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Hermosos y malditos (Lecturas de verano II)

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Durante muchos años, Hermosos y malditos fue mi novela favorita, aun cuando su lectura iba quedando cada vez más lejos en el tiempo y el recuerdo era cada vez más impreciso. Hoy ni siquiera es ya la novela que prefiero de Francis Scott Fitzgerald, aunque mi admiración por ella, despojada del aura mítica en que la envolví a mis diecinueve años, permanece intacta. Puedo decirlo porque he regresado a sus páginas este verano, y para mi sorpresa he descubierto lo intensamente grabadas que quedaron en mí muchas de sus escenas; más aún: lo intensamente que ese nocivo aire de fracaso que se respira dentro pudo haber afectado a mi actitud ante la vida.

Sin duda, The Beautiful and Damned, publicada por entregas en 1921 y en forma de libro en marzo de 1922, es una novela imperfecta, pero como tal es la mejor que conozco. Sufrió la «maldición de la segunda novela», que a lo largo de la historia de la literatura ha atacado a muchos autores que experimentaron un gran éxito con la primera: Fitzgerald, con tan solo 25 años, quiso escribirla demasiado deprisa y meter demasiadas cosas dentro, a pesar de que en una carta a su editor se limitara a resumirla diciendo que «trata de la vida de Anthony Patch entre sus 25 y sus 33 años (…) La forma en que él y su esposa, joven y hermosa, encallan en los bancos de arena de la disipación es el tema de la historia» (era agosto de 1920 y la novela se titulaba en ese momento The Flight of the Rocket, -El vuelo del cohete-). En realidad, contiene muchos más planteamientos, aunque la ruina moral y física de sus protagonistas domina el libro y le proporciona cierta sordidez desmesurada que incomodó a parte de la crítica que había recibido alborozada A este lado del paraíso (1920); es, también, un ácido retrato de la sociedad estadounidense durante esa era del jazz de la que él fue máximo exponente literario, y una reflexión sobre la inutilidad de la vida y la fugacidad de aquello que se desea.

Ya en mi primera lectura me intrigó sobremanera que este autor escribiera sobre su propio y abrumador fracaso cuando estaba en la cima de su éxito. Creo que fue Juan Carlos Onetti quien advirtió acerca de la posibilidad de que una obra de ficción pudiera vengarse de quien la escribe. En cualquier caso, no habría sido el único que hiciera esta advertencia: Antonio Muñoz Molina, en un ensayo titulado “Memoria y ficción”, recuerda que también Graham Green le pedía a todo novelista que tuviera «cuidado con las cosas que inventa, porque las novelas se hacen con recuerdos no sólo del pasado, sino también del futuro, y es posible que al narrar la desgracia de un personaje esté vaticinando las que le aguardan a él». Cuando yo leí por primera vez Hermosos y malditos (título que pasó a ser con el tiempo una manera harto frecuente de referirse a Scott y Zelda), no sabía mucho de los Fitzgerald, apenas unas líneas biográficas, desoladoras y, por qué no decirlo, fascinantes; esos breves apuntes, sin embargo, contenían datos que obviamente Scott Fitzgerald desconocía cuando escribió la novela, pues se referían a su vida futura, y eso me concedía, me sigue concediendo hoy, una ventaja que no deja de perturbarme. 

Anthony Patch y F. Scott Fitzgerald beben demasiado, pero es de suponer que el escritor, a diferencia de lo que acaba ocurriéndole al personaje, no es aún, a tan temprana edad, un alcohólico. Anthony y su joven y bellísima esposa Gloria (ella es la Belleza) se entregan a juergas tan descomedidas y perniciosas como Scott y Zelda, y unos y otros son advertidos por sus amistades del riesgo que corren. Es la parte más notoriamente biográfica, junto con determinados escenarios, calamitosos accidentes automovilísticos, grandes peleas, reconciliaciones, interminables conversaciones nocturnas…  En una carta fechada en el verano de 1930, que tal vez nunca llegó a enviar a Zelda (se conserva el borrador), Scott afirma: «Desearía que Hermosos y malditos fuera un libro más maduro de estilo, porque todo lo que decía era cierto. Nos destrozamos a nosotros mismos; francamente, nunca he pensado que nos destrozáramos el uno al otro». En 1940, sin embargo, le escribió a su hija Scottie que «me serví de muchos episodios circunstanciales de nuestros primeros años de casados», y que «Gloria era una persona mucho más banal y vulgar que tu madre (…) Nosotros nos lo pasamos mucho mejor que Anthony y Gloria».

Y hay, en definitiva, una diferencia fundamental entre Anthony y Scott: el dinero que el personaje despilfarra no ha sido ganado por él, sino que le viene de familia. Además, espera recibir una cuantiosa herencia cuando su abuelo, un estricto reformador social, muera. De ahí su perezosa elegancia, su dejadez, el triunfo de la apatía, su holgazanería, su despreocupación, su ociosidad, y la forma en que todo ello acaba volviéndose contra él y su esposa. El dinero que Scott despilfarró con Zelda provenía, sin embargo, del desarrollo de su talento y de su trabajo literario. Anthony y Gloria acaban resultando muy antipáticos: él no sólo es «brillante y lleno de magnetismo», sino también pedante, misógino, racista, cínico, vanidoso, clasista y cobarde: en realidad, «le preocupaba la idea de ser nada más que una mediocridad con facilidad de palabra». Como prototipo de la flapper, Gloria es tan irritantemente frívola como bella. Su filosofía de la vida es clara: «usar cada minuto de estos años, mientras soy joven, para pasarlo lo mejor posible (…) Después todo me dará lo mismo». ¿Es la derrota de estos dos personajes, pues, una anticipada fábula con moraleja, o es una manera de marcar la diferencia entre la disipación practicada por herederos sin talento y aquella otra a la que se entrega un artista?

Escribe Vicente Campos en el prólogo a uno de los muchos libros que se han publicado recientemente firmados por Francis Scott Fitzgerald que a este autor «se deben algunas de las mejores páginas jamás escritas sobre la nostalgia de lo que todavía se tiene, pero está a punto de perderse» (Los mejores cuentos. Navona Editorial 2012). Es esta una gran verdad que, trascendiendo lo literario, forjó también parte de mi carácter a una edad, esos 19 años, me temo que demasiado influenciable. Ahora he vuelto a leer Hermosos y malditos en la traducción de José Luis López Muñoz, aunque no ya en mi viejo ejemplar de Bruguera, sino en reciente edición de Alianza. He acompañado la relectura con las cartas que Scott le escribió a su hija, recogidas en el hermosísimo y revelador libro Cartas a mi hija, publicado por Alpha Decay. Nunca volver a un libro se pareció tanto a regresar a una casa en la que se vivió la infancia: es el mismo espacio, detenido en el tiempo y como aguadando nuestro regreso. 

También en lo literario ha sido un verano especial.





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