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Channel: Los pasadizos del Loser
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Don Quijote, segunda parte: 1615 - 2015

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Había oído muchas veces que al llegar al final de El Quijote el lector no puede reprimir las lágrimas o, en los más endurecidos, evitar el nudo en la garganta, y mi hija pude dar fe de que hace un par de meses fui incapaz de leer en voz alta, de una manera inteligible, esas palabras de Sancho con las que, también él llorando, le pide a un moribundo y ya devuelto a la cordura don Quijote que no se muera, que "la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”, y que no sea perezoso, y que le eche a él la culpa de haber sido derribado de Rocinante en ese último enfrentamiento entre caballeros andantes…. 

No me atrevo a estas alturas a tratar de decir algo original sobre esta magna obra literaria, “the world’s best work of fiction”, que así ha sido elegida y así se refirió a ella el New York Times, según nos recuerda Francisco Rico en una de las muchas ediciones de la novela que se han llevado a cabo recientemente: la mejor obra de ficción jamás escrita. Tan solo puedo aportar mi propia experiencia. Quise leerla de niño y también de adolescente, pues me fascinaban las ilustraciones que traía el pequeño ejemplar de la primera parte que había en casa, de Gustave Doré, a mi juicio el artista que mejor captó el espíritu del libro y de su héroe, pero una y otra vez fracasaba en el intento, y siempre en el mismo punto, en la narración del desdichado amor de Grisóstomo hacia Marcela y el entierro del primero. Ya en la universidad leí infinidad de pasajes y no menos ensayos críticos, y con eso di por ampliamente conocido el texto. Fue hace unos doce años cuando determiné leerla cabalmente, en una maravillosa edición a cargo de Vicente Gaos que tiempo atrás había entrado en casa como providencial regalo de bodas: leí con enorme y fructífero placer la primera parte y la mitad de la segunda, dos veces cada capítulo, una acudiendo a las múltiples notas a pie de página y otra ya de corrido. A la mitad de la segunda parte, la de 1615, y temiendo saturarme, creí necesitar abrir un paréntesis y evadirme en otras lecturas que también me apetecían, y el paréntesis se amplió, burla burlando, estos doce años. 

Es la primera vez que le saco provecho a un centenario: en mayo regresé a esa segunda parte justo en el lugar donde la dejé, a punto de que don Quijote y Sancho, víctimas de una estúpida chanza de los duques (a quienes por su insufrible necedad Cervantes condenó al anonimato) suban a lomos de Clavileño. Para mi sorpresa, no necesité ya acudir a las notas, salvo para averiguar el significado de alguna palabra en concreto. El resultado ha sido el deslumbramiento, la emoción extrema, la risa, la rabia hacia los burladores del caballero y de su escudero: la vida toda en un libro.

Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros... (grabado G. Doré)

Lo he dicho y escrito muchas veces: cada libro tiene, para cada uno de nosotros, su exacto momento. Nada más emocionante que ese encuentro en el momento oportuno. Y éste era mi momento, no ya porque mi edad frise también con la de del ingenioso hidalgo, sino porque la derrota vital en uno y otro se produce con parecidas razones, como parecida fue también la locura que a don Quijote le llevó a creerse uno de esos personajes que leía en los libros y a mí  a soñar ser quien los escribiera. 

Todo lo que se ha dicho a lo largo de los siglos, en todos los idiomas, sobre la excelencia de esta obra es rigurosa y asombrosamente cierto. Ya no se trata sólo de que sea la primera novela moderna de la historia, sino que al mismo tiempo es la superación de sí misma, un paso más allá: la primera posmoderna, la que inventa verdaderamente un género para, al mismo tiempo, jugar con él de un modo en que no se atrevería a hacerlo ningún otro novelista hasta varios siglos después, aunque ya sin tanto acierto. 

Luis Landero, el escritor más cervantesco de cuantos escriben hoy, decía en sus clases de literatura que El Quijote es uno de esos pocos libros cuya vocación es contener cantidades ilimitadas de realidad, y citaba también la Biblia y Las mil y una noches; pero, añadía, en estas dos obras intervinieron varias generaciones, en tanto que El Quijote fue escrito por una sola persona. Es, decía, como si nos contaran que una única persona había construido las pirámides de Egipto.

Hay en El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, en la unidad que forman esos dos libros escritos con diez años de separación (1605 y 1615) escenas que parecen anticipar recursos técnicos más propios de otras artes no nacidas aún, como el cine, y ahí está ese memorable momento en el que quien hasta ese momento parecía narrador (si bien es cierto que sumado a otros autores “que deste caso escriben”) deja suspensos, literalmente congelados, a don Quijote y al Vizcaíno con las espadas en alto y a punto de golpearse con ellas mutuamente, para explicarnos en un inserto asombrosamente audaz que cuanto lleva contado, apenas ocho capítulos, proviene del relato de un primer narrador, y que tal relato llega hasta ese punto, no más, para, a continuación, referirnos las indagaciones que hace para encontrar el resto de la historia, y cómo da con la autoría de un árabe llamado Cide Hamete Benengeli, y cómo lo manda traducir, y cómo prosigue de este modo el relato. 

Luego está el pasmo ante audacias narrativas no por mil veces señaladas menos fascinantes de comprobar, como el hecho de que en la segunda parte don Quijote, que se hizo caballero andante a causa de los libros que leía, se lee ahora él mismo convertido en personaje de novela, la de la primera parte, y con él el resto de los personajes principales, y lee además ese otro Quijote apócrifo publicado en 1614, un año antes, el de Avellaneda, y lo denigra por falso, y encontrándose en el camino con un personaje de esa mentirosa continuación de las andanzas de nuestro caballero le hace declarar mediante documento jurídico que él es el verdadero don Quijote, y no aquel otro a quien él tomó por el auténtico... ¡en otro libro! En esta segunda parte nuestro héroe llega a variar el rumbo que había puesto hacia Zaragoza al saber que es allí donde tiene lugar una justa en El Quijotede Avellaneda, y se encamina en su lugar a Barcelona, en cuyas playas es vencido por el Caballero de la Blanca Luna, quedando comprometido a regresar a casa y abandonar el ejercicio de la caballería durante un año. Lo que sigue es el  penoso retorno al que le obliga la derrota, quijotizado ya Sancho y sanchificado don Quijote, con algo de ese futuro retorno de Napoleón en su retirada de la campaña rusa, retratado magistralmente por Tolstoi doscientos cincuenta años más tarde. Y en el camino a casa aún proclama su voluntad de ir a Berbería a liberar cristianos cautivos, para de inmediato caer en la cuenta de su rendición: “Pero ¿qué digo, miserable? ¿No soy yo el vencido? ¿No soy yo el derribado?”, al tiempo que, poco más adelante, reconoce traer “alborotado y trastornado el juicio” y no estar ya “ni para dar migas a un gato”…

Muerte de don Quijote, según Gustave Doré

No seré yo quien trate de añadir más páginas a las muchas que se han escrito ya sobre esta obra. Al terminarla al fin, tengo una intensa sensación como de haber consumado algo que me era imprescindible para ir completándome como persona, un poco como hacer el Camino de Santiago, según dicen, proyecto que yo tenía para este mismo año y no ha sido posible llevar a cabo. Para otro será; éste que ya entró en su agosto he alcanzado a leer el epitafio del inmortal hidalgo según redacción de Sansón Carrasco y la prudente despedida de Cide Hamete, hecho lo cual, y como no podía ser de otro modo, tomé de nuevo la primera parte e inicié su lectura desde el principio, ya sin notas ni entretenimientos: no hay mejor libro que éste, ni para el verano ni para otra estación. Y vale.

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