Desde que El invierno en Lisboa me fascinara a mis veintidós años, he venido leyendo puntualmente todos los libros que ha publicado Antonio Muñoz Molina. Antes, naturalmente, retrocedí a Beatus Ille, que era anterior en el tiempo y me gustó más aún; luego esperé Beltenebros como un niño espera la Navidad: éste fue el primero de sus libros que el librero me entregó nada más desembalar ante mí el paquete que acababa de llegarle de la distribuidora, y el primero que no pude empezar a leer ese mismo día: estaba en época de exámenes, de modo que lo puse de pie en mi estantería, como una promesa de desconocidos y excitantes placeres literarios. El jinete polaco, Ardor guerrero, Plenilunio… En fin. Uno tras otro. Recuerdo las circunstancias en que leí cada uno de sus libros, y si me detengo ahora en Sefarad no es porque se trate del que prefiero entre todos –no tengo un “libro favorito” de Muñoz Molina-, sino porque fue el único sobre el que escribí a vuela pluma mis impresiones nada más acabar de leer la última página, envuelto todavía en la mirada de ese retrato pintado por Velázquez que le asalta a uno por sorpresa cuando llega al final.
Leí una buena parte del libro apenas llegó a las librerías en marzo del 2001, arrastrado, gozosamente arrastrado, por la corriente de aquella prosa envolvente y prodigiosa, conmovido por la forma en que el autor metaboliza y nos devuelve como propio el dolor y el miedo de tantos, y asombrado por la difícil facilidad con que están urdidos esos capilares a través de los cuáles se extiende sutilmente la unidad del relato, su alma única. Luego dosifiqué su lectura, porque no quería terminarlo en una semana sabiendo que tardaría dos o tres años en volver a leer un libro suyo, pero también porque aún aspiraba entonces –y aún aspiro hoy- a llegar a ser algún día un lector más metódico y menos compulsivo. Desde luego, no soy capaz de analizar tan magnífica obra en un texto que quiere ser breve: Sefarad lleva demasiadas cosas dentro como para despachar un comentario o un juicio en unas líneas, máxime cuando uno carece del don de la concreción. Digamos que Sefarad es un regalo para todo aquél que ya no se conforma con una trama convencionalmente estructurada o un argumento rutinario.
Por aquel 2001 yo había aprendido ya a vivir los libros y no a través de los libros, y aquél lo viví intensamente, un libro que era de Muñoz Molina, claro, pero también de Jesenka, Ginzburg, Neumann, Münzenberg y tantos otros personajes históricos de los que yo no había oído hablar nunca, para mi vergüenza, y que hasta ese libro habían sido para mí tan desconocidos pero tan reales, de alguna anónima manera, como todos cuantos han sufrido las penalidades de la persecución, la expulsión, la tortura o el exterminio. Tanto la enfermedad como la asfixia que provoca la vida de provincias, cuestiones tratadas también en Sefarad, sí las conocía de primera mano, ésta última en unos términos tan similares a los que el narrador dice haber experimentado en algún período de tu vida que me perturbó leer ciertas páginas: cada vez que en cualquiera de sus libros Muñoz Molina adopta unas perspectiva confesional me siento espiado, viviseccionado, expuesto a la luz pública e igual de sobresaltado que ante un espejo cuya existencia me hubiera pasado inadvertida hasta el momento de reconocerme en el desconocido que me observa.
Sefarad es tal vez su libro más borgeano, al menos lo es a ratos. Borges creó un Jaromir Hladík que quizá tuvo su origen en algunas de las personas reales de las que nos habla Muñoz Molina en el libro. Aquel Hladík soñó una noche de marzo con un largo ajedrez, y cinco días más tarde fue arrestado por los nazis, y en prisión, esperando su último amanecer, encontró a Dios –aunque bien es cierto que durante el transcurso de otro sueño- en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos de la Biblioteca del Clementinum, en la Ciudad Vieja de Praga, concretamente en un atlas, y concretamente en un mapa de la India, y Dios le concedió un milagro secreto (¡cómo me gusta ese relato!). Sefarad es también, evidentemente, un libro kafkiano, pero no por razones que partan de la voluntad de su autor y lleguen al texto convertidas en un disfraz de estilo o de atmósfera, como ocurre tan a menudo con la literatura que se elige kafkiana, sino porque lo kafkiano parte amargamente de la realidad que Muñoz Molina retrata y llega al texto atravesando su conciencia, valiéndose de él en tanto que autor, de su talento y su sensibilidad. El instante en que Gregorio Samsa se despierta una mañana convertido en un insecto gigante es simétrico a ese otro en que Jean Ámery/Hans Mayer, tal como cuenta la novela, se leyó un día en un periódico convertido en un insecto semítico.
Cada vez son menos los novelistas en cuya obra uno encuentra una mínima vocación de perdurabilidad, de trascenderse a sí misma y a su tiempo, y sin embargo son los únicos novelistas que merecen ser leídos. Comprar novelas actuales es una atracción fatal a la que prácticamente ya he renunciado: la mayoría de las veces, uno continúa leyéndolas a partir de la página 20 porque no hacerlo equivaldría a aceptar fríamente que hemos tirado una cantidad nada desdeñable de dinero; cuando yo acabo muchas de ellas, cuando las acababa, más bien, me acordaba de Víctor Hugo y de Dumas y de tantos otros grandes escritores a quienes no he leído aún, y la sensación de haber perdido el tiempo era todavía más terrible que la de haber perdido el dinero. La obra de Antonio Muñoz Molina sí aspira -decididamente, además- a permanecer en la memoria y en el ánimo de quien lee sus libros. Y lo logra de manera absoluta. No hay otro escritor actual, en cualquier idioma, que me apetezca tanto seguir leyendo.