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El que espera, de Andrés Neuman

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Comparto con Andrés Neuman el haber sido elegidos en 1999 por El Cultural de El Mundo dos de los diez noveles de aquel año, aunque no el haber tenido una continuación literaria impresa, y de éxito, además, como ha sido su caso desde entonces. Comparto con él el gusto por el billar, la admiración por los Beatles, el aprendizaje en Cortázar y que en nuestras biografías aparezca un violín, en la suya en manos de su madre y en la mía en las de mi hija; no compartimos opinión sobre el fútbol: yo cada vez lo detesto más.

La editorial Páginas de Espuma publica estos días una edición corregida y aumentada de El que espera, su primer libro de relatos, otro cruce de caminos en nuestras vidas, pues a finales del año 2000 lo acompañé en su presentación en Almería. Recuerdo haber citado al comienzo de aquella lejana intervención a -cómo no- Julio Cortázar: en algún sitio el maestro argentino dejó escrito que revisando la traducción de sus relatos sintió hasta qué punto «la eficacia y el sentido del cuento dependían de esos valores que dan su carácter específico al poema: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de los parámetros de lo pre-visto, esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable». Neuman, con este libro, se sumó ya a esa nómina de escritores que, como el propio Cortázar, no se limitan a cultivar un determinado género literario, en este caso el cuento brevísimo o microcuento, sino que se manifiestan sobre él, lo vindican por escrito y lo interpretan de acuerdo con un criterio perfectamente asumido y coherente. Así, El que espera contiene dos series de relatos, “Brevedades” y “Miniaturas”, y también un epílogo-manifiesto, “Las mínimas palabras”, donde el autor expone, de una manera clarificadora, las coordenadas teóricas en las cuales sitúa el género tal y como él lo ha venido practicando. Su lectura, como la de todo buen epílogo, nos obliga a una segunda cita, inmediata, con el libro que acabábamos de terminar.

No es casual la condición de poeta de Neuman, ni por tanto la cita de Cortázar: todos los relatos, pero muy especialmente las miniaturas de la primera serie, están sostenidos por un marcado aliento poético sin dejar de ser narrativos. En un género que tiene como una de sus principales características la perfección y hermeticidad de la esfera, cada metáfora, el ritmo o su estructura contribuyen a transmitir sordamente complejas sensaciones de las cuales sólo emergen en el propio texto una pequeña parte: el resto está apuntado entre el título y el estremecimiento final, crece y se desarrolla en secreto a través de las elipsis y se prolonga en nuestra conciencia de lector como una resonancia que impide leer uno detrás de otro mecánicamente, como se pasaría de un capítulo a otro. La escritura de este tipo de relato, dice Neuman, comienza en lo narrado y continúa en sus omisiones, y ante esta afirmación uno no puede sino recordar aquella sentencia del Quijote mediante la cual Cervantes pedía ser juzgado no tanto por lo que decía sino sobre todo por lo que callaba.

El relato breve funciona como una máquina de relojería, más aún, como una máquina de relojería atada a un cartucho de dinamita. El escritor se desprende de él como si temiera la apremiante obstinación con que un relato se adhiere a la conciencia del autor; el lector, por contra, recorre sus líneas inquietado por el tic-tac que subyace entre cada punto y seguido o que se acelera tras un punto y aparte. El microcuento “El deseo”, uno de mis favoritos, es un ejemplo modélico de cómo su composición resulta de prescindir de todo lo accesorio, de enredar y subvertir el planeamiento, el nudo y el desenlace hasta provocar la sensación de que lo esencial está siendo sugerido o ha sido sugerido ya. “El deseo” tiene cuatro párrafos, uno de ellos de una sola línea, contenidos en dos páginas. Lo pequeño no significa escasez, sino concentración, síntesis, economía de medios. Todos estos cuentos de Neuman parecen afirmarse en la voluntad de desarrollar el máximo contenido que quepa en una mínima expresión.

Cuanto más pequeña sea la máquina, más perfecta ha de resultar la miniaturización de sus ruedas dentadas y mayor es también la atención que se exige del lector. Los microrrelatos incluidos en este libro no pueden contarse: son. Hay relatos tan breves, que, si me es permitida la exageración, bastaría con mencionar uno de sus verbos para destripar el argumento.

Hablaba Cortázar en la cita recogida más arriba de la coincidencia de determinados valores que otorgan su carácter específico tanto al relato breve como al poema: ritmo, tensión, pulsión interna, inalterabilidad de los elementos que los componen... A aquella afirmación le seguía esta otra: «Los cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los merezca». Pues bien, quien los merece es aquel que espera ser atrapado por el aura del cuento, ser sorprendido al final o en cada uno de sus párrafos, descender por los renglones como quien desciende una escalera cuyo último escalón está hundido en la oscuridad. Y es que la idea de espera que está encerrada en el título de este libro remite por igual a los conceptos de paciencia y de desesperación, y ambos se alternan, coherentemente, tanto en los personajes como en el lector.
  

Con Miguel Ángel Muñoz y Andrés Neuman, Almería, diciembre 2014
(Foto: J. Adolfo Iglesias)




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