Polo, y corrí a comprarla como cuando era joven y no podía esperar para tener en las manos ciertos libros recién editados.

Imagino que alguien habrá hablado de trilogía al referirse a Bologna Boogie (2021) como prolongación literaria de Petit Paris (2019) y Gran Granada (2015), o de saga, concepto más manoseado todavía, pero yo veo los tres libros como un tríptico. ¿De qué? Un tríptico noir que a la manera de un Bosco de nuestro tiempo retratase en tres tablas un jardín de los delirios fascistas como decorado histórico de tres excelentes novelas negras. Cronológicamente, un París empequeñecido por la oscuridad del nazismo que lo ocupa en 1943; una Bolonia post-mussoliniana en 1947, en donde, acabada la guerra, vencidos ya el fascismo alemán y el italiano y bajo la amenaza ahora del comunismo soviético, hay quienes se dedican a la intriga política como si fuera el último baile de moda, el boogie woogie, explica Navarro; y finalmente, la Granada de 1963, engrandecida de NODO y burguesía afecta al Régimen, en un país en el que el franquismo ha podido seguir celebrando año tras año su victoria de brazo alzado pues así lo permitieron tras la Guerra Mundial los aliados que derrotaron a Hitler y a Mussolini.

Y en las tres ciudades está Polo, el comisario Polo, asistiendo desde sus insólitos dos metros de altura a la multiplicación de los cadáveres y favoreciendo con su perspicacia y su privilegiada capacidad de observación el desenredo de cada madeja criminal.

Ya Gran Granada me devolvió el placer de la literatura policial, de la que me di auténticos atracones en mi adolescencia y juventud, y en la que, salvo excepciones, acabé por echar de menos un lenguaje más sólido, como el que Navarro utiliza, prosa de poeta, precisa como un reloj suizo, la excelente prosa que impregna todas sus novelas y que se ajusta como un guante al andamiaje literario que sostiene al género negro. Leí entonces, digo, a todos los grandes autores de novela policíaca y a buena parte de los intermedios, y de los mejores casi toda su obra. He seguido frecuentando, eso sí, de tarde en tarde, el turbio universo de Patricia Highsmith, y no hace mucho me regalé, treinta y tantos años después, la relectura de esa grandísima novela que es Los mares del Sur, de Manuel Vázquez Montalbán.

 

Como esa y las demás novelas del detective Carvalho, Gran Granada es, a un tiempo, escrupulosamente respetuosa con los códigos del género y costumbrista, en su más elevado significado, hasta hacer pensar en ocasiones en una Colmena granadina de los sesenta teñida en negro. Es, además, un retrato de esa jerarquía en el ejercicio de la autoridad que se desarrollaba durante el franquismo en la parte superior de la pirámide social, y una crónica en escala de grises de lo más granado de una ciudad de provincias en un tiempo donde los únicos colores que parecían destacar eran el rojo y el gualda de la bandera, como los peces en Rumble Fish, la peli de Coppola. Qué estupendo ese momento en que el viejo comisario desciende hasta los barrios obreros en busca de un recepcionista de hotel y éste y su mujer le miran como desde abajo, apabullados por la altura de su posición y los gruesos lentes que parecen tener su razón de ser en la voluntad de escudriñar desde tan arriba.

Uno sale del libro como abandonando a unos personajes que en el ir y venir de las fechas, de las sospechas y de los temores acaban por hacerse un hueco en la vida del lector. Me quedé prendado de cierto subbibliotecario, porque me resultaba fascinante la idea de que pudiera existir una figura así, cuya labor fuera buscar en los libros devueltos a una biblioteca pública cualquier indicio que pudiera dar una pista sobre algún desafecto al Régimen: qué mayor ejemplo de cómo fascismo y estalinismo se daban la mano en su obsesión por rebuscar en las vidas de todos.

Por otra parte, al terminar la siguiente, Petit Paris, recuerdo haber dejado al comisario Polo mirando la mancha de lápiz de labios en una colilla aplastada por Alodia Dolz en un cenicero del hotel Barbicane. La mirada discretamente minuciosa de Polo y su oído bien atento atraviesan toda esta estupenda novela, que es un veinte años antes, y no después, como en los mosqueteros de Dumas. Al final de esta segunda historia de Polo, el lector casi siente que la ha leído no con sus propios ojos, sino con los del comisario, que su conciencia ha sido la conciencia del protagonista, que nuestro estar en las páginas del libro ha sido su no querer seguir estando en París. Como con Gran Granada, Petit Paris me devolvió ese maravilloso placer de leer buena novela policíaca que alimentó, ya he dicho, mi juventud y mi primera pasión por la literatura. No seré yo quien niegue los homenajes a Simenon, Malet y Modiano que asegura la contraportada, pero sentí muy cerca, además, al mejor Vázquez Montalbán y al todopoderoso Raymond Chandler: en ese Bohle/Corpi parece esconderse un Terry Lennox salido de entre los muertos, aunque en la novela de Justo Navarro es la gran Alodia quien se aleja más o menos triste, solitaria y final.

De alguna manera, esta segunda novela me dejó con muchas ganas de una aventura del Polo condecorado por el Presidente de la República y otra del Polo condecorado también por Alfonso XIII, pero, como dije, Bologna Boogie nos lleva a la Italia de posguerra y a una historia llena de tabaco y cerveza y whisky americano, y sobre todo llena de swing, con desaparecidos de quienes se sospecha, muertos que lo son antes de contar lo que saben, mujeres que juegan a dos o más barajas, un Polo que asombra a los italianos por su altura (Si alguna vez tuviera que mandar a un hombre de su confianza a que le pegara un tiro en la sien, el hombre tendría que subirse a un taburete o esperar a que Polo se sentara, se le ocurre al intrigante Bernagozzi, asesor de la policía), en un ambiente en que la voz de un hombre que desde el interior de un coche le ordena a una mujer que suba puede hacerle sentir a esa mujer algo en el estómago, como si aquella voz fuera un producto químico y ella se lo hubiera tragado, un ambiente turbio donde una sonrisa puede parecer tan usada como si quien la lleva en la cara no se la hubiera quitado en diez años, donde la linterna de un escondido da menos luz que sombras a la hora del afeitado, y donde Polo, alejado de su territorio jurisdiccional, no dispone de ninguno de sus atributos policiales, a saber: En Bolonia no podía escuchar conversaciones telefónicas, ni abrir la correspondencia ajena, ni manipular atestados e informes forenses, ni interrogar a nadie de un modo exhaustivo y científico.

Acabo en afirmación rotunda: estas tres novelas y este personaje, el comisario Polo, sitúan a Justo Navarro entre los más destacados autores españoles de novela negra. 

                                                     Justo Navarro. 2016. (Foto JFH)

 


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