En un relato titulado «Los pasadizos de la ficción» me permití plantear la posibilidad de que existan unos corredores o túneles secretos a través de los cuáles los personajes de todos los libros podrían pasar a su antojo de unos a otros, participar discretamente en la historia que deseen y relacionarse entre sí, independientemente de quién fuera el escritor que los inventó y sin que los lectores tengan posibilidad alguna de advertirlo, salvo en circunstancias muy muy excepcionales. (Sí, es de ese relato de donde parten todos los demás pasadizos con los que he tenido o tengo algo que ver). Sé que es mala señal que uno empiece a citarse a sí mismo, pero no encuentro mejor manera de explicarme ahora…
Digamos que este relato al que me refiero le sugirió a mi padre el siguiente boceto:
Se trata de una imagen que a mi juicio invita a un cierto tipo de persona a descender esas escaleras, doblar aquel recodo del fondo y perderse. Pertenezco a ese tipo de personas, lo confieso. Siempre he sospechado que soy en realidad un personaje literario que de algún modo, por error sin duda, escapó de vaya a saber qué libro y busca por medio de la lectura el hueco por el cual regresar a la ficción. Cuanto más tiempo paso a este lado más abomino de lo que llaman realidad y más desesperadamente leo, es decir, más desesperadamente recorro con atención la superficie de las páginas impresas, esperando encontrar el acceso al interior de un libro para allí dentro tomar cualquiera de esos pasadizos y moverme ya con entera libertad. Hay un infierno de mediocridad y de mentira y de estupidez triunfante a este maldito lado, en el que me siento cada vez más fuera de lugar; es más, quiero apartarme de esa detestable realidad tanto como del riesgo a que se descubra en cualquier momento que no soy sino un impostor de mí mismo. En la realidad que me asfixia aún es posible, por ejemplo, que varias de nuestras cadenas de televisión se disputen el pelotazo mediático que supondría, al parecer, entrevistar en exclusiva a un depravado que hace dos décadas secuestró, torturó, violó y asesinó a tres niñas, y es algo que me produce una repugnancia más allá de lo que puedo soportar; pero es que en esta realidad es posible también que todavía se me brinde la ocasión de seguir usurpando ocasionalmente una identidad de la que fui desposeído hace tiempo, y lo terrible es que cada vez se nota más el titubeo, la inseguridad, la desazón: el artificio, en suma.
Por eso he decidido ahora huir al interior de Anna Karénina, con la misma determinación, por cierto, con la que hace poco más de un año decidí huir al interior de Guerra y paz, y más o menos por las mismas razones. En realidad, la idea era haberlo hecho este verano, atraído por el mito literario y sobre todo seducido por la que a mi juicio es la mejor frase con la que jamás se haya dado comienzo a una novela («Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo», según la traducción que prefiero). Pero pensé que después de todo es una lectura más apropiada para el mes de diciembre, y en eso estoy. Confío en residir en este libro hasta después de la Navidad, bien abrigado. Al principio no me pareció que estuviera a la altura de Guerra y paz, ésa es la verdad; pero he aquí que en capítulo XVII de la primera parte un tren silba a lo lejos, los empleados de la estación de Moscú se entregan afanosamente a los preparativos de una llegada, la pesada locomotora y los vagones que arrastra hacen su aparición, provocan el temblor de los andenes e incluso del propio libro que sostengo en las manos, hay un humo denso que se arrastra por el suelo, y un lento sube y baja de la bielas, y un estremecerse de los vagones de pasajeros justo antes de detenerse… Y ya estoy ahí dentro, aquí dentro, y todo lo demás deja de preocuparme (es una forma de hablar, claro); subo con Vronski a uno de los vagones, y cuando él y una dama de brillantes ojos grises que sale del compartimento en el que ha viajado su madre cruzan una mirada, una mujer elegante y de expresión tierna que poco después nos es presentada como Anna… En fin, digamos que el tiempo se detiene, el tiempo real y el figurado, pues es éste uno de los instantes más trascendentales de toda la historia de la Literatura. Y ya estoy gozosamente atrapado de nuevo, y desaparezco entre sus páginas como una moneda en la mano de un prestidigitador.
Dibujo: Escolástico Fernández. Fotografía: JFH