A Enriqueta Antolín le pareció extraño que en el restaurante del Club de Mar de Almería yo me pidiera, para cenar, unas chuletillas de cordero. Ella tomó un plato de pescado, como corresponde a una palentina que vive en Madrid desde hace años y está pasando un par de días en una ciudad andaluza bañada por el Mediterráneo. Mi caso era otro: yo era entonces, y sigo siendo hoy, un palentino que vive en una ciudad andaluza bañada por el Mediterráneo y que en cuestiones gastronómicas se confiesa incurablemente castellano. Aquella misma tarde nos había presentado la escritora y buena amiga Ana María Romero Yebra, el tercer comensal. Era el final de un día de marzo del año 1997. De aquella Enriqueta Antolín que había venido a dar una conferencia recuerdo su voz cálida, la sonrisa como estado natural de los labios y los ojos, la mirada sosegada, hospitalaria, elegante, igual que su voz y sus maneras; y recuerdo una gran mata de pelo: si alguna vez fue realmente una gata con alas, como tituló su primera novela, debió de tratarse de una gata de angora de edad indefinible, una gata sonriente y perpetuamente joven, pues en modo alguno pude imaginar que tuviera veinticinco años más que yo. Curiosamente yo leía esos días, embelesado, La gaznápira, de Andrés Berlanga, y en el curso de aquella cena me referí, vaya a saber por qué, a la disputa judicial que a cuenta de los derechos de tan extraordinaria novela habían mantenido su autor y José Luis Garci: fue una de esas casualidades que le ponen a uno al borde de meter la pata, porque yo ignoraba que Andrés Berlanga y Enriqueta Antolín estaban casados. Me lo dijo ella, sin perder la sonrisa, pero como extrañada de que yo no lo supiera: era la segunda vez que la sorprendía. Supongo que le dije también que había enviado mi primera novela a la editorial Alfaguara, porque al dedicarme Regiones devastadasquiso mostrar su confianza en que, además de paisanos, pudiéramos llegar a ser algún día «caballos de la misma cuadra». Me gustó aquella manera de expresarlo, me hizo pensar que tal vez sí, por qué no. Ya Regiones devastadas me había gustado mucho: aquella voz narrativa en segunda persona que se dirige a la adolescente que fue durante la posguerra y la conduce de recuerdo en recuerdo me había parecido de una ternura y una belleza admirables; eran los tiempos en que de la guerra civil se hablaba en voz baja y aún podía suceder que de tanto en tanto apareciesen huesos en los descampados y terraplenes cercanos a los nuevos barrios, donde antes hubo paredones, huesos mondos que pagaban a buen precio en la refinería de azúcar; y era, la de aquella jovencita, una de esas «edades en que bastan unos meses arriba o abajo para pasar de la oscuridad a la luz, de las tinieblas más absolutas a los débiles rayos que iluminan los primeros recuerdos».
Esta mañana vi su fotografía en El País, y antes de saber a qué sección me había llevado el pasar las páginas he sentido un escalofrío. Dice Juan Cruz en su hermoso obituario que ayer mismo cumplió Enriqueta 72 años. Cuando somos niños no podemos concebir que podamos morirnos el día de nuestro cumpleaños. Incluso a los adultos nos parece un giro del destino demasiado cerrado, un desenlace con una irritante vocación de final perfecto. Pero no hay nada perfecto en un definitivo adiós, ni siquiera la melancolía que nos queda.
Sirvan estas líneas apresuradas de emocionado recuerdo.
Foto: Ricardo Gutiérrez. El País