Omero Antonutti en El Sur, de Víctor Erice
En esa galería de perdedores cinematográficos que va creciendo en las paredes del Loser, hay un lugar algo retirado en donde rumia su angustiosa soledad interior Agustín Arenas, aquel médico y zahorí que hubo de abandonar el Sur al acabar la guerra y se instaló en una ciudad amurallada del Norte, próxima a un río y envuelta perpetuamente en una melancolía de otoños amarillentos y blancos inviernos. Agustín vivió sus últimos años en una casa apartada de esta ciudad, con su mujer y su hija Estrella, a quienes en los periodos más sombríos y callados de su tristeza apenas prestaba atención. Este inexplicable desapego fue particularmente amargo para la niña, que estuvo fascinada por los poderes mágicos de los que su padre hacía uso a través de su péndulo de zahorí («mi padre era capaz de hacer cosas que a los demás les parecía un milagro»), y luego intrigada por el misterio de su pasado, en donde sin duda estaban las razones de aquel hermetismo suyo. Que Agustín le demostrara un día que ella poseía ese mismo poder, enseñándole a usar el péndulo, hizo de este objeto un lazo de unión entre ambos que se prolongó más allá del suicidio del padre.
Ladran los perros a la muerte en el inicio de esta obra maestra del cine, El Sur, de Víctor Erice, y una tenue luz va iluminando el dormitorio lentamente al tiempo que amanece tras la ventana. Digámoslo ya: memorable el trabajo de José Luis Alcaine en la fotografía. La luz es débil porque es de este lado por donde empieza la historia, del lado Norte, envuelto en sombras y silencio, como un cuadro de Caravaggio o de Vermeer. El padre está y no está, porque una parte de su vida sigue atrapada en el pasado, que geográficamente se sitúa al otro lado, en el Sur. Estrella, que tan vinculada a él se sentía a los ocho años, que rondaba la puerta cerrada de su estudio, que aguardaba expectante su llegada cada día y salía a buscarle a la carretera por la que se acercaba en su moto, quisiera saber más de él y de los suyos, de esa soledad y ese silencio y esa otra mujer cuyo nombre escribe una y otra vez en los papeles que guarda en el cajón: Irene Ríos. Pero él es un enigma indescifrable para ella.
La película continuaba en el Sur, que no era tan solo un lugar más allá de la imaginación o el deseo, sino real, un espacio en el que parecía desarrollarse otra historia simétrica, donde las sombras del Norte eran sustituidas por la intensa luz de Andalucía, donde un niño crecía creyendo que su padre murió al poco de su nacimiento y desconociéndolo todo de su hermana, de la misma forma que su hermana, en el Norte, ignoraba su existencia. Pero esa otra parte, esa continuidad natural de la película de Erice, nunca existió: queda tan solo apuntada en el relato de Adelaida García Morales en que se basa la película, y en el guión del propio Víctor Erice, para quien esta sublime obra del arte cinematográfico, tal y como los espectadores la sentimos, está y estará para siempre incompleta: primero una decisión del productor, Elías Querejeta, que apeló a problemas financieros, y después la gran acogida entre la crítica y el público, impidieron que la película se terminara: nunca vimos a Estrella en el Sur, nunca la vimos descubriendo que su padre tuvo un hijo con otra mujer, nunca vimos cómo este joven se enamora de ella sin saber quién es, nunca la vimos a ella entregándole el péndulo de su padre justo antes de separarse, ni enseñándole a usarlo como su padre le había enseñado a ella: Víctor Erice, al igual que Agustín (un extraordinario Omero Antonutti), hubiera podido también suscribir aquella frase de Salvatore Quasimodo con que se abre la novela Los mares del Sur, de Manuel Vázquez Montalbán: «più nessuno mi porterà nel sud»: ya nadie me llevará al sur. Aun cercenada de una parte sustancial, la película es asombrosamente bella y conmovedora; pero muchas escenas que tenían su lógica correspondencia en otras escenas no rodadas han de ser interpretadas por separado e incrementan la sensación de misterio que envuelve a la película.
He leído que la película de Erice y el relato de García Morales fueron creciendo casi al mismo tiempo, como si uno y otra, que entonces eran pareja, se hubieran planteado desarrollar una determinada historia cada cual a su modo. Hay diferencias entre el texto y la película, como no podía ser de otro modo, diferencias que enriquecen mutuamente las dos obras, la literaria y la cinematográfica («Te recuerdo en aquel tiempo más solo que nunca, abandonado, como si sobraras en la casa. Tu ropa envejecía contigo, os arrugabais juntos», escribe Adelaida García Morales). En la película, esa nostalgia del Sur no es sólo lamento por la pérdida de un antiguo amor, sino fundamentalmente por la pérdida del paraíso remoto de la infancia y la juventud, que es espacio y tiempo inaccesible ya para Agustín Arenas. En este sentido, en el fracaso que se deriva de la imposibilidad de aceptar el presente y de ser el padre que su hija desearía y merece, es en el que El Sur resulta tan especial para quien esto escribe.
En el texto de García Morales, publicado por la editorial Anagrama en 1985, Adriana (Estrella) sí viaja al Sur y descubre el secreto de su padre y conoce a su hermano, a quien no desvela su identidad ni la de Rafael (Agustín). En la película, estrenada en 1983 (cumple este 2013, pues, treinta años), esta parte sólo existe en el guión y en el emocionado relato que Víctor Erice ha hecho alguna vez del que hubiera debido ser el final de su obra: en la estación de Carmona, el hermano, que acaba de recibir el péndulo de zahorí que su padre le dejó a Estrella bajo la almohada la noche en que se pegó un tiro, le hace entrega a ella de un libro escrito por Robert Louis Stevenson, Islas del Sur (In the South Seas, en el original), el primer libro de viajes que leyó Erice, y en el tren que la lleva de regreso al Norte Estrella comienza a leerlo: los espectadores hubiéramos escuchado, en la voz de Fernando Fernán Gómez, un fragmento de ese libro, del que aquí selecciono un fragmento menor:
«… la mayoría dejan que sus cabellos se vuelvan blancos en los mismos lugares donde desembarcaron; hasta el día de su muerte, a la sombra de las palmeras, bajo los vientos alisios, algunos acarician el sueño de un regreso al país natal que jamás cumplirán…»
Lo dejé allí, sentado junto a la ventana, escuchando aquel viejo pasodoble,
solo, abandonado a su suerte...