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Channel: Los pasadizos del Loser
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Entre libros

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Hace quince años vivía de alquiler en un sobreático al que había trasladado parte de mi biblioteca personal. Una tarde, de regreso tras una larga jornada de trabajo, me encontré con un grupo de vecinos reunidos en el portal que callaron al entrar yo y me miraron al unísono como no le gusta a nadie ser mirado. Uno de ellos se decidió a darme la mala noticia: tras varias horas de intensa lluvia, una parte del terrado se había hundido y el agua había inundado mi apartamento. Sentí un repentino y mareante vaciamiento. El minuto que el ascensor se tomó en llevarme hasta arriba se me hizo angustiosamente eterno. En un estado de completo aturdimiento, no podía dejar de imaginarme mis libros destruidos por la catástrofe, tirados de cualquier modo en medio de un gran charco, chorreantes, ahogados. De ahí mi infinito alivio al abrir mi puerta y comprobar que todo estaba en orden. Más tarde supe que el apartamento siniestrado había sido el de enfrente. 

Un libro leído y vivido es un objeto irreemplazable, tal vez más que ningún otro, salvo aquellos cuyo valor reside en haber pertenecido a un ser querido. Dicen que la tristeza por la pérdida de su biblioteca, destruida en un incendio, pudo colaborar en la muerte de Octavio Paz, ocurrida dos años después. No me parece exagerado (teniendo en cuenta, además, que Paz era ya octogenario y su biblioteca reunía ejemplares de un altísimo valor sentimental). Durante aquel eterno minuto de ascenso hacia el naufragio que aparentemente estaba aguardándome en el piso undécimo, tomé conciencia de lo absurdo que sería tratar de volver a adquirir de nuevo los mismos títulos. ¿Acaso iba a leerlos todos otra vez? Y si no iba a leerlos, ¿para qué comprarlos?


Cada uno de los libros que he leído me contiene suspendido en el exacto momento en que estaba leyéndolo, de la misma forma que el aire de hace medio millón de años permanece en esas diminutas burbujas atrapadas en las profundidades del hielo antártico; las páginas de mis libros retienen cada instante que les dediqué, el milagro de acceder a través de ellas al interior de la historia narrada, de la biografía, del poema.

El escritor y periodista Jesús Marchamalo tuvo ocasión de indagar en la biblioteca personal de Julio Cortázar, cedida por su viuda, Aurora Bernárdez, a la Fundación Juan March en 1993. Nos la describió en un librito muy bello titulado Cortázar y los libros (Fórcola, 2011): más de cuatro mil ejemplares, de los que unos quinientos están dedicados por sus autores; en casi todos ellos, las huellas de haberlos vivido: hay comentarios, a lápiz o bolígrafo, en los márgenes o entre líneas; dialoga con el autor, hace observaciones, corrige erratas de imprenta. Muchos  están firmados por el propio Cortázar en distintos periodos de su vida, a veces con la indicación de la ciudad en que compró el libro. Todo ello le sirve a Marchamalo para recordar una vez más aquella afirmación de Marguerite Yourcenar según la cual una de las mejores maneras de conocer a alguien es ver su biblioteca.

El valor de la mía cae más bien del lado de lo sentimental y es intransferible, creo, a ninguna otra persona. Apenas tengo rarezas en ella: no soy un bibliómano. Amo los libros por lo que me dan. Me precio de conservar los ejemplares de La isla del tesoro y de Miguel Strogoff en cuyos interiores me perdí hechizado a los diez años, pues ellos –no únicamente las novelas como tales, sino esos exactos ejemplares- poseen la importancia de lo iniciático: ambos son un niño leyéndolos con pasión y siendo atrapado para siempre por el vicio de la lectura. Son muchos años realmente adquiriendo libros, así que casi toda mi vida está representada en ellos. No hay muchos firmados por sus autores, sólo si son amigos o si mi trato personal con ellos dio lugar a una ocasión lo suficientemente especial como para pedirles una dedicatoria sin parecer un cazador de autógrafos. Me ha dado siempre mucho pudor pedirle a un escritor que me dedique uno de sus libros. Algunos hay también firmados por las personas que me los regalaron. La mayoría tienen anotaciones (a lápiz siempre) que siguen un código propio de señales y remisiones. Casi todos ellos han sido vividos intensamente: tengo un trato muy personal con los libros, los quiero cerca en los periodos en que estoy leyéndolos, de ahí que lleve casi siempre uno conmigo aun en circunstancias en las que es improbable que pueda encontrar un rato para avanzar unas páginas: no importa, lo quiero cerca. Si un libro que he tomado en préstamo de la biblioteca pública empieza a gustarme demasiado, lo devuelvo y corro a comprarlo, porque no soporto la idea de que la experiencia de haberlo leído deje de pertenecerme.


Dicho de otro modo: por lo que a mí respecta, el placer de la lectura es prácticamente indisociable del libro en que la llevo a cabo. Manhattan Transfer, de Dos Passos, con todo lo que significó para mí a mis diecisiete años, por ejemplo, o el inaugural Hermosos y malditos, de Fitzgerald, son esos libros que ahora reposan en mis estantes, esos y no otros (tengo además otra edición del segundo, y no significa lo mismo). Se entiende, pues, que cuando hablo de libro me refiero al “conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen”, según definición de la Academia. Desconozco cuál pueda ser el vínculo que un lector establece con un libro electrónico, si hay alguno.

El escritor norteamericano Nicholas Carr ha señalado que de todos los medios de comunicación el libro es el que más ha resistido la tentación de lo digital, entre otras cosas porque esa secuencia de páginas impresas y encuadernadas supone una tecnología robusta; sin embargo, anuncia que los libros en papel acabarán por convertirse en una reliquia del pasado, y con ellos una determinada manera de leer y una determinada manera de escribir. Los editores que impulsan el libro electrónico no quieren limitarse simplemente a cambiar un medio por otro, nos dice Carr: quieren aprovechar el medio para hacer, llegado el momento, la experiencia mucho más “dinámica”: introducir vínculos, extras, vídeos, chats entre lectores… Será el fin de la lectura lineal, completa, atenta. Autores y editores se adaptarán a las nuevas expectativas de los lectores: será también el fin de las frases demasiado elaboradas. Y puesto que lo escrito tendrá una vida efímera, para qué buscar la perfección.

John Updike, por su parte, vaticinó en 2006 “el final de la autoría” como consecuencia de la digitalización de los libros, un hecho que a la larga conducirá a la fragmentación de las obras literarias por parte de los lectores que picoteen en ellas, su reordenación, su combinación con los fragmentos seleccionados de otras obras: “El libro impreso, encuadernado y pagado”,  escribe Updike melancólico, “era -y de momento sigue siendo- más riguroso y exigente con su creador y el consumidor. Es un lugar de encuentro, en silencio, entre dos mentes, en el que una sigue los pasos de la otra, pero es invitada a imaginar, a discutir, a coincidir en un nivel de reflexión que va más allá del encuentro personal…”. Renunciar a esta experiencia me parece una tragedia y una de tantas razones por las cuales me siento al margen de mi propio tiempo, este presente en el que se sientan las bases de un futuro sin libros: ya ves, Ray, no hacía falta quemarlos a 451 grados Farenheit.

"... contiguo en la geografía natal, en la pasión por
la escritura y, ante todo, en la amistad... Antonio Gamoneda"

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