“Como mancha negra” es el último relato que escribí antes de que ese personaje llamado Juan Herrezuelo hiciera una garbosa reverencia con su empenachado sombrero de ala ancha y se retirara por el foro de los Bartleby y compañía. No quise dejar sin desarrollar una vieja idea cuyo borrador fue separado en su momento de un manuscrito mayor al resultar incompatible con otra escena en la que también se jugaba con las figuras retóricas. Como ya me ha pasado otras veces, la posibilidad de convertir aquella idea en una historia que pudiera ser contada no me abandonó nunca, y en octubre del año pasado me puse a la tarea. Fue un trabajo rápido y gratificante, como si el cuento hubiera querido salir fuera de mí desde hacía años tal y como iba creciendo en la pantalla, y ni siquiera me extrañó que al llegar al final, de manera casi inevitable, esta historia más bien desasosegante desembocara en un homenaje al libro que hizo de mí, en mi infancia, este eterno rehén de la lectura que aún sigo siendo. El cuento aparece ahora publicado en el número 12 de la revista El Toro Celeste, un magnífico espacio digital de arte y literatura, y me complace proponer de nuevo un pasadizo hasta sus páginas, como ya hiciera con el número inicial.
Para abrir boca, dejo aquí el primer párrafo de “Como mancha negra”:
«En cuántas manos habrá temblado el papel en el que está escrito el poema antes de llegar a las mías, en cuántas habrá temblado desde que me deshice de él, cuántos hombres y mujeres llevarán ahora esta misma vida de fugitivo que me empuja de un lugar a otro, quiénes son y a qué ciudades han huido ellos, sobresaltándose cada vez que oyen una voz a la espalda, temiendo siempre que alguien vuelva a tenderles una hoja doblada, que todos los versos estén hechizados, que toda lectura, aún la más distraída, la del peatón que cruza ante un puesto de periódicos, desemboque en el horror, otra vez. Me pregunto si, como yo, pasan la mayor parte del tiempo encerrados en habitaciones de hotel y si en ellas también penetra a intervalos regulares la luz de un rótulo de neón para iluminar la soledad absoluta de las noches sin sueño. He jugado a imaginar sus caras, pero todos ellos acaban teniendo los rasgos de los únicos dos que he conocido, el viejo que me precedió y la mujer en quien yo prolongué el encantamiento del poema. Alguna vez, en el vestíbulo de un hotel, en cualquier calle, en uno de tantos trenes y autocares, un rostro torturado por el miedo me ha hecho reconocer la naturaleza de mi propio miedo, y en cada una de esas ocasiones, a pesar de todo, he sentido la tentación de acercarme a él, o a ella, y preguntarles; una tentación muy fugaz, claro está, porque más que de ningún otro ser humano huimos de todos nosotros, y quién nos asegura que ese hombre o esa mujer que parecen sufrir nuestro mismo desasosiego no acaben por poner de nuevo en nuestra mano ese papel. » SEGUIR LEYENDO...