Me cuento entre quienes, cuando visitan una ciudad, quisieran ser viajeros y no turistas. Pero ateniéndome a las diferencias establecidas por Paul Bowels en El cielo protector, existe un impedimento digamos de tipo temporal que anula, me temo, mi voluntad de dejarme invadir por la ciudad y me reafirma en mi condición de invasor. No basta con el asombro, la excitación, el estudio previo de la historia y las peculiaridades urbanísticas y arquitectónicas del lugar que visito. Como turista me apresuraré a regresar a casa (qué remedio) en vez de desplazarme con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra, que es, dice Bowels, uno de los rasgos del viajero. Vaya donde vaya, siempre habré de volver, y no tardando. La propia necesidad de aprovechar bien el tiempo, de escoger lo que habrá de verse, le convierte a uno en eso, en un turista.
Ya lamentaba serlo en Venecia mientras preparábamos la visita. Ojalá hubiéramos tenido más tiempo, ojalá estar en disposición de permanecer allí meses, como tantos escritores de otros tiempos que no visitaban la ciudad de la laguna sino que se instalaban a vivir en ella, atravesaban las distintas estaciones del año, se integraban en el secreto de sus rincones, cruzaban cualquiera de sus muchos puentes no con un plano en las manos sino siguiendo una ruta habitual.
El asombro y la excitación aparecieron en la misma estación de Santa Lucía, en el mismo instante en que entreví desde su interior el primer templo, y cuando salí al Gran Canal y nos recibió San Simeone Piccolo en la otra orilla, con su gran cúpula verde, que cubre la totalidad del edifico circular, y el pronaos neoclásico. El rito exigía llegar en vaporetto a las proximidades de San Marcos, descender en la Riva degli Schiavoni, empezar a asumir que estás allí, que te vas acercando al Palacio Ducal, que cruzas un puente y ves que ahí mismo está el de los Suspiros, entre los tribunales de justicia del Palacio y la Prisión Nueva, separados por el río di Palazzo, alcanzar la Piazzetta, las dos altas columnas de granito coronadas por el león alado de San Marcos y por una estatua de San Teodoro, llenarte los ojos del gótico ducal y de la renacentista biblioteca, del colosal campanile, atalaya desde la que Galileo Galilei le mostró al Dux las propiedades ópticas de su telescopio recién inventado, y de la bizantina basílica, avanzar sin apenas detenerte porque hay que localizar el hotel y dejar el equipaje, y entrar en la plaza así, a buen paso y sin dejar de mirarlo todo: ser tú en la Piazza San Marco.
Gene Cernan, el último ser humano en pisar la luna, sintió durante la cuenta atrás, en el interior de la nave espacial, que aquella experiencia había dejado de ser algo que iba a hacer para convertirse en algo que estaba pasando. Para alguien como yo, estar en Venecia no difiere gran cosa de viajar a la luna. Podría dar muchas explicaciones al respecto, y la que sigue posiblemente no es la más precisa: cierto día de 1978, el director del Colegio Marista Castilla de Palencia, que acababa de rescatarme de la biblioteca, me dijo (bajando en el ascensor, me acuerdo bien) que mi padre ya le había comunicado que nos íbamos a vivir a Almería. Le consté que así era, y él me espetó una frase que no he olvidado nunca: ¿Sabes que en Almería los ríos no llevan agua? Yo tenía once años, e imagino que en ese momento mi cabeza aún estaba llena, además, de las fantasías que sin duda habría estado leyendo con tanto enfrascamiento como para no advertir que estaban cerrando la biblioteca conmigo dentro, de manera que no fui capaz de procesar plenamente la información que se me proporcionaba de repente. Cómo no van a llevar agua los ríos; si no llevan agua, no son ríos. Tal vez en sentido contrario habría sufrido una confusión parecida si me hubiera dicho que en una ciudad llamada Venecia las calles son canales de agua, y que yo iba a vivir en ella. Después de cuarenta y cinco años residiendo en una ciudad ubicada en el borde del único desierto de Europa sigo atrapado en la nostalgia del agua que discurre, de ahí que Venecia haya sido para mí, desde hace tanto e inconscientemente, la ciudad soñada, a medias entre una ciudad real y una de esas fantásticas ciudades invisibles que describió Ítalo Calvino a través de la voz de Marco Polo (viajero veneciano, por lo demás).
Y sí, la enumeración que he hecho de mis primeros pasos en Venecia es indistinguible de la que habría hecho cualquier otro turista. Referirme ahora a sus calles como un laberinto, también: desembocar en el Bacino Orseolo, una especie de dársena para góndolas junto a San Marcos, doblar equivocadamente una esquina, aventurarse por un sotoportego que nos devuelve a la buena ruta hacia el Hotel Serenissima, regresar a la Piazza ya liberados de equipaje, comprobar que el agua de la marea alta ha empezado a extenderse por el enlosado, caminar ahora con más cuidado, buscando pisar en seco, hacer las primeras fotografías, porque es la Plaza de San Marcos y estamos aquí, es algo que está pasando: mirarlo todo con embobamiento. Ellas se sientan en la terraza del Aurora para tomar un café y yo me lanzo a explorar los alrededores, llego al canal sobre el que está construido el Puente de los Suspiros, me interno en un vetusto zaguán cubierto en parte de agua, desde el que veo cruzar una góndola ahí afuera. Nos reencontramos los tres, ellas con el calzado en la mano, mojados los pies, y nos sentamos a comer gnocchi y spaghetti y a beber Lambrusco en la pizzería Rossopodoro, logrando una feliz intimidad incluso rodeados de la nutrida concurrencia que puebla las calles estrechas. Caminamos después sin descanso, sirviéndonos del navegador del móvil pues, como apunté, todo plano es inútil en Venecia, es, como dijo Ignacio Aldecoa de su Cuaderno de Godó, más que guía, perdedero. Y es en relación con esa idea que recuerdo de pronto un dialogo de los Hermanos Marx, cuando, en El hotel de los líos, creo, uno de ellos dice, temeroso y urgente: “¡Rápido, escondámonos, si nos encuentran estamos perdidos!”, a lo que otro responde: “Si nos encuentran, ¿cómo vamos a estar perdidos?”
Uno quisiera que Venecia fuera su escondedero, y es fácil sentir que, en efecto, te has perdido en el dédalo de su trama urbana, pero perdido en un encuentro multitudinario con desconocidos: te cruzas una y otra vez en distintos puntos de la ciudad con gente que te es familiar de otra calle, otro puente, otro campo. Ahora estamos en otro vaporetto, hasta el Puente de Rialto, que nos seduce con su reconocible identidad arqueada sobre el Canal, y apoyados en el ancho pretil de piedra sentimos ese asombro “de la distancia inesperada” entre nosotros, asomados, “y ese lujo de aguas y de góndolas”, tal y como escribió Julio Cortázar en un relato, y nos detenemos a escuchar el tercer movimiento del Verano de Vivaldi, que interpreta un violinista callejero, ese presto con el que nuestro propio verano, el viaje, el tiempo que nos separa de la despedida de nuestra hija va agotándose. En la otra orilla, desde un embarcadero de lanchas motoras amarradas a unos postes que emergen de la superficie, contemplamos Ca´ d´Doro, el bellísimo palacio que parece flotar en las aguas del Canal, y empieza a caer la tarde, y en el Campo de le Beccarie, frente al mercado de pescado, ahora vacío, nos tomamos un Aperol spritz, que yo, de inmediato, me comprometo a reproducir cuando regrese. Y hay otro largo caminar, de vuelta ya, callejeando, cruzando los puentes interiores de la ciudad sin coches ni motos ni patinetes, bendita Venecia entre todas las ciudades, y un detenerse para ver el crepúsculo desde el embarcadero de góndolas de San Marco, frente a la isla de San Giorgio, que es otra fantasía flotante bajo nubes delicadamente rosas, y un sentarnos en unos escalones de la Plaza de San Marcos, sobre la que ha caído la noche, todo tan imprescindible para el buen turista, tal vez, pero tan único, tan imborrable.
Cuento con una única oportunidad de ver amanecer en Venecia, y a la mañana siguiente, poco después de las seis, me visto sigilosamente y a oscuras para no despertarlas, salgo a las calles casi despobladas, vuelvo a la Plaza de San Marcos, donde muy pocos turistas madrugadores comparten tiempo y espacio con los operarios de la limpieza, espero la salida del sol desde un embarcadero tratando de no perturbarle el momento a otras tres personas que miran en la misma dirección, allá donde está naciendo verdaderamente el día, y volviéndome de espaldas contemplo la luna aún en el cielo, una luna redonda y blanquísima que solo dos días antes nos sorprendió llena entre dos edificios de Milán y ahora asiste a la salida del sol, como participando en un traspaso de poderes: ha finalizado el reinado de la noche y comienza el del día. Acabada la ceremonia, camino hasta el Puente de la Academia, el Gran Canal sólo lo recorren a esa hora las barcazas de transporte de mercancías, me interno en el barrio de Dorsoduro, descubro un canal distinto a los que ya he visto, con calles o fondamente a cada lado del río, y un astillero de góndolas junto a una iglesia, la de San Trovaso, y venecianos barriendo la puerta de su casa, y un callejón que muere en otro canal con ropa tendida.
Reunidos los tres de nuevo es el momento del deslumbramiento en la Basílica de San Marcos, casi un puro síndrome de Stendhal al considerar los mosaicos que cubren por completo el interior y en los que prevalece el color dorado, como si hubiéramos penetrado en un arca de tesoros artísticos e históricos, las bóvedas y los arcos representando la totalidad de las Sagradas Escrituras, y en la terraza las réplicas de los cuatro caballos de bronce cuyos originales dominaron la Plaza durante siglos y hoy están preservados de la acción de los elementos en el museo de la Basílica: la historia de Venecia parece haber cabalgado a sus lomos, y a la sombra de sus réplicas contemplamos la Piazza y la Piazzetta, foro de esta ciudad única, que fue poderosa República de comerciantes, jamás amada, según escribió Jan Morris (Venecia, editorial Gallo Nero, 2022): “Siempre fue la foránea, siempre envidiada, siempre temida. No encajó en ninguna categoría de naciones apropiada. Fue la leona solitaria. Comerciaba con cristianos y musulmanes indiscriminadamente enfrentándose a las espantosas penas papales (…). Fue la más experta y desaprensiva amasadora de fortuna, se dedicó abiertamente al lucro, llegó incluso a tratar las guerras santas como inversiones prometedoras…”.
Una única cosa nos queda por hacer, de las muchas que nos gustaría si dispusiéramos de tiempo suficiente. Buscar el rincón donde alguien a quien mi hija admira mucho rodó una escena de una película, en el Soportego del Magazén, según descubrimos al llegar, y luego más canales, más puentes, cada uno de ellos distinto a todos los demás, y más góndolas deslizándose mansamente en sus aguas quietas, entre casonas y palacios, de piedra o ladrillo, siempre con una suntuosa pero envejecida elegancia, de fachadas con desconchaduras y puertas y portones a pie de superficie y moho y verdín y balcones con macetas, y la luz del sol que intensifica el verdor del agua al fondo de un canal en sombras, escalones, soportales, callejuelas, tiendas de recuerdos, terrazas entoldadas, como aquella del Campo San Giovanni e Paolo en la que hacemos de la necesidad de alimentarnos un regalo para el estómago y para los ojos (góndolas amarradas entre postes en el río del Mendicanti, el amplio ángulo que forman la enorme basílica y la Scuola Grande, el monumento ecuestre del condottiero Bartolomeo Colleoni), y también para los oídos: silencio de la ciudad sin coches, sin motos, sin otro ruido de motores que los que de tarde en tarde trae una lancha abriendo ondas de agua en el canal. Luego la vuelta al hotel, el vaporetto por última vez, la estación de Santa Lucía…
Pero ya insinué que este viaje, con sus tres días en Milán, fue el preámbulo de una separación y del retorno a un nido vacío: mi hija pasará este curso en Italia. «Un día meto en la cama a mi hija de pocos meses, piensa Roberto, la dejo dormida y me voy a mi cuarto y, de pronto, escucho el ruido de unos tacones en su habitación y resulta que han pasado, de golpe, dieciséis años», escribió Miguel Sanfeliu en su novela Parece que cicatriza, y quien dice tacones y dieciséis años dice Erasmus y dos décadas, y es increíble. El paso del tiempo, su fugacidad, el cómo se pasa la vida, la evidencia de que nada podrá devolvernos la hora del esplendor en la hierba: increíble. De alguna manera, Venecia somos todos, pasados los años. Al menos lo soy yo: una isla, con toda una historia a cuestas, tratando de seguir pareciéndome a la mejor versión de mí mismo, pero cada vez más desconchado, y enmohecido, y lleno de rincones donde se acumulan los recuerdos. Y soy ahora una Venecia sin ella, una Venecia sin ti, Aida, y qué distinto todo.