Afirma el escritor polaco Stanisław Lem en una de las reseñas literarias incluidas en su libro Vacío perfecto que “un libro es capaz de trastocar el orden de las cosas dentro de la cabeza humana, a condición, claro, de que haya alguna cosa en ella antes de empezar la lectura”. Personalmente, dudo que una cabeza vacía pueda avanzar gran cosa en la lectura de un libro, pero no trataré de enmendar al genio de Lvov; antes al contrario, si empiezo con esa cita es para confirmar que Solaris, su obra maestra, ha perturbado en mi interior al menos todo aquello que yo daba por supuesto sobre la ciencia ficción y sobre el propio Lem.
Llegué a esta novela después de la lectura de otras dos y de indagar en más obras suyas. Para empezar, la citada Vacío perfecto (1971), Magnitud imaginaria (1973) y Provocación (1982), que, junto con Golem XIV, forman la llamada «Biblioteca del Siglo XXI», reúnen reseñas críticas, prólogos, prefacios o exégesis discursivas de libros completamente ficticios, lo que emparenta a Stanisław Lem más que con el género de la ciencia ficción con autores como Jorge Luis Borges, como el Italo Calvino de Las ciudades invisibles (o incluso de la maravillosa Si una noche de invierno un viajero), como el Raymond Roussel de Locus Solus (1914), una de las novelas más extravagantes jamás concebida, el recorrido minucioso a través de una colección de inventos y máquinas más allá de toda rareza, a medias entre lo surrealista y lo espeluznante, que sirvió de motivo para una exposición del Museo Reina Sofía en 2011.
Hay otros escritores de esta estirpe, pero yo he pensado en éstos tres leyendo Solaris. Se trata de autores que, desde una imaginación portentosa, juegan a crear mundos completos y complejos, mundos como el planeta Solaris, del que tanto llegamos a saber a través de ese compendio de conocimientos solarísticos que es la novela. Porque Solaris (1961) es un libro de ciencia ficción, en efecto, cuya acción trascurre en una estación espacial suspendida sobre el fascinante planeta oceánico; un libro en el que hay grandes dosis de intriga, porque ni los ocupantes de la estación ni el lector saben qué diablos está ocurriendo allí dentro, y en el que hay también una historia de amor imposible, una mujer que aparece junto a Kris Kelvin y no es un sueño, sino un recuerdo doloroso extraído por Solaris de su mente y convertido en un ser real, idéntico a ella, que se suicidó hace años. Como otros libros de Stanisław Lem, ahonda en el ansia de los hombres por contactar con seres de otras civilizaciones y en la imposibilidad de hacerlo, al menos en los únicos términos que al hombre le serían inteligibles, asimilables. En el empeño en “ensanchar las fronteras de la Tierra”, no en conquistar el Cosmos. Y en ese camino hacia la expansión se cruza Solaris, un planeta inteligente que supone un desafío para el hombre, pues se trata al fin del encuentro con la vida más allá de la Tierra, de la vida que actúa y crea y acaso piensa, y resulta estar completamente fuera del alcance de su comprensión.
Descubierto cien años antes de que naciera el protagonista humano (el gran protagonista, es sin duda, el planeta), la solarística es ya una ciencia que ha producido miles de libros cuando Kelvin llega a Solaris; una ciencia que incluso se ha ramificado en distintas disciplinas y ha sido motivo de controversias a lo largo de generaciones. Ese es el gran juego que nos propone Lem con Solaris: aparte de la historia que nos cuenta, e integrada perfectamente en ella, la novela es sobre todo una síntesis de la vastísima literatura científica existente sobre el planeta, toda ella, naturalmente, imaginaria, aunque no por eso menos cierta. Un planeta que parece controlar su órbita gravitacional alrededor de dos soles (una estrella roja y otra azul que dan lugar a bellísimas descripciones de sus diferentes amaneceres y atardeceres), cubierto casi en su totalidad por un océano plasmático, fuente de todas las investigaciones, teorías, doctrinas, hipótesis, especulaciones, escuelas enfrentadas entre sí, cálculos imaginables, atlas, dogmas; objeto de interés por parte de físicos, biólogos, astrónomos, psicólogos y neurofisiólogos a lo largo de décadas; razón de ser de los protocolos de iniciativas experimentales destinadas a establecer contacto; tal vez sucedáneo ya de todas las religiones.
El planeta Solaris en la película de Steven Soderbergh (2002)
Para unos, una formación prebiológica; para otros, una estructura organizada. Se trataría de un planeta que no alberga vida, sino que es vida todo él, mundo y a la vez habitante único, colosal; un metabolismo oceánico, una máquina plasmática capaz de emprender acciones a escala astronómica, un océano homeostático que controla su entorno, gelatina almibarada con capacidad para estabilizar la órbita de un cuerpo celeste, un enigma que multiplica sus incógnitas a medida que va siendo desentrañado, un océano genial o un océano autista, que está en su esplendor intelectual o en proceso de degeneración, una omnisciencia que guarda un vanidoso silencio o un mar cerebro que habla una especie de lenguaje matemático y está entregado a un monologo interminable.
Y más allá de cualquier especulación científica posible están los fenómenos monstruosos que constituyen la más asombrosa expresión metamórfica de Solaris: los «luengones», formaciones gelatinosas que superan al Gran Cañón y en cuyo interior se extiende una endurecida criatura con forma de pitón; los «mimoides», surgidos de las profundidades del océano, que imitan las formas que los rodean; las «simetriadas», espantosamente inhumanas, repentinas como una erupción, descomunales, cambiantes, arquitecturas únicas y como constituidas por una sustancia viva que evolucionara en varias etapas; «estreptos» y «raudos», en los cuales algunos investigadores creyeron ver, a la desesperada, unos órganos sexuales.
¿Cerrar la estación, asumir la imposibilidad de un contacto intelectual con Solaris y dejarlo atrás, seguir explorando sin más la infinitud del universo? ¿Pero acaso toda exploración cósmica no está justificada en la búsqueda de vida inteligente? ¿Tiene sentido desdeñarla cuando se encuentra al fin, y desdeñarla además como la zorra de la fábula desdeñó las uvas? Bueno, no sería la primera vez: como dice uno de los (falsos) científicos citados en la novela, los hombres ya han intentado comunicarse con Solaris sin ser capaces de hacerlo aún entre ellos.
Simetriada. Dominique Signoret
Solaris. Impedimenta 2011
(Primera traducción directa del polaco)