José Luis Garci no recoge la piña colada entre los diez cócteles que cambiaron el mundo, ni falta que hace para que este año sea la bebida con la cual el Loser agasaja a sus clientes por San Juan. Es el cóctel favorito de la chica que ocupa el corazón del barman desde hace treinta años, y eso basta para que ya circulen de mesa en mesa las copas bien heladas de tan sugerente bebedizo caribeño. Si nos paramos a pensarlo, se trata de un combinado que dice mucho de quien lo toma: es un trago fresco, dulce y de espacios preferentemente abiertos; además, la participación del alcohol no es tan abusiva que llegue a alterar demasiado el sabor de la piña y la crema de coco, si acaso le añade al encuentro entre ambos el empuje oculto de aquellos quince hombres que iban detrás del cofre del muerto, le añade una llamarada sin color en el interior del pálido, denso y frío cuerpo coronado de espuma, y azúcares en su caña destilados para broncear el alma. Dicho de otra manera: una vez que el líquido ha pasado de la copa a nuestra boca a través de la pajita, la sabia mezcla de ambas frutas tropicales es la responsable del gesto de relamerse y paladear con delicia, pero es al ron al que le debemos el brillo especial de los ojos y la sonrisa propia de nuestra innata complicidad con los placeres más atrevidos.
No conozco otro cóctel que tenga el honor de haber sido declarado bebida oficial de un país: la piña colada lo es de Puerto Rico desde 1978. Dos hombres se disputan su paternidad: Ramón “Monchito” Marrero, en el 54, siendo barman del Hotel Caribe Hilton de San Juan, y el español Ramón Portas Mingot, barman a su vez del restaurante Barrachina, también en la capital puertorriqueña (ya se ve que, al menos por cuna, la piña colada es el cóctel sanjuanero por excelencia), en el año 1963. Eso sí, en ambos casos se cuenta que los ingredientes se mezclan en batidora. Sin embargo, yo prefiero la más antigua versión de su nacimiento, la que habla del pirata Roberto Cofresí y Ramírez de Arellano y del brebaje a base de coco, piña y ron que en la segunda década del siglo XIX les ofrecía a sus hombres -a saber en qué explosivas proporciones- para infundirles valor; la receta, en cualquier caso, se perdió el mismo día en que las autoridades coloniales españolas lo fusilaron (es decir, el 29 de marzo de 1825).
La piña colada que preparamos aquí, en el Loser, parte de la receta original de “Monchito” y más o menos adopta su propia identidad: una parte de ron blanco, una parte de Batida de Coco Mangaroca, una de nata líquida espesa, seis partes de piña natural –o de lata- troceada y bastante hielo, todo ello batido en batidora americana hasta que adquiere cuerpo. La pajita es obligada; los adornos, si acaso, quedan al capricho del barman.
No hay lugar en el que no pueda tomarse cualquier cóctel, naturalmente, pero si hemos de ser justos la piña colada pide playa de arenas doradas, tal vez a media mañana, cuando las altas palmeras próximas se recortan contra cielo limpio, tal vez a la caída de la tarde, en esa misma playa pero ahora instalados en un bar abierto por los cuatro costados, con techo de paja y plantas exóticas y sillas de mimbre con grandes respaldos, o de noche, con el mar sonando ahí en la oscuridad, de donde viene la brisa que hace temblar la luz de las velas que hay en la mesa. Podemos imaginar que el Loser es hoy un lugar así. O podemos imaginar, qué diablos, que en nuestro pequeño escenario de siempre un tipo llamado Elvis interpreta la canción que a mí más me gustaría escuchar con una piña colada en las manos: el Return to Sender.