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Channel: Los pasadizos del Loser
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El humo ya no ciega mis ojos

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Gracias al blog que el crítico musical Diego A. Manrique tiene en la edición digital de El País supe hace unos meses de una novela corta titulada Snodgrass, escrita por Ian R. MacLeod, donde un John Lennon cincuentón y fracasado narra en primera persona lo que fue de su vida desde que en un arranque de orgullo profesional –o tal vez de orgullo a secas- abandonó a los Beatles en 1962, justo antes de que la banda iniciara el ascenso al éxito de la mano del productor George Martin. La novela está encuadrada, ya se ve, dentro de ese apasionante género literario llamado ucronía, es decir, aquellas obras de ficción que construyen una Historia alternativa a partir de la modificación de un determinado acontecimiento, y si yo la menciono aquí –y ahora- no es por lo apetecible que resulta su lectura de acuerdo con lo que de ella cuenta Manrique, sino por su estupendo comienzo: «Tengo planificada mi vida. Hoy, dejaré de fumar. Mañana, dejaré de beber. Al día siguiente, otra vez dejaré de fumar». (En “Planeta Manrique”). 

Durante años ésa ha sido mi relación con el tabaco: a cada abdicación de mi yo fumador en un yo quizá menos cool pero mucho más saludable le ha venido sucediendo antes o después el retorno al cigarrillo. A veces echaba de menos el mero gesto de sostenerlo entre los dedos, tan arraigado ya en mi carácter; a veces la rendición ocurría durante un acceso de ansiedad o de melancolía o de rabia; a veces se trataba de agarrarme al humo y escapar de uno de esos legendarios bloqueos de escritor. Esto cambió hace exactamente un año. Apenas puse punto final a un relato largo en el que había estado tres meses trabajando duramente, fumé el que sabía que era mi último cigarrillo: éstas son, pues, tan solo unas líneas para celebrar en público un aniversario íntimo. 

En este año he podido comprobar que la realidad supera a la adicción; que abandonar el hábito no hace un monje de uno; que en la sobremesa el humo del café podrá añorar, solitario y achaparrado, aquellos tiempos en que danzaba con el larguirucho humo de un cigarrillo, no lo niego, pero el placer que antes ha experimentado el paladar con los matizados sabores de la comida para sí lo quisieran los otros cuatro sentidos; que la inspiración literaria no necesita un filtro ni en los labios ni en el camino siempre azaroso que una idea ha de recorrer para llegar a las yemas de los dedos en el teclado. En este tiempo he evitado de forma natural convertirme en uno de esos adustos ex fumadores que abominan del acto de fumar y se quejan del humo y lo espantan ostensiblemente de su cara con la nariz fruncida y tosiendo y se han pasado, con el ímpetu del converso, a las filas de quienes defienden que no se fume en los bares. No. En cambio he de reconocer que hace unos días sentí un desagrado inmediato al ver a alguien hacer en la calle, irreflexivamente, sin darle importancia, un gesto que habré repetido yo centenares de veces con absoluta soltura: el de arrojar sin más la colilla al suelo tras la última calada. 

Alguna vez he contado que le debo mi condición de fumador a una escena en concreto de una película. La película es Un lugar en el sol y la escena aquélla en que el personaje que interpreta una deslumbrante Elizabeth Taylor repara por primera vez en la existencia del personaje que interpreta Montgomery Clift. George Eastman ha sido invitado por su adinerado tío a una fiesta elegante en la que no encaja. Deambula entre los invitados y acaba a solas en la sala de billar, donde una carambola imposible atrae casualmente la atención de Angela Vickers, la chica rica con la que lleva soñando desde que llegó a la ciudad. «Has desperdiciado tu juventud», le dice ella a ese desconocido, admirada por su habilidad en el juego. Él asiente con timidez. « ¿Por qué estás solo?», le pregunta, «¿Eres exclusivo?». Él dice que sólo está pasando el tiempo, y la invita a jugar. Ella le responde que se limitará a mirarle. «¿Te pongo nervioso?». «Sí». Se presentan. Él le hace entender que ya la conoce, por los periódicos. « ¿Qué haces?», le pregunta Angela ahora. «Cosas corrientes». «No pareces muy corriente». «Es la primera vez que alguien me lo dice». «Eres muy reservado…». «Sí,  a veces». « ¿Melancólico o exclusivo?». «Ahora mismo ni lo uno ni lo otro». Y en esa escena nace una historia de amor que acabará en american tragedy… Esa chica tan apabullantemente hermosa, ese tipo atractivo y su manera atractiva de fumar… 


Yo tenía diecisiete años aquella noche (como Liz), y es posible que hubiera acabado convertido en un fumador de todos modos, pero diablos, no hubiera sido por un motivo tan bueno. Esa escena me la llevé, más o menos disimulada y mezclada con otra de la película, a mi novela El veneno de la fatiga; fue uno de esos homenajes privados a los que somos tan dados los que escribimos ficción. Fumar fue en mí, desde siempre, una manera de ser un poco aquel tipo del billar, o cualquier otro parecido: apostaría a que los cinéfilos tienen más papeletas para ser fumadores. 

Gabriel García Márquez dejó de fumar para siempre el día que un amigo siquiatra le explicó que la razón por la cual resulta tan difícil abandonar la adicción al tabaco es que dejar de fumar viene a ser como matar a un ser querido. Hay momentos en que echo de menos a ese ser querido, es cierto, a ese fumador que fui, pero no me pesa en la conciencia haberlo liquidado: lo maté en legítima defensa. Por eso sé que esta vez es para siempre, que no habrá ya un día siguiente en que tenga que volver a dejar de fumar.

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