Foto: JFH
Al comienzo de su última e inacabada novela, El primer hombre, Albert Camus nos presenta al protagonista, Jacques Cormery, en el cementerio de Saint-Brieuc, frente a la tumba de su padre, muerto durante la Primera Guerra Mundial antes de que él cumpliera un año. Cormery lee las fechas de nacimiento y muerte, calcula la edad, 29 años, piensa en su propia edad actual, 40 años, y repentinamente la idea de que el hombre enterrado bajo aquella lápida es más joven que él, su hijo, le sacude físicamente; se siente invadido por la ternura, la compasión, la piedad, el vértigo: quieto entre las tumbas –ocupadas todas ellas por jóvenes muertos en la misma guerra, padres de hombres encanecidos-, le confunde la quiebra de un orden natural del tiempo, la inexistencia de tal orden fluvial, su sustitución por la locura y el caos: hijos que son más viejos que sus padres.
Estas últimas semanas he asistido a varios homenajes tributados en mi ciudad al escritor Albert Camus. En algún momento recordé esa escena que tanto me impresionó cuando la leí en 1995, a mis propios 29 años. El manuscrito de aquella novela –autobiográfica, por lo demás- fue encontrado entre los restos del coche en el que Camus se mató en enero de 1960, cuando contaba 46 años. Disfrutando de un vaso de pastis –tal vez algunos más- en la tarde noche del día siete de noviembre, fecha en que se cumplía el centenario de su nacimiento –y también el primer aniversario de la librería Zebras, que organizaba el acto-, caí en la cuenta de que ahora yo soy un año mayor que Camus: un hijo que supera en edad a uno de sus padres literarios.
Admiro desde hace mucho a Albert Camus, pero estos días en que he profundizado más en su obra y, sobre todo, en su vida y su pensamiento, las razones para admirarlo se han multiplicado. Más que una mera grandeza literaria, la suya fue –es- una grandeza intelectual y ética. Una figura como ésta resultaría inconcebible hoy, quizá incluso resultaba enorme en su tiempo, de ahí que le fuera concedió el Nobel antes de cumplir los 45; he vuelto a leer, con un estremecimiento de emoción, la carta que con tal motivo le escribió a su maestro de primaria, Louis Germain («… cuando supe la noticia pensé en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto»); y he leído por primera vez el discurso que pronunció en Estocolmo en aquellos ceremoniosos días: persuadido de que, por su juventud, la suya era una obra «todavía en formación», y consciente de pertenecer a una generación destinada a enfrentarse a grandes retos («impedir que el mundo se deshaga», «restaurar entre las naciones una paz que no sea la de las servidumbres, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura»), aseguró comprender que el honor del premio recaía en realidad en esa generación.
En aquel discurso memorable, Camus trazaba el que a su juicio debe ser el papel del escritor; desde luego, no estar aislado, no estar separado de nadie, ser uno mismo entre todos, estar con quienes sufren la Historia y no con quienes la hacen («Quién a menudo ha escogido ser artista por sentirse diferente, no tarda en darse cuenta de que no nutrirá su arte y su diferencia sino reconociendo su semejanza con todos»). En este texto establece también las dos responsabilidades que comporta el oficio de escribir, y su grandeza: «el servicio a la verdad y el de la libertad»; de estas responsabilidades surgen dos compromisos: «la negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión». Y uno no puede sino preguntarse qué ha sido hoy de estas responsabilidades y estos compromisos.
Para finalizar estas dos semanas de homenaje y recuerdo, un magnífico gesto de amistad y bibliofilia puso en mis manos la edición especial de El extranjero que hizo circular Alianza Editorial este mismo año, con traducción de José Ángel Valentey dibujos de José Muñoz. Describo mi emoción mediante la fotografía que encabeza este texto.
Hubiera querido proyectar aquí mismo, en el Loser, el documental que vi el jueves 14 en un acto organizado conjuntamente por la librería Zebras y la Alianza Francesa, Albert Camus, una tragèdie du bonheur (Albert Camus, una tragedia de la felicidad), un testimonio realmente iluminador sobre el autor. He preferido, sin embargo, abrir un pasadizo e invitar a todos cuantos aman la literatura a recorrerlo con un pastis en la mano y verlo ahí, al otro lado, entrando por AQUÍ.