“No me gustaría descubrir un día que estoy al final de la vida de otra persona”, dice el personaje que Robert Redford interpreta en Memorias de África (1985). Es la clase de pensamiento que, convertido en propósito cumplido, hace al verdadero triunfador, al menos la clase de triunfador al que a mí me gustaría parecerme. De ahí que ese Denys Finch-Hatton –que existió realmente- esté muy lejos de figurar entre los losers cinematográficos a los que se homenajea en este blog-bar de tarde en tarde. Otro aventurero del cine por el que siento una enorme admiración, igualmente fiel a sí mismo, y tan romántico (a su manera), independiente e incorruptible como el Denys de Redford, es el vaquero Yancey Cravat, que en Cimarrón (1960) tenía el rostro y la voz de Glenn Ford. Por el contrario, José Rebolledo, de Las verdes praderas (1979), nos representa un poco a la inmensa mayoría, los que pasados los cuarenta sí que empezamos a darnos cuenta de que la vida, ay, no era como imaginábamos, y entre unas cosas y otras estamos como atrapados sin remedio en la casilla del laberinto y así son las cosas. Las verdes praderas fue la película por la que empecé a seguir incondicionalmente el cine de José Luis Garci. Yo era muy jovencito cuando la anunciaron en la tele; me preparé para ver una comedia más de Alfredo Landa, que siempre resultaba muy divertido, y me encontré con una historia que hacía pensar, y de qué manera, en esas obligaciones que te van atando irremediablemente los pies. ¿Pensé entonces que aquello de lo que se lamentaba Rebolledo era exactamente lo que yo no quería para mí en el futuro? Qué sé yo. Hoy de aquella película me quedo con este diálogo entre el gran Landa y María Casanova, la dulce y amante esposa que guardaba un bidón de gasolina.
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