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Channel: Los pasadizos del Loser
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Los inadaptados Gay, Roslyn y Perce

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Una gran fotografía de los tres protagonistas de The Misfits ocupa un lugar privilegiado en las paredes del Loser, pues no en vano el aire de derrota y melancolía que transpira cada plano de la película de Huston va más allá de los personajes y alcanza a los propios actores. De un lado tenemos al viejo Gay Langland y a Perce Howland, vaqueros fuera de su época, y al piloto Guido, que los acompaña en su despreocupada deriva vital. Misfits significa, literalmente, ‘inadaptados’, y eso es lo que son estos tres tipos; lo de vidas rebeldes parece quedarles tan ancho como el ala de sus viejos sombreros, a menos que se trate de una rebeldía limitada al hecho de que se han negado a adaptarse a los tiempos, con lo que volvemos al principio. En este punto cualquiera de ellos podría escupir de lado contra la tierra o encender una cerilla en el relieve de la gran hebilla del cinturón y acercar la llama al cigarrillo haciendo hueco con la otra mano. Cualquier cosa antes que vivir de un jornal, ¿verdad Perce?

Ninguno de los tres ha podido acomodarse tampoco a una vida familiar más o menos corriente. Qué diablos. Gay hace años que no ve a sus hijos, Perce se ha distanciado de su madre después de que ésta se casara por segunda vez, Guido perdió a su mujer. Ahora están organizándose para ir de nuevo a coger unos cuantos caballos salvajes. Las extensas praderas americanas en que se desarrollaba la vida de los cowboys han sido sustituidas por el desierto de Nevada; las grandes y mugidoras manadas de cornilargos son ahora un puñado de mustangs que solo sirven para convertirse en comida para perros. Pero antes de partir hacia el desierto conocen a una antigua bailarina que ha venido a Reno a divorciarse, Roslyn, una mujer difícil de entender, aparentemente ingenua, desconcertante, a ratos triste y a ratos llena de vida, y en todo momento de una contoneante y perturbadora desnudez bajo cualquier cosa que se ponga encima.

                                                                                          Foto: Eve Arnold

En el fondo, Roslyn es otra inadaptada: demasiado sensible. Todo dolor a su alrededor es un dolor que siente en sí misma: el del caballo que corcovea en el rodeo y el del tipo que lo trata de montar y es arrojado al suelo, y por supuesto el de los caballos cimarrones que los otros pretenden capturar y entregar al tratante de ganado. En la ardiente llanura del desierto, Gay y Perce esperan que la avioneta de Guido aparezca de vuelta por entre las montañas del horizonte, y que por abajo vengan espantados al galope unos cuantos caballos, al final muy pocos, comprueban con los prismáticos, pero en fin, mejor esto que trabajar a sueldo, ¿no Perce? Sí, mejor esto que trabajar con un puñetero equipo de vaqueros para que otro pueda ponerle gasolina a su Cadillac, dice Perce en el relato escrito por Arthur Miller. Enlazan a los caballos desde la caja del camión que conduce ahora Guido, les atan las patas para dejarlos allí tendidos toda la noche. Y es en ese momento cuando la carnal y compasiva Roslyn rompe en una histeria desgarrada y desgarradora en medio de las ondas de calor que reverberan en el aire. De nada ha servido que el viejo Gay le explicara que es eso o aceptar una paga; que él caza caballos para conservar su libertad, para ser un hombre libre.

En el magnífico relato de Arthur Miller, fechado en 1957 y titulado así, «Los inadaptados» (Ya no te necesito, Tusquets 2003), Roslyn no está allí para salvar a los caballos salvajes: no es más que un nombre pronunciado de vez en cuando. Convertido este texto en un guión de cine, Roslyn adquiere forma y carácter, y desde luego también la pálida piel y la voz susurrante de Marilyn Monroe. Dicen que Miller tardó tres años en escribir y reescribir aquel guión; cuando al fin comenzó a rodarse, en julio de 1960, su matrimonio con Marilyn ya estaba roto: lo que iba a ser el regalo de un gran dramaturgo a la rutilante estrella cinematográfica con la que estaba casado, acabó por convertirse en una de las muchas razones por las cuales el rodaje The Misfits fue tan turbulento.


                                                                                                  Foto: Eve Arnold

Es estupendo que esta película exista, pero tal vez hubiera sido mejor que no llegara a rodarse nunca, sobre todo si tenemos en cuenta el desgaste físico y mental que supuso para quienes participaron en ella. Desde luego, aceptar aquel papel fue el mayor error que cometió Clark Gable en toda su vida, pues es muy probable que todo aquel esfuerzo fuera el causante de que un infarto acabara con él doce días después de rodar la última escena. Este desenlace resulta casi inexplicable viendo la película: de los tres protagonistas, es sin duda el que tiene mejor aspecto; a sus 59 años, encaja perfectamente en la piel tostada del rudo y vigoroso vaquero Gay Langland.

Lo de Marilyn y Monty Clift es otra cosa. El productor del film diría más tarde que ambos eran gemelos psíquicos, que reconocían el desastre en el rostro del otro y se reían de ello. Son, realmente, dos almas atormentadas, cada uno a su modo; dos seres inadaptados de verdad, dos insomnes encadenados a sus adicciones y a sus inseguridades. La interpretación de Marilyn se queda a medio camino entre ese arquetipo de sí misma del que deseaba escapar y la actriz que hubiera podido llegar a ser, y en ese terreno de nadie se la ve tan abrumadoramente frágil y perdida como seguramente lo estaba en su propia vida. Monty apenas recuerda a aquel hipnótico actor que había sido tan solo siete años antes: el accidente de tráfico que sufrió en el 56 modificó su rostro lo justo para que su belleza desapareciera; a veces, es cierto, un gesto, un movimiento de la cabeza, algo nos devuelve fugazmente al Clift de Un lugar en el sol o de De aquí a la eternidad o de Yo confieso, pero ni los rasgos faciales ni la desconcertada mirada ni las manos ni lo quebradizo de su cuerpo entero tienen nada que ver con aquel joven; las drogas y el alcohol han hecho el resto del trabajo. Cuál no sería su extremada vulnerabilidad para que una mujer tan absolutamente desvalida como Marilyn Monroe, que no volvería a completar ninguna otra película después de aquella, y que moriría dos años después, a los treinta y seis, se sintiera inclinada a protegerlo a él. Tampoco hizo gran cosa Monty en el cine tras The Misfits, y murió envejecido prematuramente a los cuarenta y cinco años, en el verano del 66. Por el contrario, Eli Wallach (Guido) sigue vivo y en activo; cumplirá cien años en 2015.


Gay ha dejado escapar al último caballo justo después de haberlo atrapado de nuevo, y exhausto, sentado en el estribo del camión, maldice a los que «han cambiado esto: lo han envenenado todo y lo han manchado todo con sangre». «Para mí ha terminado», añade. «Es tanto como estrangular un sueño. Hay otra manera de seguir viviendo, si es que queda alguna todavía». Podrían ser mis propias palabras.

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