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Channel: Los pasadizos del Loser
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La derrota de nunca acabar, de Miguel Naveros

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Acaso todas las guerras sean la misma guerra, como todos los fuegos el fuego, una guerra inacabable, estallando aquí o allá y dejando periodos transitorios de paz en lugares de la Tierra donde ya cargaron los ejércitos y donde antes o después volverán a arder las calles, fragmentos de una misma contienda sucediéndose en el tiempo, afectando a distintos territorios y distintos dioses y distintas lenguas pero amasando un mismo terror, empujando a hombres y mujeres en una huida que acaso sea también la misma huida, padres con sus hijos en brazos, madres implorando con las manos tendidas, una única e incesante diáspora en la que un día se vieron envueltos nuestros abuelos y que quizá nos arrastre mañana a nosotros mismos.

Cuenta Jeffrey Eugenides en su magnífica novela Middlesex que a comienzos de los años veinte del pasado siglo miles de ciudadanos griegos enraizados en aldeas próximas a la ciudad de Esmirna decidieron expatriarse a América como consecuencia de la guerra greco-turca: en una de las imágenes más conmovedoras que he leído nunca, nos dice Eugenides que quienes embarcaban para Estados Unidos sostenían en sus manos un carrete de hilo, en tanto que los parientes que se quedaban en el puerto sujetaban el otro extremo; cuando el buque comenzaba a separarse del muelle, cientos de hilos de colores se tensaban sobre el agua, había gestos de despedida entre quienes probablemente no volverían a verse nunca, se agitaban pañuelos, los carretes comenzaban a girar en cubierta, al principio despacio, luego más rápidamente, hilos azules, rojos, amarillos, verdes con los que unos y otros mantenían un último y finísimo contacto, hasta que la última vuelta de hilo dejaba los colores abatiéndose con levedad en el aire, y la separación se consumaba definitivamente.

Me vino a la cabeza esta escena al acabar el libro de relatos La derrota de nunca acabar, de Miguel Naveros, y me figuré una España deshilachada en su contorno por el desgarrón del exilio, porque también este país sucumbió en su momento al vendaval de esa guerra interminable, tan interminable como la memoria de los vencidos, de la cual se alimentan estos once cuentos. Once historias, en parte reales y en parte trabajadas por la imaginación del escritor, que son once maneras de experimentar cómo la guerra modifica para siempre el curso de unas vidas, a las que bien podría añadirse una duodécima no escrita y por tanto no incluida en el libro, aunque esté presente entre cada una de las líneas: la de un niño llamado también Miguel, como los protagonistas de todos los relatos, que escucha con fascinación a los amigos de su padre, derrotados como él, contar una y otra vez las mismas historias sobre la guerra perdida, fecundando así, en la infancia, lo que el autor llama en sus reconocimientos finales “mi pulsión literaria”.

Con este libro, pues, Miguel Naveros salda una deuda con aquellos hombres a quienes, por la vía de la rememoración oral, les debe buena parte de sus razones para escribir. Y lo hace a través de diferentes enfoques narrativos, porque distintos son los hombres y mujeres que sufrieron una derrota que les persigue allá donde vayan, pues, como dice uno de los personajes, “las derrotas tienden a no acabar”, afirmación que corrobora más adelante el cuento que da título al libro; en efecto, las derrotas se prolongan en los desarraigos de toda emigración forzada, en la invalidez de un futbolista represaliado, en el origen secreto de una fortuna, en el expolio llevado a cabo al amparo del desorden bélico que una generación más tarde pretende presentarse –y venderse- como lícito patrimonio bibliográfico, en el rabioso desencanto de quien pagó con veinte años de cárcel su fidelidad a la República y acogido al fin por la Unión Soviética descubre que es espiado por su camaradas, en los poetas, los ingenieros, los fotógrafos exiliados y en profesores italianos que participaron en nuestra guerra incivil y llegados a octogenarios regresan a sus escenarios más dramáticos, en las revanchas demoradas, en la nostalgia inacabable de todos los sabores y todos los sonidos de la tierra lejana…

Eso sí, en cada uno de los relatos, de una forma u otra, late la dignidad de la derrota, la dignidad e incluso el triunfo, como dice desde su título otro de los relatos, donde el autor de unas memorias de la guerra les da término agradeciendo “a los dioses del Olimpo la derrota, porque nos ha permitido caminar con la cabeza alta”, lo que remite a aquella frase de Fernando Pessoa citada por Juan Goytisolo en su discurso de recepción del Premio Cervantes: “Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria”. Porque, en opinión de Miguel Naveros, que yo comparto, lo que separa al vencedor del vencido es que el maleficio del triunfo conduce al exceso.

Sé que la imagen del libro que al autor le resulta más reveladora es la de un campesino y su burro arando la tierra bajo el fuego cruzado de ambos bandos, impasibles los dos y como ajenos en apariencia a la guerra, sabedor el hombre que puede o no matarlo cualquiera de las bombas, pero que es seguro que lo mataría el hambre si abandonara las labores del campo. Junto a esta imagen, otras muchas igual de descriptivas, algunas emocionantes hasta las lágrimas, literalmente: la actriz María Botto, argentina de nacimiento, hija del exilio inverso, no fue capaz de evitar un breve acceso de llanto mientras leía en voz alta el primer relato del libro, durante su presentación en Madrid.

Por cierto que ese relato con el que se abre el libro, “Los dos exilios”, está entre los que a mí más me gustan, y sin duda es uno de los mejores textos literarios que jamás se hayan escrito sobre el exilio español, un relato para leer una y otra vez, recorriendo de nuevo, en cada lectura, ese pasillo de una casa en Ciudad de México empapelado a uno y otro lado con fotografías ampliadas de la calle Embajadores, la calle madrileña donde vivía el fotógrafo español que la habita en un doble exilio y que renuncia a volver a su país tras la muerte de su compañera, como poco a poco va renunciado a los sabores que le recuerdan a ella, a las lecturas de los clásicos que sólo concibe en su voz, a la música de un violín que la emocionaba tanto…

Este es el arranque de un libro cuyas historias también yo tuve el privilegio de escuchar antes de ser escritas, en mi caso en boca del propio autor, que es también un apasionado contador de historias (historias que, por asombroso que pueda parecer a veces, son siempre ciertas); un libro espléndido, sentido, necesario aún. 

Entre amigos en la presentación en Almería de La derrota de nunca acabar, el pasado abril

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