La película El día de mañana (The Day After Tomorrow, 2004) hizo que la atención del común de los mortales se dirigiera hacia a los científicos que llevaban años alertando sobre el cambio climático sin que a nadie le hubiese importado hasta entonces, y los científicos pudieron, al fin, explicarse: puesto que la película del habitualmente absurdo Roland Emmerich planteaba un nuevo tipo de catástrofe (la mitad de la Tierra se sume en una repentina glaciación a causa del debilitamiento de las corrientes del Oceáno Atlántico), la gente quería saber si eso que allí se contaba podía realmente pasar o era todo pura ciencia ficción. La respuesta –por ejemplo de Miguel Delibes de Castro, entre otros- fue que la superproducción hollywoodiense carecía de aspiraciones científicas, pero reproducía una situación real: los científicos advertían del peligro del calentamiento global y los responsables políticos hacían oídos sordos; los desastrosos efectos de una gran alteración climática que la película comprimía en unas pocas semanas podrían llegar a ocurrir, dijeron, en un periodo de tiempo mucho más largo pero asombrosamente corto en términos geológicos.
Cuando vi Una verdad incómoda (An Inconvenient Truth, 2006), la película documental de Al Gore, yo ya tenía una nutrida carpeta de recortes de prensa con noticias sobre calamidades naturales ocurridas por todo el planeta -huracanes, inundaciones, sequías dantescas, tornados-, y su relación con los informes periódicos del Panel Intergubernamental sobre el Cabio Climático-IPCC; había leído, además, el hermoso libro de los Delibes, padre e hijo, La tierra herida (2005), y el de Tim Flannery, La amenaza del cambio climático(2006), en el que estaban explicadas muchas de las cosas que luego puede ver en la película de Gore. Sabía, pues, que todo aquello que nos mostraba quien pudo ser presidente de los Estados Unidos tenía, en efecto, una incontrovertible base científica. Recuerdo bien aquel primer impacto que me produjo tan inconveniente verdad, la que los políticos se negaban a aceptar porque de admitirla “no podrían evitar la obligación moral de realizar cambios importantes”. Recuerdo la duración del estremecimiento, del miedo. A Al Gore, un hombre honesto, realmente comprometido con el medio ambiente, le ganó la presidencia un ex alcohólico vinculado con la industria petrolífera, no en las urnas, sino en el Tribunal Supremo y después de unas elecciones con olor a golpe de estado, y un año después el nuevo presidente urdió una mentira alrededor de una escusa para atacar e invadir un país productor de petróleo: la historia de la humanidad está tejida con conjuras y tragedias así. Pues bien, aquella primera vez que vi Una verdad incómodame dije que era la película más importante que se había hecho nunca, y aún lo pienso. Sigo viéndola una vez al año.
Sólo en una cosa no estaba de acuerdo con Gore: tal y como explicaba la situación, pensar que todavía era posible frenar el cambio climático parecía una quimera. Poco después, James Lovelock dijo lo mismo en La venganza de Gaia (2007). Lovelock formuló en los años sesenta la llamada hipótesis Gaia: que la Tierra es un sistema vivo autorregulado, en cierta forma un solo gran organismo formado por todos los seres vivos que lo habitan, teoría que se recibió con escándalo y hoy está ampliamente reconocida: la biosfera, en efecto, tiene un efecto regulador sobre el medio ambiente de la Tierra, que interviene para conservar la vida. Ahora, con 87 años, Lovelock afirmaba que ya era tarde para corregir los efectos del cambio climático, que el tiempo del “desarrollo sostenible” había pasado y estábamos ya en el de “la retirada sostenible”, que no se acercaba el fin del mundo ni de la humanidad, sino el de la civilización humana, que aun tomando medidas inmediatas la población se reducirá a un 10% o un 20% antes de que acabe este siglo, y proponía la necesidad de crear un gran manual de filosofía y ciencia para los supervivientes, editado no en soporte digital, obviamente, sino “en papel duradero, con una buena impresión y encuadernación”. Para cualquier otra cosa, ya es demasiado tarde. En relación con los combustibles fósiles somos, escribe Lovelock, “como el fumador que disfruta de su cigarrillo e imagina que ya dejará de fumar cuando los daños sean tangibles”.
Los mandatarios reunidos en Nueva York para una nueva cumbre sobre el clima –que ha pasado casi desapercibida- siguen creyendo que hay tiempo, y los mensajes son más o menos los mismos que hace diez años, cuando se decía que de no tomarse medidas inmediatas se llegaría a un punto de no retorno. Y dos imágenes me vienen a la cabeza: la de esas pantallas ubicadas en las plazas de Pekín para retransmitir en directo el amanecer, pues la densa contaminación que cubre la ciudad impide verlo, y la de ese séptimo continente hecho de basura que se desplaza por el océano Pacífico. Más allá de los gestos ampulosos en las grandes tribunas internacionales, la realidad es que somos demasiados dañinos y que el huésped probablemente se vaya a sacudir las pulgas.
Al Gore. Una verdad incómoda