Salvo que esté aquejado del síndrome de Matusalén, un ser humano sólo alcanza a lo largo de su vida tres edades en las que el segundo dígito duplica al primero. Quien esto escribe cumplió recientemente la tercera y última de esas edades, y bien temprano le fue entregado el regalo que, con su conocimiento, llevaba varios meses envuelto y guardado en cierto lugar de la casa (todas las familias normales se parecen, las extravagantes lo son cada una a su manera). Se trataba de un libro, claro. Y no un libro cualquiera: el Cortázar de la A a la Zque Alfaguara ha publicado este año para conmemorar el centenario del nacimiento del escritor argentino, con edición a cargo de Aurora Bernárdez, su primera mujer, y Carles Álvarez Garriga, un estudioso de su obra. Se trata de un libro de hermoso formato, un álbum biográfico, o, como se dice con más precisión en su interior, un diccionario biográfico ilustrado: fragmentos de sus libros o de cartas referidos a determinadas palabras y nombres propios, ordenados alfabéticamente y acompañados de fotografías, reproducciones de manuscritos y mecanoscritos, de objetos que fueron suyos, de primeras ediciones de sus obras… Un libro muy bello que tal vez no añada mucho a lo que un avezado lector de Cortázar ya conoce de su obra y su vida, pero que en cualquier caso hay que tener, tocar, explorar, habitar, vivir, recorrer en todas sus esquinas y recodos y pasillos y vueltas y revueltas.
En mi caso, la existencia de esta curiosa obra es doblemente especial, pues significa un nuevo punto en común con el otro escritor a quien más amo, Francis Scott Fitzgerald. En 1974, su hija Scottie Fitzgerald Smith y Mathew J. Bruccoli, un experto en su obra, publicaron un libro titulado The Romantic Egoists, descrito como A Pictorial Autobiography from the Scrapbooks and Albums of F. Scott and Zelda Fitzgerald, es decir, una autobiografía gráfica de tan legendaria pareja contada a través de sus fotografías, libros de recortes y álbumes varios: un libro a-som-bro-sa-men-te similar a este de Julio CortÁZAR, no publicado nunca en España, y que más de una vez he tenido a un clic de ratón de comprármelo por Internet.
Tan extraña coincidencia se suma a otras que al cazador de señales que he sido siempre no le han podido pasar inadvertidas; por ejemplo: ambos viajaron a Europa en el barco Conte Biancamano, Scott y Zelda desde Nueva York en 1929, Julio desde Buenos Aires en 1950. Y luego está el apellido Gregorovius: sólo me lo he encontrado en dos libros de ficción, en Suave es la noche y en Rayuela; en el primero es Franz G., un médico que atiende en un sanatorio mental de Suiza a Nicole, la protagonista femenina de la novela. En el segundo, Ossip G, un miembro del Club de la Serpiente.
Finalmente, están esas dos aventuras automovilísticas hacia el sur emprendidas por ambos escritores en compañía de sus respectivas mujeres y convertidas después en sendos libros de viaje. Scott y Zelda llevaron la suya a cabo en julio de 1920, en un vehículo lamentable, un Marmon de segunda mano al que no dudaron en apodar Rolling Junk, Chatarra Rodante. Con él recorrieron los mil ochocientos kilómetros que separan Westport, Conneticut, de Montgomery, Alabama, donde estaban seguros de encontrar a los padres de Zelda sentados en su porche; El crucero de la Chatarra Rodante fue publicado por entregas en la revista Motor, entre marzo y mayo de 1924, y en 1990, con traducción al español de Enrique Murillo, por Anagrama. Por su parte, Julio y Carol (Dunlop, la última mujer de Cortázar) se lanzaron en 1982 a recorrer la autopista París-Marsella durante un mes, deteniéndose en cada uno de los 65 paraderos/parkings/áreas de descanso, a razón de dos al día: una expedición “un tanto alocada y bastante surrealista”, completada a bordo de una furgoneta Volskwagen de color rojo vivo a la que habían dado el wagneriano nombre de Fafner, el dragón que guardaba el tesoro de los Nibelungos; tan cronopiesca aventura se convirtió en un libro no menos cronopiesco, titulado Los autonautas de la cosmopista. Que tales viajes se emprendieran y tales libros llegaran a existir –ambos con fotografías de las expediciones- es ya de por sí harto significativo en el orden de las casualidades, pero hay que leer los textos para darse cuenta de hasta qué punto el tono utilizado por los dos escritores es similar: no sólo son fundamentalmente divertidos, sino que en uno y otro caso el vehículo utilizado forma parte de la narración como un tercer protagonista.
Habrá quien niegue la relevancia de estos puntos en común, pero a mí me bastan para reafirmarme en esa teoría planteada por Cortázar en el cuento “Una flor amarilla”: que todos somos inmortales porque nuestras vidas se van reproduciendo, con ligeras variaciones, en otras vidas destinadas a ir sucediéndose en una serie de inacabables biografías sutilmente –muy sutilmente- vinculadas.