Sería atrevido afirmar que José María Rodero fue el mejor actor de teatro del siglo XX, en España (hay tantos a quienes nunca pudimos ver...), pero sin duda sí que fue el último de una especie poderosa, el último histrión, escribió Eduardo Haro Tecglen con motivo de su muerte, ocurrida el 14 de mayo de 1991, entendida tal palabra, histrión, en “todo su magnífico valor original”: sólo cuando alguien se expresa con afectación o exageración teatral en la vida cotidiana la palabra histrionismo adquiere un valor peyorativo; en su relación con el escenario es lo propio, lo justo, lo primigenio. Rodero fue el último gran divo de las tablas, al Actor con mayúscula, carismático, perfeccionista hasta la irritabilidad, capaz, dicen, de provocar el máximo grado de emoción en los espectadores con su sola presencia, a veces huraño, proclive a la tristeza. Poseía una dicción perfecta, de las de antes; dominaba su voz como todo profesional domina, o dominaba, la principal herramienta de su oficio, y era una voz que subía o bajaba de tono con la justa mezcla de artificio y autenticidad que exige el teatro. Claramente, José María Rodero no dudaba de su soberbio talento, pero en modo alguno hubiera aceptado la consideración de genio. Para el dramaturgo Francisco Nieva, su secreto consistía en crear una “suspensión entre lo que revela y oculta, dándole siempre un doble fondo a los personajes”; según Nieva, si Rodero hacía creíbles a todos sus personajes era porque “los presentaba luchando por su propia identidad –o vencidos en esa lucha –contra el condicionamiento y la forma que nos impone el exterior”. Negó siempre que los personajes que encarnaba lo poseyeran, que permanecieran en su carácter, que se convirtiera en ellos; decía que el milagro de la actuación radicaba en conseguir engañar a quienes esperaban ser engañados. No obstante, hubo quien aseguró que su rostro y sus ademanes quedaron marcados por las huellas de las muchas criaturas que lo habitaron. Para Haro Tecglen, la escuela especial de teatro a la que pertenecía era “aquella en que un actor no deja de ser él mismo y su arte”, y Francisco Nieva afirmó que no podía ser “él mismo si no repetía sobre infinitos personajes, diferenciados por la cáscara, su problema interior fundamental”; de ahí el aura que lo envolvía y el respeto admirativo que suscitaba.
Su concepto de la interpretación, pues, no respondía a más métodoque el suyo propio: elaborar concienzudamente un personaje, analizarlo, concebir todos los matices de la actuación, no improvisar nada pero no permitir que nada pareciese estudiado. Por ejemplo, la observación que hizo de los ciegos para componer los cuatro que representó en su carrera: de Buero Vallejo, los decisivos de En la ardiente oscuridad(1950) y El concierto de San Ovidio (1962); de Valle Inclán, su -cuentan- prodigioso Max Estrella de Luces de Bohemia, en el 74 dirigida por José Tamayo y en el 84 por Lluis Pascual; y finalmente, el de la película La larga noche de los bastonesblancos, de 1979. Rodero descubrió un relevante rasgo diferencial entre los ciegos de nacimiento y quienes han perdido la vista por enfermedad o accidente: los primeros usan el oído como un radar, están habituados a buscar el origen de todo sonido con los lados de la cabeza, mecánicamente, e ignoran por completo el gesto de dirigir la rectitud de una mirada, de ahí, decía él, que su cuello adquiera cierta cualidad blanda o muelle, la precisa para orientar constantemente los receptores auditivos; los ciegos sobrevenidos, sin embargo, persisten instintivamente en el inútil movimiento de volver los ojos sin vida hacia cualquier ruido, lo que deriva en un aire de desorientación, de permanente alerta.
Es algo difícil acceder hoy a aquel actor: resulta penoso comprobar qué lejos están sus papeles en el cine –casi todos en los años 40 y 50- de lo que era en realidad su capacidad interpretativa; Rodero odiaba el cine porque no había sabido aprovechar sus cualidades. De sus muchas grabaciones para televisión sólo pueden encontrarse unas pocas. Una de mis mayores frustraciones es no haberle visto en un teatro, no haber compartido un mismo espacio cerrado con el mito de su capacidad para provocar la fascinación del público. En mi novela El veneno de la fatiga quise corregir esa carencia e hice que la pareja protagonista, Ruth y Javier, acudieran a verle actuar, e incluso se hicieran una foto con él, foto que Javier comentaba de este modo:
“Aquí estamos con José María Rodero. Fuimos a Madrid para verlo en Enrique IV [de Pirandello], a finales del ochenta y seis. Después de la representación conseguimos que nos recibiera aquí, en su camerino, y luego Ruth lamentó haber estado más preocupada de conseguir una foto a su lado que de disfrutar de aquel instante. Ruth sentía por Rodero ese tipo de admiración en que se mezclan la idolatría y el hechizo, ese tipo de entusiasmo que es más habitual dedicarlo a las estrellas del cine americano o a nuestros fetiches del rock. En cada una de las casas en que vivió los últimos años siempre hubo un hueco para una enorme fotografía suya caracterizado como el Max Estrella de Luces de Bohemia, un primer plano impresionante en que Rodero conseguía una expresión de dolor como yo no he visto nunca en un actor (…) Yo le preguntaba: pero qué ves en este tipo, sólo para fastidiarla, ya sabes, y ella, que casi siempre, casi, fingía no darse cuenta del tono punzante que yo usaba, me decía, deteniendo una imagen del video, o mostrándome una foto: mira sus ojos, por Dios, mira sus ojos, dónde has visto tú unos ojos como estos; fíjate que su mirada es profunda pero no penetra en las cosas, sino que las cubre y las va empapando. Parece como si sus ojos estuvieran en una dimensión a la que no tenemos acceso, decía, y parecen mojados sin estarlo en sí mismos; son las pupilas las que deben de emerger de un lugar húmedo para observar el mundo, y son unos ojos reencarnados decenas de veces…”
Lo he dicho muchas veces: para estas cosas se escribe.
Luces de Bohemia