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He aquí dos fotografías realizadas con un mes de diferencia en lugares alejados entre sí miles de kilómetros. Cuando las vi por primera vez, mis ojos percibieron algún tipo de simetría en la composición. La de arriba corresponde a un reparto de comida en una calle arrasada por la guerra y el hambre, en el apocalíptico campo de refugiados palestinos de Yarmuk, cerca de Damasco, en Siria. Se realizó el 31 de enero, aunque fue difundida casi un mes después por la United Nation Relief and Works Agency, UNRWA, la agencia de la ONU para la ayuda a los refugiados palestinos en Oriente Próximo. La segunda fue tomada en el Dolby Theatre de Los Angeles durante la ceremonia de entrega de los premios Oscar 2014 y su autor es una de las personas que aparecen en ella, el actor Bradley Cooper, aunque los créditos se los llevara la presentadora de la gala, Ellen DeGeneres, que la lanzó a las redes sociales como parte de una estrategia publicitaria; esta última foto –selfie, le llaman- fue vista por millones de personas, y recientemente ha sido valorada, en términos publicitarios, en 1.000 millones de dólares. El contraste entre una imagen y otra es tan abrumador (y más teniendo en cuenta que fueron difundidas en fechas muy próximas) que inevitablemente hiere las conciencias y empuja a pensar, con la pura inocencia de un niño, si esa desmesurada cantidad de dinero no hubiera podido ser utilizada para paliar el terrible sufrimiento de los seres humanos que se hacinan en la otra fotografía. Por supuesto que los actores no pueden hacer mucho para evitar que una guerra sea cruel, ni siquiera si se trata de megaestrellas de Hollywood; su papel en este gran y patético teatro del mundo se limita a entretener, nada más. Pero es el hecho de ver ambas imágenes juntas lo que desarma el ánimo, ver las risas en una y la pesadumbre extrema en la otra, las miradas directas y brillantes de felicidad que nos dedican unos -no muy distintas de las que nosotros mismos podríamos dirigir al objetivo de una cámara este mismo fin de semana- y ese otro amontonamiento de seres cabizbajos y por completo ajenos al hecho de estar siendo fotografiados, ese río humano que se extiende hasta un horizonte encajonado entre ruinas.