Que la única novela escrita por Zelda Fitzgerald, Resérvame el vals (Save Me the Waltz, 1932), siguiera aún inédita en España, constituía una anomalía editorial tan asombrosa que su publicación hace unos meses en Román y Bueno editores, con traducción de Carlos García Aranda, es una noticia literaria de primer orden. Para quién esto escribe, resulta particularmente emocionante tenerla ya junto con las obras de Scott, su marido; siento que con este libro se completa, de alguna manera, mi propio recorrido a través de una de esas historias más grandes que la vida, que emprendí a los diecinueve años con el deslumbramiento que me produjo la lectura de Hermosos y malditos (The Beautiful and the Damned, 1922).
He vuelto a sus biografías; he intentado, de nuevo, conocerlos, entender sus actos y sus razones, inmiscuirme en su lejano presente, tan fugitivo como lo es el mío ahora y como antes lo fue el de las generaciones que les precedieron, ser con ellos, en distintos instantes, estar en los mismos lugares y observarlos desde una esquina imaginaria, ver sin ser visto y sentir que el tiempo, el suyo y el mío, se nos escapa a la vez, o que el mío será alguna vez tan remoto como en realidad es el de ellos dos. No soy el primero que ha caído bajo el hechizo de su leyenda, y estoy seguro de que muchos más han tenido esa escurridiza sensación de que es realmente posible comprender qué les pasó, y por qué: leyendo sus conmovedoras cartas, escuchando la música que oían –el jazz de los años veinte, sobre todo, velado aún por el humo de los garitos clandestinos donde se burlaba tumultuosamente la Prohibición-, mirando sus fotografías, sus ojos en las fotografías, los ojos con que un día miraron a la cámara (quietos un momento…) sin imaginar que me miraban también a mí desde tan lejos (ya está, podéis moveros).
Se ha escrito mucho sobre los Fitzgerald, y casi todos los que lo han hecho extensamente han cedido a la tentación de inclinarse a favor de uno o del otro; así, Zelda fue una mujer frívola y caprichosa que con sus extravagancias apartaba a Scott de su trabajo de escritor, Scott fue un hombre que ahogó la creatividad de Zelda impidiéndola tener una carrera propia como escritora... Ninguna de estas interpretaciones es justa ni es tampoco cierta. En su apasionada y conflictiva relación hubo mucha más complicidad que competencia. Yo también lamento que no existan esas otras novelas que Scott pudo haber escrito en mejores circunstancias, pero las que sí escribió y han intervenido gozosamente en mi vida existen sólo gracias a que un día conquistó el corazón de aquella descarada belleza sureña a la que su madre le había puesto el nombre de la reina gitana de una novela.
«Nunca hubo una buena biografía de un buen novelista», escribió Scott, «no podía haber: es demasiadas personas a la vez, si es algo bueno». Y sin embargo, algo sí sabemos con toda seguridad de Francis Scott Fitgerald, el mejor escritor de su generación: la historia de su relación con Zelda Sayre fue extremada en todo, extremadamente romántica al comienzo, y extremadamente desdichada al final. Hay una noche de julio de 1918, y un Country Club, el de Montgomery, Alabama, que desde el año anterior se había convertido en una especie de prolongación del club de oficiales de Fort Sheridan, el cercano campamento militar donde jóvenes soldados aguardaban la orden de partir en dirección a las embarradas trincheras europeas. El teniente Fitzgerald tenía 21 años, había abandonado Princeton para alistarse y la idea de morir en Francia no le desagradaba, una muerte heroica y romántica, como correspondía al escritor que soñaba con llegar a ser. Conocía ya el sabor del fracaso: había sido desdeñado por una joven rica de artúrico nombre, había tenido que renunciar a ser una figura deportiva en la universidad y aunque había estado realmente cerca de convertirse en alguien importante en Princeton gracias a sus méritos literarios, unas bajas calificaciones habían dado al traste con sus ilusiones. Durante el siguiente año –pero él no podía saberlo todavía- sufriría otros tres desengaños: la editorial a la que había enviado su primera novela iba a rehusar su publicación, la guerra en la que deseaba participar iba a terminarse antes de que le enviaran a luchar y la chica a la que conocería esa misma noche iba a romper su compromiso con él, convirtiéndose durante unos meses, tal y como escribió más tarde, «en uno de esos amores trágicos condenados por la falta de dinero». Aún así, estaba en la plenitud de su capacidad intelectual, y eso le permitía «retener dos ideas opuestas al mismo tiempo», por ejemplo «la convicción de la inevitabilidad del fracaso y la decisión de triunfar».
Ahora estaba en el borde de la pista de baile, con su impecable uniforme hecho a medida, mirando. Sonaba La danza de las horas, y su atención quedó atrapada en la más hermosa de todas las jóvenes que bailaban. Y no sólo era hermosa: era la chica más popular de la ciudad. Ese mismo mes cumpliría 18 años, y a todos los efectos podía haber sido la nieta más revoltosa de Scarlett O’Hara o de aquella otra antojadiza sureña, Julie Marsden, a la que un día compararon con la bíblica Jezabel: Zelda Sayre, la menor de los cuatro hijos de un juez de la Corte Suprema de Alabama, un torbellino de ojos azules y cabello rubio, obstinada, consentida, coqueta, alegre, independiente, soñadora, osada, una «hacedora de reyes», como alguien dijo de ella, y, como de sí misma dijo Zelda tiempo después, «sin un solo sentimiento de inferioridad, timidez o duda, y carente de principios morales». Scott preguntó a alguien quién era aquella joven, y dicen que se abrió a codazos hasta el centro de la pista, y que bailaron.
Se sabe que se prometieron, y que tras licenciarse del ejecito él viajo a Nueva York para conseguir un empleo, y que ella provocaba sus celos por carta, y que rompieron, y que él se entregó a una juerga de tres semanas, y que luego reescribió su novela, a la que había titulado significativamente El ególatra romántico, y que una editorial aceptó al fin publicársela, pero ya con el título de A este lado del paraíso, y que volvieron a comprometerse, y que vendió un cuento por treinta dólares, con los que le compró a Zelda un abanico de plumas púrpuras, y que un estudio de cine le compró los derechos de otro por dos mil quinientos dólares, con seiscientos de los cuales le compró a ella un reloj de platino y diamantes, y que le envió por correo las dos cosas, y que decidieron que se casarían en Nueva York. Lo hicieron el 3 de abril de 1920, en la catedral de San Patricio, a la semana siguiente de la publicación de la novela. Unos meses antes de la boda, Zelda no podía ni siquiera imaginarse cómo sería Nueva York, unos meses después era la chica más popular de la ciudad gracias a que el libro de su marido había alcanzado un rápido y apabullante éxito; se sabe que se convirtieron en la pareja de moda, y ella en la quintaesencia de la flapper, la chica desinhibida de los locos veinte, los roaring twenties, la heroína de los cuentos de Scott, esa chica de pelo corto que se besuquea en el asiento de atrás de los coches y fuma y bebe de una petaca de plata y es irresponsable y divertida. Sí, tal vez no era tan buena chica como debía ser, pero Scott le escribió a un amigo: «Tú todavía eres católico, pero Zelda es el único Dios me queda ahora». Melibeo soy y en Melibea creo.
La misma Luna que yo vi anoche vieron Scott y Zelda cada una de las noches de su vida. Trato de imaginarlos subidos a la capota de un taxi de Nueva York, o dando vueltas durante media hora en la puerta giratoria de un hotel, o arrojándose vestidos a una fuente frente al Plaza. Los veo acurrucándose el uno en el otro, borrachos, en una fiesta, pero también veo a Scott escribiendo mucho: en 1922, Hermosos y malditos anticipaba en varios años la disolución física y mental en que acabarían hundiéndose. Los veo paseando por los Jardines de Luxemburgo, en París, elegantemente vestidos y en compañía de la pequeña Scottie, y en una terraza de Antibes, en la Riviera francesa, y veo a Scott en un calabozo de Roma, y le veo también tendiéndole la mano a un desconocido Ernest Hemingway, cuyos primeros relatos, sin embargo, ha ensalzado ya a su propio editor; siento que el tiempo se acelera en cada una de las mudanzas que hicieron, de una casa a otra, de un hotel a otro, de Estados Unidos a Europa y de Europa a Estados Unidos, veo baúles y maletas y la cubierta de un barco, y siento el olor del alcohol en sus alientos: a pesar de todo lo que le obsesionaba el dinero, no se tiene noticia de que Scott realizara inversiones con las cantidades fabulosas que le pagaban por sus relatos, ni que llegara a tener una sola propiedad a su nombre: el dinero se gastaba en vivir bien, eso es todo.
Siento cómo en sus vidas el tiempo parece pasar cada vez más rápido, aquellos seres tan bellos están cada vez más estragados por la disipación y el resentimiento, los veo ahora descender de taxis que los llevan a fiestas que no acaban nunca, que cambian de invitados y de emplazamiento y son la misma fiesta, Zelda cada vez más enjuta y hosca a causa del frenético esfuerzo que invierte en el ballet -ha empezado a practicarlo dos años antes, en el 27-, Scott cada vez más pálido; veo un derrumbe, una pérdida absoluta del dominio sobre sus vidas, veo a Zelda girando infatigablemente sobre la punta de sus pies, girando, girando doblemente en su gran espejo de danza, batiendo en su interior los ingredientes de la locura; veo a Scott volcando una y otra vez un vaso en la boca, bebiendo, bebiendo doblemente en el espejo inclinado de los bares franceses, hasta que la ginebra le llega a los párpados, como le escribió a Hemingway, y se mezcla con las lágrimas.
El 23 de abril de 1930, pasados veinte días del décimo aniversario de su boda, Zelda ingresó por primera vez en una clínica mental, a las afueras de París. Lo que en principio parecía una depresión nerviosa acabó diagnosticándose como esquizofrenia. Nunca volvería a estar en condiciones de valerse por sí misma. En octubre de 1931 regresaron a Estados Unidos. La vida de ella sería ya un entrar y salir de distintos hospitales; la de él, un constante endeudarse para costear sus tratamientos y los colegios de Scottie, su hija, un enfangarse en la sensación de fracaso, un permanente estar aferrado «al cuenco de hojalata de la autocompasión»: le veo viajando a Hollywood en el 37, por tercera vez, y trabajando en guiones que luego no se rodaban, y bailando con Sheilah Graham, la mujer con la compartió físicamente los últimos años de su vida, mientras seguía emocional y económicamente comprometido con Zelda. Y le veo bebiendo hasta el límite mismo de la resistencia de su cuerpo.
Zelda y él se vieron por última vez un día de abril –otra vez abril- de 1939, posiblemente en la Estación Gran Central de Nueva York; como ocurre siempre, ellos no podían saber que era su última despedida. Habían estado en Cuba, un viaje desastroso. El hospital había organizado una visita a La Habana para los pacientes, pero el dinero de Scott no llegó a tiempo y Zelda no pudo acompañar a los demás. Para compensarla, Scott decidió que irían juntos. Salió borracho de Hollywood, llegó borracho a Carolina del Norte, donde tenía que recogerla, y no dejó de beber ni un solo momento. En Cuba le golpearon por tratar de impedir una pelea de gallos. En Nueva York estaba tan bebido y agotado que necesitó atención médica. Zelda buscó a alguien que pudiera cuidar de él y decidió regresar al hospital, sola y angustiada por la salud de Scott.
Siguieron escribiéndose hasta casi la víspera de la muerte de él, ocurrida el 21 de diciembre de 1940, víctima de un infarto que venía anunciándose desde días antes y que finamente se manifestó de manera fulminante en la casa de Sheilah Graham. Durante los años que le quedaban de vida, Zelda alternó periodos de internamiento con otros que pasaba en compañía de su madre, en el viejo Sur, en su Montgomery natal. El 9 de marzo de 1948 estaba en el hospital, el Highland, en Ashville, Carolina del Norte. Se declaró un incendio y murieron nueve pacientes. Zelda, que con 47 años era ya abuela de dos nietos, fue una de ellas.
John Cheever escribió en 1971: «He sabido de hombres duros que rompen en llanto durante el capítulo final de cualquier biografía de Fitzgerald». Alcohólico también, Cheever se olvidó de mencionar que, aun siendo Scott el gran, el inmenso escritor, esa biografía es también la de Zelda, y que las lágrimas nos las arranca la certeza de que ambas tragedias son una sola, así como la agitada felicidad de la que un día disfrutaron fue también la suma de sus felicidades.
imagen tomada de scottandzeldafitzgerald