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Channel: Los pasadizos del Loser
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Los espacios de la imaginación

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Texto para el Encuentro: Literatura e imagen. Aproximación 
al lenguaje cinematográfico, celebrado el 6 de diciembre en 
el marco del XI Festival Internacional de Cortometrajes “Almería en Corto”



En esa novela colosal que La montaña mágica, de Thomas Mann, hay una escena en la que se describe de manera muy ilustrativa el efecto que causaba el cinematógrafo a los espectadores de la primera década del siglo XX. La novela se publicó por primera vez en 1924, pero esta escena en concreto se desarrolla alrededor de 1908, y a pesar de lo mucho que el cine había evolucionado en esos dieciséis años, el escritor alemán transmite una opinión muy poco halagüeña de aquel invento. Para empezar, el local al que acude el protagonista, acompañado de otros dos personajes del libro, está envuelto en una atmósfera viciada. Ante los ojos de los presentes, unos ojos doloridos, añade el narrador, cientos de imágenes se suceden apresuradamente, centelleando: son instantes fugaces, fragmentos de presente para narrar en pasado una historia oriental, llena de sensualidad y lujo y crueldad, con odaliscas semidesnudas y un tirano opresor y un pueblo entregado al fervor religioso y verdugos de musculosos brazos… Y aunque el protagonista de la novela piensa con desagrado que la técnica se ha puesto al servicio de imágenes que envilecen la dignidad humana, comprueba que a su alrededor los espectadores "parecen cautivados". La última imagen se desvanece al fin, las luces de la sala se encienden y " “el escenario de aquellas visiones se revela como una simple pantalla en blanco". 

Esto parece confundir al público, que no puede aplaudir, que sabe absurdo aplaudir y permanece así en un silencio incómodo, las manos impotentes, los ojos cegados por una iluminación que de pronto parece abusiva. Frente a todos ellos no hay nadie, no lo ha habido en ningún momento, nadie a quien agradecerle la expresión de su arte interpretativo, nadie a quien hacer salir a saludar con una ovación. En realidad, el espectáculo del que han sido testigos había ocurrido en el pasado, la reunión de los actores que lo habían llevado a cabo se había disuelto hacía tiempo, y ellos, los espectadores, no habían visto más que su sombra, el resultado de haber descompuesto sus acciones en brevísimas instantáneas con el fin, dice Thomas Mann, de poder ser reproducidas después "cuantas veces se quisiera a una velocidad vertiginosa que, como por arte de magia, las transformaría de nuevo en tiempo". En la oscuridad, la gente se había sentido turbada ante los seductores rostros en primer plano que parecían ver pero no veían, rostros a los cuales sus miradas no llegaban y cuyas sonrisas no pertenecían al presente. El espacio y el tiempo estaban alterados: abolido uno, como detenido el otro: el allí y el antaño se habían convertido en un aquí y un ahora lleno de movimiento. Y de pronto, todo había desaparecido en la luz, la gente se frotaba los ojos en silencio y con algo de vergüenza, anhelando sumergirse otra vez en la oscuridad "para mirar de nuevo, para ver cómo aquellas cosas pasadas volvían a hacerse presentes"

Con María Dolores García, Juan Antonio Porto y Pilar Quirosa

Ese estar sin estar, esa mutación del pasado en presente, esa velocidad vertiginosa con que las imágenes cinematográficas se suceden en una pantalla, ha sido definida por el pensador y urbanista francés Paul Virilio como "la estética de la desaparición puesta en escena por las secuencias"; la "estética de la desaparición" estaría vinculada a otras revoluciones del siglo XIX, y habría sucedido a la "estética de la aparición", propia de la escultura y la pintura, donde las formas surgen de sus sustratos, el mármol o el lienzo, y "la persistencia del soporte", es decir, su permanencia física, tangible, "es la esencia de la llegada de la imagen" hasta nosotros. Por el contrario, el fotograma cinematográfico otorga movimiento a la estética, y la velocidad de veinticuatro imágenes por segundo de la película precisa una "persistencia retiniana". En realidad, la película no existe como tal en la pantalla, sino en el interior de nuestros ojos. "Las cosas", afirma Virilio, "existirán más cuanto más desaparezcan". Dicho de otro modo, el cine sustituye la presencia física de la obra de arte por una ilusión, y nosotros aceptamos el espejismo, nos entregamos a lo que muy bien podría ser la contemplación de un sueño. Pero eso sí: del sueño de otra persona.

Hasta el nacimiento y expansión del cinematógrafo, los inventores de historias alimentaban la imaginación de las gentes básicamente mediante la palabra. Con sus narraciones, orales o escritas, ese tipo tradicional de inventor de historias buscaba, y aún busca, dar forma reconocible a personajes, espacios o sentimientos valiéndose de una hábil combinación de signos lingüísticos o de aquellos otros que los representan mediante la escritura. No debemos olvidar que, más allá del lugar común, una palabra equivale a tantas imágenes como lectores u oyentes tiene: esta multiplicación es el privilegio del que gozamos los seres humanos en virtud del pensamiento abstracto. Es más que probable que Thomas Mann no fuera el único escritor a caballo entre los siglos XIX y XX a quien le desagradara como cosa vulgar y engañosa ese nuevo espectáculo de imágenes en movimiento que tanto hechizo parecía ejercer en el público. Pero a medida que avanzaba el siglo XX, literatura y cine fueron estableciendo una complicidad cada vez mayor, y no sólo de manera instrumental, esto es, mediante la adaptación para la pantalla de novelas, relatos y obras de teatro, sino sobre todo en un plano subconsciente: puesto que la afición a las películas y la afición a la lectura tienen un origen común en la apetencia de conocer historias, incluso de participar en ellas con la fantasía, nada más lógico que la concurrencia de ambas aficiones en una persona. De ahí que hoy no sea ya posible que un hombre o una mujer se sienten a escribir o a leer un relato situándose completamente al margen de la huella que el cine ha dejado en todos nosotros.

Ahora no es infrecuente que digamos de una novela que es “muy visual”, olvidándonos de que los grandes escritores han creado desde siempre en los lectores una intensa sugestión de “estar viendo” las escenas que ellos describían. La imagen ejerce un poder tiránico en la mente, sin duda, y la influencia de los recursos propios del lenguaje cinematográfico parece alcanzar incluso a obras literarias escritas antes de la invención del cine. Para sentirse arrastrados por las vicisitudes relatadas en una novela, los lectores del siglo XIX disponían tan solo con la corriente tumultuosa de la imaginación, que no es poco. Nosotros leemos aquellas grandes novelas y se nos figura que de alguna manera había ya en ellas los fundamentos de una película: en la viveza de sus descripciones, en la fluidez de los diálogos, en un ritmo que se ralentiza o se apresura según conviene a la escena, y también en las estructuras que emplean para sostener las tramas, y en recursos narrativos tales como la elipsis, por ejemplo. Leyendo Guerra y Paz vemos materializarse inesperada y temiblemente el ejército de Napoleón entre la niebla, al comienzo de la batalla de Austerlitz, y también la algarabía que una fiesta navideña de disfraces provoca en la familia Rostov, los gorros y abrigos de piel, los falsos bigotes pintados con corcho quemado sobre el labio superior de las jóvenes, los trineos deslizándose velozmente de noche sobre la nieve, el cielo estrellado, las risas, el amor brillando en los ojos de un húsar vestido de mujer. Lo vemos. Y en las primeras páginas de Drácula nos sobrecoge la inmediatez de ese tenebroso bosque de los Cárpatos, cuyas sombras parecen rodearnos, y que conocemos a través de las innumerables versiones cinematográficas que se han hecho del mito. Una de las escenas más conocidas y admiradas de Madame Bovary es aquella en que Emma acude a la catedral de Ruán para encontrarse con un pretendiente y entregarle en mano una larga carta en la que viene a decirle que nada puede haber entre ellos. El hombre, sin embargo, la toma del brazo y la lleva casi en volandas hasta el exterior del templo, la introduce dentro de un coche de alquiler y le grita al cochero que se dirija a cualquier sitio. Durante varias páginas el coche recorre la ciudad con las cortinas echadas, urgido el cochero desde el interior por la voz del hombre, que en modo alguno permite que los caballos se paren: una de las escenas más eróticas de la historia de la Literatura es, pues, una relación de las calles y plazas de Ruán por las que pasa el coche una y otra vez para asombro de los vecinos, sin que nos sea permitido atisbar lo que ocurre allí dentro. Finalmente, el coche se detiene, una mano de mujer asoma por debajo de la cortinilla y arroja al viento unos pedacitos de papel. Leída hoy, el cinéfilo no podrá dejar de pensar que en Flaubert se daba una prefiguración literaria de ese don de la insinuación visual que Ernest Lubitsch o Billy Willder elevaron a categoría de arte.

Un escritor, Antonio Muñoz Molina, afirmó en una ocasión que el cine es la continuación de la Literatura por otros medios; mucho antes, un maravilloso prestidigitador, George Méliès, entendió que el cinematógrafo era la continuación de la magia por otros medios, más aún, era el vehículo perfecto para la materialización de los sueños. Estamos, pues, en ese territorio donde se encuentran la ficción y el ilusionismo. Si la literatura nos abre hacia el paisaje de la imaginación a través de la palabra, el cine nos lo representa mediante la sucesión de imágenes; en los libros concebimos los espacios donde transcurren las peripecias de los personajes –a los que acabamos acompañando- a partir de la descripción por escrito que se nos hace de ellos; ante la pantalla asistimos a la proyección de esos espacios con la fascinación de quien se entromete en los sueños de otro y poco a poco va siendo atraído a ellos. Y son espacios inmensos, de una inmensidad interior, eso sí, esa inmensidad que según escribió Gaston Bachelard es el movimiento del hombre inmóvil.

El guionista Juan Antonio Porto durante su conferencia (Foto: JFH)

Departiendo con Porto


Foto de familia. A mi izquierda: Yolanda Cruz, Pilar Quirosa, María Dolores García, Ignacio Martín Lerma, Juan Gabriel García, Miguel Ángel Blanco, Juan Antonio Porto y Jesús Salazar.


Y la imaginación en los espacios (o fin de año en el Loser)

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Basta con empujar su puerta batiente para ingresar de golpe en una especie de Brigadoon portuario: el tiempo, la oscuridad y el silencio lo han conservado extrañamente intacto hasta en el último de los detalles de su decoración. No recuerdo cuántos años llevaba cerrado el mítico "Port of Spain", encallado en el olvido. Ya ni siquiera le echaba una mirada de reojo al pasar con el coche a su altura, en el parque que corre paralelo al puerto, al otro lado de los grandes árboles centenarios y junto a la escalinata por la que una vez subió George C. Scott metido en la piel y el uniforme del general Patton. Uno imaginaba que a la muerte de su propietario alguien habría desmantelado completamente el local, y que tras los postigos de madera pintada iría cubriéndose de polvo lo que pudiera quedar allí, si es que algo quedaba; que no era posible un hermetismo tal que impidiera entrar la humedad del mar y que, por tanto, las maderas nobles de los panelados, de las barandas o del entorno majestuoso de la barra estarían irremediablemente deterioradas; que algún amigo de lo ajeno habría encontrado la manera de acceder al interior y entregarse a un alevoso pillaje.


Fue el camarada poeta, recién llegado de Barcelona, quien me dijo que creía haberlo visto abierto. Nos acercamos para comprobarlo una desapacible tarde de viernes, después de desafiar al viento paseando despacio por el casco histórico de la ciudad y dejándonos ir por las calles que desembocan en la zona del puerto. Y allí estaba, con las ventanas iluminadas, como salido de un sueño, como esperando a dos viejos lobos de mar que llegaran desde el futuro, devueltos quizá por una galerna encantada. Para mi asombro, dentro nada parecía haber cambiado; seguía igual aquel venerable aire de camarote o de taberna marinera de otra época y otro lugar, con sus caobas reflejando la tenue luz de las lamparillas, el piano cerrado, los estantes de la barra repletos de botellas de todos los lugares del mundo y en las mesas la posibilidad de la confidencia o la evocación; un espléndido decorado teatral que hubiera vencido los límites de la ficción y nos incorporase a él de manera natural. Y mientras le daba el primer sorbo al gintónic, escuchando la voz de Dinah Washington, me dije que como decorado bien podría serlo del Loser, aunque el Loser literario, del que es continuación imaginaria este blog-bar, tuviera como modelo principal un local no menos mítico, el Georgia Jazz Club, este sí desaparecido ya. En fin, bueno, sólo era una idea.


Celebremos hoy aquí una imaginaria fiesta para despedir el año del fin del mundo y dar la bienvenida al de la vida sigue (y qué remedio); no una gran fiesta, sino algo tranquilo, con buena música y bebidas bien combinadas, eso es todo.

Unas copas entre amigos, acodados en la barra con esa complicidad que da la camaradería...




Un baile, quizá el último baile, quizá el más romántico jamás filmado…




Fotos: JFH

Yuri Zhivago

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Yuri Andreievich Zhivago, cuya imagen forma parte de la galería de perdedores que adorna las paredes del Loser, hubiera podido merecer también aquel pensamiento que Patxi Andión le dedicó a Federico García Lorca en una canción de los setenta: Tú poeta, y ellos tantos. Como Zhivago, igualmente hubiera podido merecerlo Boris Pastenak, el hombre que lo inventó como personaje de un libro y cuya vida al parecer estuvo trenzada con los mismos ideales, los mismos sinsabores, las mismas arrebatadas pasiones. Porque elegir entre ser o no libre es un lujo que el verso puede permitirse tan sólo desde el punto de vista de la métrica; como expresión de un sentimiento que a menudo está más allá de la consciencia del propio poeta, que el poeta rescata de sí a través de la palabra, tal elección no es posible: la libertad hace al verso, lo constituye. El verso es la libertad de ser verso. Un poeta vigilado, sometido, amordazado por el poder político experimenta la tortura de dentro hacia afuera, desde la raíz misma de su condición de ser humano hasta la última de sus terminaciones nerviosas.

                                                                                                (Foto: JFH)

Que yo no haya leído aún la novela de Pasternak se debe a que hace años adquirí una traducción muy poco apetecible, que además ni siquiera era del ruso original (se trata de una edición de 1966 comprada en librería de lance). No la he leído, es cierto, pero confieso mi absoluta fascinación por la película de David Lean, una fascinación que ha ido creciendo en cada una de las ocasiones que me he sumergido en sus imágenes y me he dejado invadir por su música. Y de las muchas cosas excelentes que contiene esta indudable obra de arte, siempre me sentí especialmente conmovido por la interpretación de Omar Sharif, un actor que tal vez no figure entre los -digamos- diez mejores que ha dado el cine, pero que logró, a mi juicio, convertirse plenamente en aquel médico y poeta batido por la doble tempestad de los avatares históricos y del amor. Yuri Zhivago es para mí los ojos de Omar Sharif, unos ojos que acumulan toda la tristeza de un hombre herido en su idealismo y en su sensibilidad poética, y desgarrado además entre dos mujeres, entre la dulzura y el deseo, entre la abnegación y el fuego; Zhivago es esa mirada líquida, enrojecida, atónita, capaz de iluminarse ante la minúscula e irrepetible estrella de un copo de nieve adherido al cristal de la ventana y de petrificarse en el horror de la sangre derramada, esa mirada clavada entre la nieve y el cielo, allá a lo lejos, donde el trineo en el que ella se ha ido para siempre es apenas un punto oscuro, ni siquiera eso ya, oh, Lara, Lara... Oh, Tonya... Perdidas las dos...

                                         (Foto: JFH)
La ciudad en la que vivo le tributó hace unas semanas un emotivo homenaje a Omar Sharif, haciéndole entrega del premio Almería Tierra de Cine, que anualmente se concede, en el marco del festival de cortos, a una personalidad del cine cuya carrera haya estado en algún momento vinculada a la provincia. Tres años antes de convertirse en Yuri Zhivago, Sharif fue Sherif Alí, un jefe tribal árabe que, acompañado por T. E. Lawrence, lanzó a los suyos al asalto de la ciudad jordana de Áqaba, en realidad un gran decorado construido en la playa almeriense de El Algarrobico, en Carboneras (hoy tristemente célebre a causa de un hotel que a nadie aloja ni nadie derriba, monumento fantasmal a la especulación y a la codicia). Es por este personaje de la imperecedera Lawrence de Arabia por el que se le homenajeó aquí, un papel que el actor egipcio valora por encima de cualquier otro que haya interpretado y al que debe el arranque de su carrera internacional. Ahora bien, yo quise buscar en sus ojos lo que quedara de aquel doctor Zhivago. Me mezclé discretamente entre quienes asistieron al descubrimiento de la estrella con su nombre que se ha colocado en una calle de la ciudad (a la manera, dicen, de un “paseo de la fama”) y traté de hacerle alguna fotografía aceptable. Antes, sentado a la mesa de un café, Sharif tuvo la gentileza de posar un instante para mi cámara. Le correspondí con un leve asentimiento de gratitud. Omar Sharif ha alcanzado una edad a la que no pudieron llegar ni Zhivago ni Pasternak, y sonríe más abiertamente de lo que sin duda lo hubieran hecho ellos a los ochenta y un años. Desde aquella película, sus ojos le han prestado la mirada a varias decenas de personajes diferentes -y se han concentrado en miles de partidas de bridge-, y en su humedad, la que es propia de los ojos de toda persona mayor, flota ahora la acumulación de tantos recuerdos y la lejanía de casi todos ellos, esos otros puntos en el horizonte. Posee una apostura en la que apenas se aprecia la fatiga, aunque sí esa clase la lentitud tan natural en la vejez y en la elegancia, de modo que resulta difícil pensar en él como en un anciano. Sonríe agradecido, se lleva la mano al pecho y a los labios, gesto que repite por la noche, durante la gala de inauguración del Festival, cuando le hacen entrega del premio.

                                                                      (Almería, 4/12/2012. Foto: JFH)

He vuelto a ver Doctor Zhivago: qué increíble emocionarse de nuevo casi en cada plano, ir reconociendo cada escena sabiendo cuál es la siguiente y seguirlas una tras otra como imantados por la belleza, porque hubo un tiempo en que el gran cine era esto, este ritmo, esta minuciosa dirección artística, esta música, esta fotografía, estos actores, este amor infinito por el arte de hacer películas, esta sensación tan pero tan gozosa que te queda cuando acaba y han pasado más de tres horas como en un suspiro.




Guerra y Paz (Война и мир, La guerre et la Paix, War and Peace, Wojna i Pokój, Krieg und Frieden...): la novela total

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Retirada de Napoleón de MoscúAdolph Northern

1. LLEGA A CASA un ejemplar de Guerra y Paz (pequeño gran acontecimiento personal fechado el 17 de octubre de 2012), y durante un tiempo no es más que eso, un libro no leído todavía, un mero objeto, un paralelepípedo que en lugar de presentar la sólida compactación de un ladrillo, pongamos por caso, tuviera la virtud, no por familiar menos excitante, de abrirse por un lado en cientos de finísimas láminas de papel, capaces de provocar un abaniqueo si el dedo se limita a descender por los filos apretados, a hacer pasar las hojas sin más, de un lado a otro, velozmente. Son hojas casi trasparentes en las que predomina al primer golpe de vista el negro y ordenado cuerpo rectangular de los renglones, y si te detienes al azar en una página te asaltan las palabras de que están constituidos esos renglones, y con ellas, prolongando un poco la lectura, conoces un breve pasaje de la historia, un fragmento ajeno a toda esa inmensidad narrativa de la que forma parte, ese texto oceánico, tan ignorado aún; y de ese fragmento aleatorio no cabe deducir un estilo, ni un rasgo de carácter en un personaje, ni en definitiva esa sublimidad literaria que convirtió la novela de León -o Liev- Tolstói en uno de los mayores logros de la Humanidad en el campo de las artes y las letras. Conoces -o crees conocer- la historia que allí se cuenta, pues has visto la película dirigida en los años cincuenta por King Vidor, pero eres consciente de que en el interior del libro ha de haber muchas más cosas, aunque sólo fuera por puras razones de extensión.

Durante no pocas páginas te incomoda una marcada dificultad para poder imaginar por ti mismo el rostro de los personajes principales: inevitablemente se te aparecen a cada momento los de Audrey Hepburn (Natasha Rostov), Henry Fonda (Pierre Bezújov) o Mel Ferrer (Andrei Bolkonski). Es un privilegio al que no quieres renunciar porque es el fundamento de la magia que nace de la lectura: el de crear -crear, repito- en tu imaginación todo aquello que los autores imaginaron antes y convirtieron en palabras. Pero he aquí que a medida que avanzas en la novela, a medida que tu propia vida se va entretejiendo con la vida de los personajes y te familiarizas con esos otros sentimientos que no son tuyos, sino de ellos, y ocupas los lugares en que transcurren las acciones, y parece que los pies se te movieran a veces al ritmo de una mazurca o una polca, y te retiembla por dentro la marcialidad de los tambores militares, y parece que avanzaras con el resto del regimiento, al compás de su caminar unánime, o que observases desde las lindes de un bosque la retaguardia del ejército enemigo, o que se hiciera repentinamente trizas la tierra a tu lado al estallar una granada; a medida, en fin, que aquel apasionado libro va cobrando vida propia, nada va quedando ya entre él y tú que no pertenezca exclusivamente a la relación que habéis establecido entre ambos, nada que esté contaminado por la interpretación de otros, nada que Tolstói no haya inflamado tan solo en tu imaginación, imaginación que no es ya, o así se te antoja, un territorio únicamente interior, sino que se extiende a tu alrededor, y es extraño que nadie pueda observarlo a simple vista.

Tolstói en 1862, un año antes de empezar
 la  redacción de
Guerra y Paz
2. GUERRA Y PAZ representa la experiencia lectora total, una aventura absorbente que te deja sin aliento. Qué podría aportar yo a todo cuanto se ha dicho y escrito acerca de una obra de tal magnitud, sino es mi modesta experiencia personal. Ese grueso libro que llegó a mis manos hace tres meses no es ya simplemente un paralelepípedo, sino una arqueta de las maravillas de la que podría brotar en cualquier instante un mundo inconcebiblemente vasto y detallado: los lujos de un salón de baile en San Petersburgo y el fogonazo de un disparo, su sonido y el silbido de la bala en la batahola de una acometida militar; el lecho de muerte de un acaudalado conde y el resplandor de las hogueras encendidas la noche antes de una batalla; una declaración de amor y una  descarga de fusilería; la belleza de unos hombros de mujer emergiendo del tul dorado de su vestido y un dilatado campo de batalla contemplado desde una colina: las aldeas, puentes, bosques, valles, anchos ríos donde cientos de miles de hombres combaten confusamente y al margen de las órdenes superiores, entre la humareda de la pólvora y los gritos, pues así es la guerra; samovares para el té y sables afilados, perros afectuosos y carne de caballo, romanzas acompañadas al piano y el clamoreo de un ejército que ataca, una cajita para el rapé y las espuelas de un coracero; los cañones y el barrizal en el que se hunden las ruedas, el dolor de una madre por el hijo muerto, la multitud que aclama al emperador de Rusia, un carta leída a la luz de una vela, Napoleón caminando irritado de un lado a otro, una carga de cosacos, líneas de infantería de las que van siendo abatidos los hombres mientras avanzan todos con las bayonetas caladas, y también una partida de naipes, y un duelo a pistola; una multitudinaria partida de caza con jaurías de perros, y también la actividad enloquecida de una batería de cañones, el desalojo, ocupación, saqueo e incendio de Moscú, fusilamientos rápidos y agonías que duran semanas, sangre y nieve y hambre y derrota, ríos helados que se quiebran bajo el peso de la huida, matanzas, penurias sin medida, reencuentros, nuevas familias que se forman desde el recuerdo de los muertos…

El primer baile de Natasha Rostova. Ilustración de
 Leonid Pasternak (padre de Boris) para Guerra y Paz
Personajes de ficción y personajes históricos están mezclados a lo largo de toda la novela y se relacionan entre sí con naturalidad; ocasionalmente, la narración se vuelve razonada digresión histórica o filosófica, sin que el lector lamente apartarse de las peripecias novelescas por las que atraviesan los protagonistas: una cosa y otra le confieren al cuerpo ya de por sí vigoroso de Guerra y Paz las facultades intelectuales que perpetúan su vigencia. No en vano, el propósito principal de Tolstói al situar a una serie de personajes en unas circunstancias históricas extremas ("Desde que el mundo es mundo, nunca existieron guerras en condiciones tan terribles como la de 1812"), confundidos entre otros miles de seres humanos de toda condición, no es otro que el de sostener que los acontecimientos históricos no se deben a la voluntad de un sólo hombre, sino a la suma de millones de acciones realizadas por millones de hombres.

Leída al fin, aunque haya sido tan tarde, he creído comprender qué es lo que hace de Guerra y Paz lo que Guerra y Paz es entre las obras realizadas por el hombre a lo largo de toda su azarosa existencia: la Capilla Sixtina o la Novena Sinfonía de la Literatura, un triunfo absoluto de la mente creadora sobre cualquiera de los innumerables rasgos innobles que hacen del hombre lo que el hombre es. De un lado, una prosa asombrosamente sencilla aun en su enorme riqueza expresiva, así como la estructura más eficaz que hubiera podido concebir escritor alguno para hacer avanzar una novela tan descomunal. De otro lado, una penetración psicológica que alcanza a la totalidad de los personajes, incluso los más fugaces, y que consigue que en las más de mil cuatrocientas páginas -cuya lectura es penoso abandonar aunque sea por un solo día- se den cita todos los caracteres humanos, perfectamente definidos y desarrollados, todos los sentimientos, todas las virtudes y defectos, todas las aspiraciones, todas las razones para el heroísmo o la ternura  o el espanto, así como cierta técnica narrativa tan invisible como prodigiosa que hace posible el desplazamiento de multitudes a lo largo de grandes espacios abiertos y la atención sobre personajes solos en una habitación cerrada. Esto último, por cierto, era la principal referencia que yo tenía previamente de Guerra y Paz y de la maestría de Tolstói; todo aquél que alguna vez haya cedido a la tentación de escribir una historia conocerá bien las dificultades que entraña el conducir a un personaje de una habitación a otra, simplemente, de manera que no resulta difícil rendirse ante la forma en que el genio ruso supo disponer literariamente de tales muchedumbres y, con la misma pluma, analizar tan minuciosamente el alma de un solo hombre o una sola mujer. Y a todo esto hay que añadirle la que acaso sea la principal razón de su pervivencia: el hecho de que los horrores que describe ("El fin de la guerra es el asesinato; los instrumentos de la guerra son el espionaje, la traición, la ruina de los habitantes, el saqueo, el robo llevado a cabo para mantener a los ejércitos, el engaño y la mentira que reciben el nombre de astucia militar") no acabaran para siempre una vez expuestos de manera tan descarnada, sino que hayan venido repitiéndose desde entonces, superando monstruosamente sus efectos.

3. VALGA UNA ESCENA del Libro Tercero: El ejército francés, formado por seiscientos cincuenta mil hombres, al mando de los cuales está el propio Napoleón Bonaparte, ha cruzado el río Niemen y avanza a buen paso por las tierras de Rusia. Ha tomado ya la ciudad de Smolensk sin apenas dificultad, y el ejército ruso retrocede. El regimiento que manda el príncipe Andrei pasa cerca de la gran hacienda familiar, en la que han estado viviendo hasta hace tan solo unos días su padre y su hermana, alejados de la agitada vida en la capital. Bajo un calor sofocante, una larga columna recorre el polvoriento camino, la artillería por el centro, la infantería a los lados. La tierra del camino está removida, el polvo, levantado al paso de los soldados, lo cubre todo: en este punto de Guerra y paz el polvo parece elevarse por encima de los límites del libro, una gran nube de polvo que vela el disco rojo del sol y se mete en los ojos, en las narices, en la boca, en el pelo. Andrei Bolkonski decide aprovechar la cercanía del lugar donde nació y creció y toma, al galope, un desvío; al llegar a la finca comprueba que allí reina la desolación: los senderos están cubiertos de hierba, los animales domésticos vagan a su aire por los jardines, los cristales del invernadero están rotos. Un viejo mujik trenza unas alpargatas “con la misma indiferencia de una mosca que camina por el rostro de un cadáver”. Queda algún criado, que le explica que ante la proximidad del enemigo el viejo príncipe y su hija, la princesa María, partieron hacia Moscú, y que algunos regimientos de dragones habían hecho noche allí. Andrei se lanza al galope por la alameda para volver con sus hombres y sorprende a dos niñas saliendo del invernadero, con sus faldas recogidas y llenas de ciruelas. Las niñas se toman de las manos y se ocultan tras un abedul, sin agacharse a por las ciruelas que caen de sus faldas. Andrei, conmovido, finge no haberlas visto y espolea a su caballo, y al volverse con disimulo comprueba que las niñas han salido de su escondite y corretean alegres con sus pies descalzos... Guerra y Paz es la suma de centenares de escenas como ésta, y cuando, acabado el libro, volví a ver la película de Vidor fui consciente de todo cuanto falta en ella, esa lamentable abreviación de los detalles que enriquecen la trama, el pobre esquematismo en que se mueven los personajes.

Ahora sólo lamento haber terminado su lectura mucho antes de lo que esperaba.

Liev Nikoláievich Tolstói. 1828-1910


Cuello de caballo

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Foto: LA VANGUARDIA.COM




Es un coctel del año 1890, el Horse's Neck era en un principio un cocktail sin alcohol que se preparaba con Ginger Ale y Piel de Limón. En 1910 se comenzó a mezclar con brandy y a veces bourbon. Así quedó atrás poco a poco la receta sin alcohol, dando paso al Horse's Neck tal como lo conocemos hoy en día. Un dato interesante es que en New York el cóctel Horse's Neck se continuó sirviendo sin alcohol hasta los años "50 - 60". El Horse's Neck es un cocktail americano reconocido por la International Bartenders Association (IBA), en la actualidad el Horse's Neck que se sirve siempre lleva brandy”. Del blog “Barman in Red. Cóctelesy bebidas








Interior. Mañana. El guionista DIXON STEELE (Humphrey Bogart) es interrogado en comisaría por el CAPITÁN LOCHNER (Carl Benton Reid), de la policía de Los Ángeles.

CAPITÁN LOCHNER: ¿No le parece que llevarse una chica a casa con el propósito de que le cuente una historia no es práctico?
STEELE: Al contrario, me pareció muy práctico. Ella había leído el libro y yo no.
LOCHNER: Si sólo quería que le contara una historia, ¿por qué la llevó a su casa?
STEELE: Porque yo trabajo en mi casa.
LOCHNER: ¿No tenía otra razón para pedirle que fuera con usted?
STEELE: Si la tuve, no la puse en práctica.
LOCHNER: ¿Tomó algo en su casa?
STEELE: Sí, una mezcla de Ginger Ale con limón. Cuello de caballo, le llaman. El vaso sigue en mi mesa, intacto, con las huellas dactilares. Le aseguro que no fregué los cacharros. Estaba muy cansado.
LOCHNER: Usted le dio veinte dólares. Es demasiado para tomar un taxi.
STEELE: Me prestó un valioso servicio.
LOCHNER: ¿Dos billetes de diez?
STEELE: Sí, pero no me pida que los identifique.
LOCHNER: ¿Por qué no pidió un taxi para la chica? ¿No es lo que suele hacer un caballero en esas circunstancias?
STEELE: No he dicho que sea un caballero. He dicho que estaba cansado.
LOCHNER: (Se levanta de la silla en silencio, se acerca al la ventana, se vuelve hacia STEELE) Le dicen que la chica con la que estuvo anoche ha sido hallada en Benedict Canyon asesinada, arrojada desde un coche en marcha, ¿y cuál es su reacción? ¿Shock? ¿Horror? ¿Compasión? No. Sólo insolencia al ser interrogado y un par de chistes malos. Me intriga usted, señor Steele.
STEELE: Comprendo que las bromas podían haber sido más ingeniosas, pero no veo por qué le preocupa todo lo demás. Es decir, a no ser que piense detenerme por… poco emotivo.

Más adelante, LOCHNER le confiesa al sargento sus conclusiones sobre STEELE:

LOCHNER: Algo oculta, y dudo que sea un corazón de oro. 



(In a Lonely Place, dirigida magistralmente por Nicholas Ray, está escrita por Andrew Solt y Edmund H. North, éste último responsable de la adaptación de la novela de Dorothy B. Hughs. Hace casi treinta años fui lo suficientemente osado como para soltarle a una compañera de instituto la réplica menos caballerosa de este diálogo. Fue una de esas ocasiones en que se te pone a tiro usar una de tantas frases de cine que has memorizado no se sabe bien para qué. Naturalmente, yo estaba enamorado hasta las trancas y en secreto de aquella jovencita, y por extraño que pueda parecer -o tal vez no- aquella jovencita sigue estando hoy a mi lado y yo sigo queriéndola exactamente como entonces.)

Palencia. Palabra y luz

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Foto: JFH

Uno de los cuadros que hay en mi casa representa un extenso campo de girasoles en cuyo extremo, allá a lo lejos, alzándose contra el cielo, se adivina el perfil de Paredes de Nava, el pueblo palentino donde, como escribí hace años, está el manantial de mi sangre. Es un cuadro pequeño, de veintiuno por treinta y seis centímetros, y fuera cual fuese el propósito de mi padre al pintarlo (si es que puede hablarse de propósito en la elección que hace un artista del motivo de su obra), yo he adquirido el hábito de mirarlo para relajarme: hay realmente un horizonte hacia el que tender la mirada, y hay igualmente un silencio mitad amarillo, mitad azul plomizo, en el que lentamente el pensamiento va como disolviéndose. Es el horizonte que ni quiero ni podría perder aunque quisiera, aquél en el que están hundidas mis raíces, el horizonte del que proviene este sabor a Castilla que hay en mi sangre, este gusto a cereal y a piel de oveja recién curtida y a uva de majuelo familiar, este eco de dulzainas rizando apenas las aguas lentísimas del canal, este zureo en el vientre de un palomar o el crotorar de una cigüeña en lo alto de una espadaña, esta aspereza de adobe en la yema de los dedos y el dolor punzante de los cantos del río en la planta de los pies. Y no se trata sólo de sedimentos de infancia –salí de Palencia a los doce años-, sino del hecho cierto de que todos y cada uno de nosotros somos un tramo, únicamente un tramo, del largo río de un linaje: y si mis aguas discurrieron durante siglos por tierras castellanas, ¿a qué iba a saber y sonar mi sangre o cuál iba a ser su tacto?

El pasado martes se presentó el libro Palencia. Palabra y luz, editado por la Diputación provincial. Lo recibí ayer viernes, y es sin duda un hermoso libro coral, punto de encuentro entre literatura y fotografía. En sus páginas se dan cita nada menos que ciento veinte palentinos de nacimiento o adopción,  setenta y seis escritores y cuarenta y cuatro fotógrafos, y me complace formar parte de él, pues es la primera vez que me vinculo de manera efectiva a un proyecto cultural en Palencia. En esta soleada Almería en la que vivo desde hace ya tantos años, donde siempre me he sentido bien acogido, donde generosamente me consideran uno más entre los suyos y por donde fluye ya, fresca, sabia y tumultuosa, la vida de mi hija, sigo mirando hacia Palencia con nostalgia: mi sangre suena a jocosa rumba del río Carrión, por el que pasaba un submarino cargado de borrachos, y todos palentinos; sabe galletas recién horneadas y a lechazo churro y a pipas Facundo, aquellas que el toro lamentaba, al morir, no haber probado antes de dejar este mundo; tiene, en definitiva, el tacto suave y descendente de un arambol.

Mis felicitaciones al poeta Julián Alonso y al fotógrafo Javier Marín, que han coordinado el libro.


Girasoles. Escolástico Fernández


Cuestionario en la distancia corta

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El escritor Miguel Sanfeliu ha puesto en marcha un estimulante proyecto literario en su bitácora Cierta distancia, ese espacio de referencia en el que viene dejando constancia de su amor por los libros nada menos que desde el año 2006. Inspirándose en un trabajo realizado por el periódico parisino Libérationa mediados de los ochenta, que a su vez estaba inspirado en otro de la revista Littérature, de Breton y Aragon, recogido en el número de noviembre de 1919, medios ambos que, cada uno en su tiempo, plantearon la pregunta ¿Por qué escribe usted? a varios cientos de escritores de los cinco continentes, Sanfeliu ha confeccionado el que muy bien podría ser ese cuestionario básico al que, de una forma u otra, todo autor ha tenido que enfrentarse alguna vez; siete preguntas que, comenzando por ésa precisamente, Por qué escribes, buscan conocer igualmente detalles del proceso creativo, escritores de cabecera o temas predilectos. Los franceses quisieron elaborar un mapa de las motivaciones que impulsan a alguien a escribir, y desde su declarada fascinación por aquel proyecto de Littérature, a Miguel Sanfeliu (quien ya confesó hace tiempo, por cierto, que “uno escribe porque no sabe vivir de otra manera”) le gustaría saber si es posible aportar hoy algún nuevo matiz a ese mapa.

Abro aquí un pasadizo hacia la que ha sido mi modesta contribución a su proyecto e invito a todos cuantos por aquí pasen a recorrer esa Cierta distancia.


Imagen: El escritor E. N. Chirikov en su mesa de trabajo, por Iván Kulikov (1904)

... en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada

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El tiempo... El futuro ocurre todos los días, y todos los días se convierten en pasado. Nada sucede como esperábamos: el futuro tiene vida propia, y todo eso que durante tantos años estuvimos imaginando que algún día sucedería forma parte de un lejano ayer. Un buen amigo mío me llamó una vez “guardián de la memoria”, y es cierto que siempre he sido de atesorar objetos: el pasado perdura en los objetos, y conservándolos estamos evitando que el tiempo huya completamente. Años guardé una llave rota porque, de niño, durante toda una tarde estuve mirando a través de su agujero el ir y venir de un familiar por el borde de una piscina; guardo la primera tarjeta que le escribí a mi padre apenas acababa de aprender a hacerlo, las entradas de los museos y los monumentos que visito, arena blanca de las Islas Cíes, los hilos con que le suturaron a mi hija una herida en la barbilla a sus seis años.... Cuando a este amigo le hice llegar unas fotos de nuestra juventud, fotos cuya existencia él ignoraba, se emocionó a causa de la “candidez” de nuestras miradas, y yo le hice notar que en esa candidez anidaba una inquebrantable fe en nuestro porvenir, pues todo estaba por cumplirse, hacíamos lo que nos gustaba y sabíamos que lo hacíamos bien, y aunque entonces pasábamos ya de los veinte años seguíamos teniendo una mirada limpia sobre las cosas. Éramos aún hierro en las brasas. Luego vino el yunque y el martillo.


El tiempo… Hace unos meses visité en mi ciudad los llamados Refugios de la Guerra Civil, que ahora son un reclamo turístico: cuatro kilómetros de galerías subterráneas que recorren el subsuelo y en cuyas angosturas, supongo que débilmente iluminadas entonces, se hacinaban decenas de miles de personas apenas las sirenas herían el aire de aquella Almería de los años treinta. Sentado en el largo banco de cemento me asaltó la misma sensación que ya tuviera en la Huerta de San Vicente, en Granada. Allí vi la cocina de los García Lorca, el salón donde Falla tocó el piano, la mecedora de la madre, la escalera que ascendía hasta los dormitorios, la cama de Federico, la mesa donde escribió alguno de sus dramas, la ventana desde la que él veía el huerto..., y cada vez más profundamente sentía una incomodidad de intruso. Mientras bajaba la escalera, deslicé la mano sobre la madera del pasamanos, y me imaginé a Federico dando las buenas noches y subiendo a dormir o a trabajar, y luego imaginé un sueño largo, muy largo, y al instante unos turistas visitando aquella casa, yo entre ellos al pie de la escalera a la mañana siguiente de un verano de 1934. En los Refugios de la Guerra me imaginé el miedo de aquellas gentes hace 75 años, me lo imaginé muy próximo, allí sentados mientras sobre sus cabezas la ciudad era minuciosamente demolida por un bombardeo, y otro, y otro. En uno de los contrafuertes de una galería aún se ve un tosco dibujo trazado por alguien con un objeto afilado: es un barco arrojando una lluvia de fuego sobre población civil, y también lo que parece un avión rasante… En el pasillo de espera del quirófano, diferenciado del resto de galerías por las baldosas del suelo (blancas y negras) presentí el dolor, la incertidumbre, la angustia, y a la mañana siguiente de un espantoso día de 1937 unos turistas estaban allí sentados, yo estaba allí sentado, escuchando al guía de la visita… 

El tiempo.




Oración insubordinada

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En el principio era el sujeto y al sujeto le sobrevino el verbo y el verbo era un dios mal conjugado. Acatando una acción sin concordancia, nosotros, el sujeto, nos hicimos objeto de predicación. Todo pretérito fue tachado de imperfecto. Todo futuro lo fue condicional bajo fianza de penitencia. Se inadmitieron complementos circunstanciales que contrariaban el dogma. Se anatemizó toda conjunción copulativa más allá de la rutina reproductora. Se prohibió el artificio ilusorio de paraísos gramaticales y a los pronombres, genuflexos, se les dio una libertad subordinada. Ahora no nos perdonéis nuestras dudas adverbiales porque nosotros no vamos a perdonar a quienes de nosotros dudan religiosamente. Y no nos tentéis para caer en la dejación, en el sometimiento, pues es improbable, es realmente muy improbable, que desde la mansedumbre se herede tierra alguna.


En El Toro Celeste

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Cuenta el primer poema épico del que se tiene noticia, grabado con escritura cuneiforme en tabillas de arcilla, que Inanna, diosa sumeria del amor y de la guerra, se enamoró de Gilgamesh, rey de Uruk, y que rechazada por éste clamó a su padre para que creara el Toro Celeste y lo enviase a castigar a su desdeñador. Aquel toro fue vencido (como también lo fue tiempo después el Minotauro), pero le ha dado ahora nombre a una revista digital que con su primer número viene a demostrar que entre los escombros de nuestra economía –y acaso también de todas nuestras certezas- puede seguir naciendo esa rara y hermosa flor que es la cultura.

Vivimos tiempos ásperos, en que iniciativas de este tipo ocurren como a contracorriente de todo y gracias al empeño de gente que no desiste del conocimiento, de la contemplación de un cuadro, de la lectura reflexiva de un poema, y que sobre todo no renuncia a la divulgación de esta experiencia, que es tanto como decir que no renuncia a compartir una emoción. Este primer número de El Toro Celeste propone un acercamiento a la escritora y filósofa Chantal Maillard, a la poética de José Antonio Muñoz Rojas, a la biosinfonía inacabada de la escultora francesa Camille Claudel, a dos artículos inéditos de César Vallejo o a los últimos óleos del pintor malagueño Enrique Brikmann, entre otras cosas.

Y bueno, este primer ETC contiene también un fragmento de mi novela inédita, fragmento que he titulado para la ocasión «Enrique», pues forma parte de la presentación de este personaje, uno de los cuatro que protagonizan la historia. Que estas páginas se publiquen ahora (gracias al escritor Rafael Ballesteros, que me invitó a colaborar en el primero número de la revista), me ha llevado a imaginar cien formas diferentes de hablar de las vicisitudes por las que esta novela ha pasado; de hablar de todo ello no con rencor, sino con la autoridad del fracaso, que es frase de F. Scott Fitzgerald («I talk with the authority of failure», dejó escrito en sus cuadernos). Un buen amigo mío, apelando al pudor, me disuadió a tiempo de hacer tal cosa. De modo que me limito sin más a invitar a quien por aquí pase a visitar esa estupenda revista que esEl Toro Celestey, cómo no, a leer el texto que allí firmo, ese fragmento de mí.


Ned Merrill

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Merrill, Merrill, Ned Merrill… Un momento: ¡Neddy Merrill! Claro que lo recuerdo. Vivía en el condado de…, en una gran casa, con su mujer, Lucinda, y sus hijas. Uno de esos tipos que transmiten vigor deportivo, la sensación de una inagotable juventud y una no menos inagotable capacidad de sorprender. Hubo quien decía que era inmaduro, algo imperdonable cuando se tiene la posición que él llegó a ocupar en la comunidad. Quiero decir que uno puede excederse un poco con la bebida los sábados por la noche, y quién no, pero Neddy, bueno, Neddy empezó a dejarse ver borracho, y a pedir dinero prestado, y luego fingía no recordarlo, y sonreía. Tenía una sonrisa maravillosa… Qué le pasó… Sí, qué les pasó a los Merrill… Eso no lo recuerdo; tal vez nunca llegué saberlo exactamente. Neddy Merrill. Caray. Un domingo de mediados de verano, en el sesenta y cuatro, tuvo la ocurrencia más insólita que jamás haya concebido nadie: recorrer a nado, desde la casa de los Westerhazy, donde él estaba esa mañana, los doce quilómetros que le separaban de su casa. ¿Cómo? Siguiendo el curso de un río de piscinas, o dicho de otro modo: cruzar el condado entrando y saliendo de todas y cada una de las propiedades que mediaban entre aquella casa y la suya, zambulléndose en sus piscinas, de  cabeza, naturalmente (sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza), dejándose abrazar y sostener por el agua verde y cristalina mientras las cruzaba y saliendo a pulso por el otro extremo, a pulso siempre, nada de escalerillas… Qué le ocurrió… Se supone que hizo aquel recorrido en un solo día, en unas horas, y sin embargo bastó para que pasara de la plenitud a la derrota, del calor al frío, del aprecio de sus vecinos a ser tratado con cierta displicencia, e incluso con una abierta descortesía… Y dicen que al llegar a casa…, oh, pobre Ulises fluvial…, al llegar a aquella anhelada Ítaca pareció que hubieran trascurrido no ya varios días, sino años…


Mi primer encuentro con Neddy Merrill tuvo lugar a través de la película dirigida en el sesenta y seis por Frank Perry (con escenas rodadas por un joven Sydney Pollack). Es decir: Ned Merrill tuvo antes que ningún otro rostro u otro cuerpo el rostro y el cuerpo de Burt Lancaster. Fue en el verano de 1991, imagino que tórrido: donde vivo no existe otra clase de veranos. Si alguien creyó que aquella historia de piscinas iba a refrescar el ambiente, se equivocó de medio a medio: El nadador es la película más triste que he visto nunca. Yo, que nada sabía de ella, y que ni siquiera conocía aún el nombre de John Cheever, autor del cuento en que se basa, estaba convencido de que contenía la no menos tórrida canción Mad about the boy, de Dinah Washington, pues había sacado la errónea conclusión de que si sonaba en cierto conocido anuncio de vaqueros que remedaba la película, era porque formaba parte de su banda sonora. Pero nada más lejos: la música de El nadador, compuesta por Marvin Hamlisch (El golpe, Tal como éramos), no sugiere sensualidad, sino todo aquello que la película acaba siendo: la confusa e itinerante crónica de un cataclismo personal en absoluto anunciado. Neddy Merrill es uno de los más patéticos perdedores de la historia de la literatura -y de la del cine-, patético no en esa acepción apócrifa de ‘ridículo’ que se le viene dando al término, sino tal y como lo define el diccionario: ‘Que es capaz de mover y agitar el ánimo infundiéndole afectos vehementes, y con particularidad dolor, tristeza o melancolía’. Y es precisamente por eso que en el Loser se recuerda su viaje a través de las aguas color zafiro del río Lucinda.

John Cheever, 1912-1982
Dos años después de ver la película leí por fin el cuento. Si la opinión que merece el film de Frank Perry está sujeta a controversia, la admiración hacia el texto de Cheever es unánime. Conmovedoramente influido por Scott Fitzgerald en más de un sentido («Yo soy, él fue, de los que leen las dolorosas historias de los escritores alcohólicos y autodestructivos con el vaso de whisky en la mano y las lágrimas rodando por las mejillas», escribió en sus Diarios), los relatos de Cheever, y muy especialmente El nadador, destilan una romántica melancolía vestida con las galas del ascenso social, su fragilidad, sus imposturas, sus caídas. Cuando hoy pienso en la historia de Neddy Merrill, pienso sobre todo en su fuente literaria. Es cierto que la película resuelve visualmente no solo la imagen física de Merrill –Burt Lancaster es Ned Merrill-, sino también la del condado en que transcurre la historia (probablemente Westchester, en el sur del Estado de Nueva York), sus casas, las piscinas, el aspecto de los personajes. Sin embargo, el relato contiene una de las más soberbias manipulaciones narrativas del tiempo que jamás se haya hecho, al punto de crear para el texto un espacio propio en la frontera misma entre lo fantástico y lo realista.

En este sentido, la primera escena de la película es casi idéntica a la del cuento, sólo que en ese casi está contenido un elemento determinante para entender las diferencias entre una y otro: la aparición de Lucinda, la mujer de Merrill, que participa en el primer diálogo del cuento y llega a preguntarle a su marido where he was going cuando le ve alejarse por el césped. Neddy ya ha creído descubrir, con una mentalidad de cartógrafo, la línea de piscinas, la corriente casi subterránea que iba describiendo una curva por todo el condado, le ha puesto a ese nuevo río el nombre de su mujer y ha decidido recorrerlo a nado hasta su casa. Sabemos ya que se considera a sí mismo, de una manera vaga y sin darle apenas importancia, una figura legendaria. El día es espléndido, el sol calienta, las aguas son de un verde cristalino…


En el relato de Cheever, cada inmersión en ese río de la vida parece que acelerase el tiempo sin que Merrill llegue a tener plena conciencia de ello; en la película (donde Lucinda tan sólo es mencionada), cada piscina incide un poco más en esa progresiva y confusa intuición de que el tiempo parece haber pasado ya, antes incluso de iniciar su viaje. El tiempo, en cualquier caso, fluye intermitente, como las piscinas, como los recuerdos; las lagunas de la memoria son aquí, a la inversa, largos tramos secos, ajenos al tiempo líquido: espacios boscosos, caminos de tierra o grava, la accidentada interrupción de una autopista, ante la que se sabe fuera de lugar, vulnerable, amenazado, ridículo incluso. En algún punto encontrará hojas amarillas caídas de los árboles, el cielo se oscurecerá antes de tiempo, la lluvia acentúa penumbras otoñales, él siente frío, está cansado, no es capaz ya de lanzarse de cabeza, ni de salir a pulso, algunas propiedades por las que atraviesa parecen cerradas hace tiempo, algún vecino fue operado hace años y él no lo recuerda, alguien le dice que lamenta el que le hayan ido tan mal las cosas, ¿de qué habla?, la populosa y sumamente clorada piscina municipal supone un remanso de aguas estancadas en el río Lucinda, más hojas caídas, salen las estrellas, y él no se explica qué fue de las constelaciones de pleno verano, y rompe a llorar por primera vez desde que era niño.

Entonces llega por fin a casa…



Mundos perdidos

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Hacía cuatro años que no volvía a Senés, uno de esos pequeños pueblos de interior que, como escribí hace meses para un periódico local, saben aún cumplir en sus calles estrechas, empinadas y limpias el silencio que prometen de lejos, y cuyas ventanas hacen de verdad un pueblo de esa mancha blanca en la montaña; uno de esos pueblos que marcan el lugar donde se encuentran la sierra casi desnuda ahí arriba y las tierras de labor hacia abajo, hacia el fondo del barranco en el que a veces un hilo de agua serpentea rumoroso entre rocas pulidas y grises, y muros de pizarra, y almendros. Uno de esos mágicos pueblos en los cuales, a partir de cierta hora y en invierno, la vida se manifiesta a través de la caligrafía titubeante y pálida del humo que sale de las chimeneas y se desvanece en la noche, añadiéndole al frío y al silencio el olor de la leña prendida.

Regresé estos días para reencontrarme con la quietud, con una primavera de verdad, plena de significado, con una luna llena inmensa, de pronto, al descender una calle, con un infinito de estrellas la única noche que lo permitieron las nubes. El domingo fue la tarea siempre gozosa de recorrer a pie y en solitario una ruta desconocida por entre montes y montañas, no sin antes fijarse un objetivo, esta vez las ruinas de la vieja alcazaba árabe. Te dan las mínimas indicaciones que te permitan iniciar el recorrido, no quieres más, así lo exige esta modestísima aventura, y entonces la salida del pueblo por la vieja fuente, las revueltas por las que se asciende la primera montaña -la que mira de frente el pueblo desde el otro lado del barranco-, la rama caída que te encuentras al paso y podas con las manos hasta convertirla en bastón de caminante, el sendero que llega a la primera bifurcación, un camino algo más ancho que asciende por detrás de la montaña y tiene a su izquierda un despeñadero, y ahora la soledad absoluta, porque no ves ya el pueblo y no hay más ruido que el roce del chubasquero, el crujido de las botas al pisar la tierra y las piedras, el viento en los oídos; y surgen las primeras dudas, sin las cuales esto no sería lo mismo: no saber con seguridad si has acertado el rumbo, si no estarás apartándote, si no tendrás que volverte antes o después sin tiempo ya de alcanzar tu objetivo; y no se trata de estar a solas para pensar en tantas otras cosas, sino para pensar en el camino, para pensar en ti recorriendo el camino, haciéndolo posible, atendiendo instintivamente a cada accidente del terreno, cada curva, cada roca, cada lejano punto de referencia y la perspectiva que de él tienes; se trata de respirar profundo, de detenerse un momento a escuchar el silencio y disfrutar no del paisaje, sino del dilatado entorno natural del que tú formas parte;  y después de unas horas te marcas como límite definitivo esa curva de allá arriba, aquélla entre dos rocas altas, y la alcanzas, y de pronto, al otro lado de un nuevo barranco, al fin un fragmento de la antigua torre del homenaje, no mucho y sin embargo increíblemente ahí después de novecientos años, y te embarga una emoción de descubrimiento, como si hubieras perseguido un lugar legendario del que se tuvieran escasas referencias, un Machu Picchu árabe, por ejemplo -sin fantasía esto tampoco es lo mismo-; sólo te queda bordear el barranco y recorrer así el último tramo del camino, el que te acercará, hasta donde es posible, a los restos de un mundo perdido, como a punto de perderse está también, aunque de otro modo, el mundo representado por el pueblecito blanco del que partiste, allá abajo, su sosegada existencia. Son dos civilizaciones las que contemplas: una desaparecida ya y otra en peligro.

Foto: JFH


Gervasio Sánchez. Antología

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Gervasio Sánchez. Mujeres en paso fronterizo. Kosovo. Abril 1999


Acaso porque no esperaba la dureza de las imágenes que forman parte de la exposición antológica del cordobés Gervasio Sánchez, voy sintiéndome cada vez más y más afectado a medida que recorro la sede del Centro Andaluz de Fotografía. Todo el horror de las guerras recientes que Sánchez ha vivido en su condición de fotoperiodista durante los últimos veinticinco años parece caber en la sucesión de instantáneas que voy mirando lentamente y lentamente van minándome por dentro, lugares del mundo en los que la crueldad, el odio, la indiferencia hacia el dolor y la muerte se convirtieron en pavorosa rutina, Afganistán, Camboya, Angola, Mozambique, Bosnia-Herzegovina, Colombia, Sierra Leona... Observo la gran biblioteca de Sarajevo destruida, el éxodo apresurado de un grupo de seres humanos en una frontera balcánica, un charco de sangre junto a unas flores y al mango de una comba infantil, hombres que fuman junto a hombres muertos, niños que juegan entre las ruinas, toscos féretros apilados, la imposible mirada de un cadáver con los ojos abiertos, personas a quienes les fueron amputados miembros de su cuerpo acompañadas de sus prótesis ortopédicas o dejando ver los muñones cicatrizados, observo largamente las miradas de estos seres en quienes el sufrimiento, el miedo, el desamparo más absoluto se concentraron un día terrible, y leo sus nombres, porque Sánchez no ha querido condenarlos al anonimato de sus heridas, y observo también los ojos de los niños soldados, decenas de ellos que miran de frente no con la turbiedad violenta y desafiante de quien ha cometido actos inconcebibles, sino con la honda tristeza de quien ha visto lo que jamás debería ver un niño.

En el magnífico ensayo Ante el dolor de los demás, donde Susan Sontag analiza «la dimensión homicida de la guerra» y las reacciones de los seres humanos ante las imágenes que nos llegan de sus horrores, releo dos frases que me producen efectos encontrados: la primera dice así: «Quizá las únicas personas con derecho a ver imágenes de semejante sufrimiento extremado son las que pueden hacer algo para aliviarlo o las que pueden aprender de ellas. Los demás somos mirones, tengamos o no la intención de serlo». La otra: «La designación de un infierno nada nos dice, desde luego, sobre cómo sacar a la gente de ese infierno, cómo mitigar sus llamas. Con todo, parece un bien en sí mismo reconocer, haber ampliado nuestra noción de cuánto sufrimiento a causa de la perversidad humana hay en un mundo compartido con los demás». Estoy solo en el espacio doble –piso inferior y superior- donde se exponen las fotografías, y no me siento un simple mirón ante la obra de Gervasio Sánchez; por el contrario, me parece más justa esa segunda apreciación de Sontag, y siento que no volver el rostro ante el dolor humano y ante la ilimitada capacidad humana de provocarlo es una obligación que estas imágenes me ayudan a cumplir.



                                                                                                                            JFH

Gervasio Sánchez fue Premio Nacional de Fotografía en 2009. Su Antología ha visitado ya varias ciudades y dio lugar a un catálogo prologado por Antonio Muñoz Molina. 

Ante el dolor de los demás, de Susan Sontag, fue publicado en 2003 por Alfaguara.

Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina

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En su libro Ventanas de Manhattan, publicado en 2004, confesaba Antonio Muñoz Molina que «el gusto de estar en Nueva York es inseparable del alivio de no estar en España». Me sorprendió y me divirtió leer aquella frase así, de golpe, tan rotunda, tan condenadamente sincera. Desde luego no se corresponde con la nostalgia que los españoles dicen padecer en el extranjero, esa añoranza incurable, ay, de olores, de sabores, de luces, de temperamentos. Yo me identifiqué con esa frase de inmediato: la he repetido decenas de veces, aunque con otra forma verbal, claro, la que le corresponde a este George Bailey en que he acabado convertido a mi pesar: el gusto de estar en Nueva York debe de ser inseparable etcétera... En aquellas páginas, Muñoz Molina razonaba su alivio de expatriado periódico aludiendo al agobio de las noticias diarias y al placer del anonimato, pero quienes solemos leerle y escucharle sabíamos que de alguna manera se refería también a esa trifulca política permanente en que está atrapado nuestro país, avivada por los medios de comunicación afines a los unos y a los otros; que se refería a la glorificación del ruido, a la invasión de los espacios públicos para la celebración de despiporres etílicos multitudinarios amparados por las autoridades municipales, al ostensible desprecio por lo educado y lo culto, ese jactarse de no  leer nunca (o de leer exactamente lo que está leyendo en ese momento todo el mundo, que en mi opinión es casi peor).

En Todo lo que era sólido, su último y demoledor libro, recupera aquella confesión y amplía sus razones: «Con frecuencia me ha entristecido volver, y me he marchado con alivio: de mi ciudad natal, de mi país». Sabe que es un «sacrilegio decirlo», pero es que le agobia y le indigna y le asusta, como nos ocurre a tantos (y de forma más atroz a quienes no podemos poner «tierra de por medio»), muchas de las cosas que se han convertido ya en rasgos de estilo nacional, en nuestra manera de estar en el mundo: «la degradación de los debates públicos», por ejemplo, el hecho de que hayamos asumido como inevitable que nuestra clase política prefiera subrayar las diferencias antes que las similitudes, alimentar la discordia en lugar del apaciguamiento; por ejemplo la susceptible agresividad de muchos conductores, la detestable costumbre de algunos de ellos de imponer impunemente el volumen ensordecedor y sísmico de sus equipos de música, la desafiante manera con que los más incívicos se encaran con quienes les reprochan educadamente su mal comportamiento; por ejemplo la fiesta como modo de vida, la fiesta siempre, la fiesta por encima de todo, «la fiesta como identidad», «como obligación unánime», «como prolongada interrupción de la normalidad», «como dádiva populista»; el alargamiento de las festividades, la juerga sin tregua, «la imposición tiránica del derecho a la juerga y al ruido por encima del derecho al descanso»; una multiplicación descomedida de celebraciones, de «simulacros», de festejos, y la reprobación desdeñosa del «aguafiestas», que es la condición a la que se ve reducido en España todo aquel que pretende disentir del jolgorio y antes, en los años de la hinchada prosperidad especulativa, también quienes criticaban la destrucción de un valioso espacio natural para construir una urbanización o el despilfarro de dinero público en infraestructuras inútiles y desmesuradas… 

Ahora «el pasado es un lujo que no podemos permitirnos» y «no hay frontera más hermética que el día de mañana». Todo cuanto nos parecía sólido puede desvanecerse, y en cierto modo está desvaneciéndose. Lo que tanto esfuerzo costó alcanzar, y que ya considerábamos tan consolidado que incluso nos permitíamos desdeñarlo, puede estar a punto de perderse, nos dice Muñoz Molina. De los polvos de aquel arrogante y populista despilfarro a este lodo de la ruina, no la ruina de los poderosos, claro, sino la del ciudadano común, que sin haber tenido la más mínima responsabilidad en la crisis económica descubre con asombro y rabia que quienes la provocaron asisten hoy al desmantelamiento del modelo de bienestar confiando en hacerse con el fabuloso negocio que se esconde en la sanidad, en la educación, en los servicios públicos fundamentales.

Pero la crítica demoledora que hay en el libro a una manera particular de entender la vida, la que parece tan nuestra, y sobre todo a los políticos que con su incompetencia, su parasitismo social, su codicia, su venalidad nos arrastraron a esta situación para la que no parece haber salida, no queda prendida en el aire del desaliento, sino que contiene también la invitación a «una serena rebelión cívica que a la manera del movimiento americano por los derechos civiles utilice con inteligencia y astucia todos los recursos de las leyes y toda la fuerza de la movilización para rescatar los territorios de soberanía usurpados por la clase política». No en vano las páginas del libro surgieron, incontenibles, a partir de las movilizaciones ciudadanas de mayo del 2011, cuyo clamor oía Muñoz Molina, probablemente emocionado, al fondo de las conversaciones que mantenía por teléfono con alguno de sus hijos, ellos en plazas de Granada y Madrid, rodeados de una muchedumbre pacífica que reclamaba al fin cambios radicales; él en su apartamento de Nueva York, deseando, esta vez sí, regresar, ver con sus propios ojos lo que sucedía, participar en la medida de lo posible. Empezó a escribir lo que luego fue este libro, a rachas, dice, a borbotones, levantándose ansioso de la cama en mitad de la noche y tomando papel y lápiz y escribiendo velozmente para evitar que le diera alcance el olvido de lo que quería expresar, hasta que en la ventana se insinuaba el amanecer.

El resultado es un libro imprescindible, de lectura casi obligada; un libro que, creo, habría gustado mucho -y quién sabe si llegó a leer- a José Luis Sampedro, que desembocó ya en ese mar cuya sal notaba desde hacía años, según dijo, y por el que sentí siempre la mayor admiración: hay pérdidas que son como dentelladas en nuestra conciencia colectiva, desgarrones que hemos de recomponer de inmediato tomando el testigo que tendieron hacia nosotros con su ejemplo. 


 Foto: Jesús de Miguel (en antoniomuñozmolina.es)

Curso cinematográfico completo, 1935

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No estoy completamente seguro de cómo llegó a mi biblioteca, y ni siquiera lo había hojeado hasta hace cosa de un mes. Está editado en Palencia, en el año MCMXXXV. Su título: Curso cinematográfico completo. Su autor: Luciano García Sáez. Su precio: una peseta (¿mucho o poco para la época?). Tiene cuarenta y ocho páginas, repartidas en un prólogo, un inflamado “elogio al cinema”, dieciséis capítulos forzosamente breves y un epílogo.

Ya de principio provoca una sonrisa un título tan rotundo, tan seguro de sí mismo, tan enciclopédico en la portada de un libro de tan insignificantes dimensiones (no mayores que las de una de aquellas novelitas del oeste que se intercambiaban en los kioscos); conmueve tan ambiciosa pequeñez, tan desmedidas pretensiones didácticas resueltas de manera tan pero tan modesta; y apenas se leen por encima los consejos que el autor dirige a los jóvenes, conmueve mucho más aún su cándido pero encendido amor por el cine. De ahí ese elogio y defensa del cinema («¡Yo te saludo y venero, excelso arte!») frente a «los temibles moralistas, que en todo ven algo propicio para sus sermones», los críticos y los indiferentes.

El Curso comprende todo lo que los futuros «artistas» deben saber acerca de tan dura profesión: caracterización, indumentaria, la fotogenia, la mímica, la expresión, incluso las caídas: «Uno de los puntos más artísticos y que mayor emoción produce en el espectador es caerse bien».  Hay que saber caerse, afirma categóricamente el autor. «No se cae lo mismo uno derribado por un puñetazo que uno que resbala», es por eso que «Toda clase de caídas conviene sepa practicarlas el futuro artista». Ahora bien, el autor advierte: «Para ensayar este capítulo conviene hacerlo bajo experta dirección o bien tomando todo género de precauciones, alfombrado cuidadosamente el suelo o bien sobre colchones».

«La talla normal del actor cinematográfico, no debe ser ni demasiado alta ni demasiado baja, una estatura de 1,65 a 1,70 es lo normal». Como excepción a esta regla se cita a Gary Cooper. El Curso aconseja qué debe estudiar y leer el futuro actor o actriz: «El desarrollo histórico de las costumbres y actividades de la Humanidad, el esfuerzo realizado por los hombres de Ciencias para sus experimentos e inventos (…) las obras cumbres de nuestros genios literarios, la Historia Universal de la Arquitectura, del Mueble y del Vestido…» En cuanto a esto último precisamente, el vestido, el Curso plantea una cuestión no menor: «En la vida particular siempre ha tenido excepcional importancia el modo de vestir, ¿qué no lo será para un artista de cine?» Y para lucir bien la ropa «Hay que andar con naturalidad, sin amaneramientos, ni en formas o poses estudiadas y ridículas», además de poseer unas excelentes facultades físicas, claro está: «El artista debe practicar los siguientes deportes casi necesarios: natación, equitación, automovilismo. Indudablemente que si además de éstos se practican otros, mucho mejor». Indudablemente. Y no hay que olvidar «la línea», que el artista cinematográfico ha de conservar: «Tiene que tener en cuenta el futuro artista que la pantalla hace aparecer a los artistas más altos y gruesos de lo que en realidad son». Y a manera de ejemplo, indica el autor la altura y peso de varias estrellas de la pantalla (Joan Crawford 1’60 m. y 55 kilos, dice;  Mary Pickford 1,48 m. y 41 kilos y medio). Por lo demás, y en cuanto a la apariencia física, «Las personas de semblante gastado y piel arrugada, no hallan piedad ante la cámara». «El futuro artista no debe empezar cuando tiene una edad avanzada (…). Pasando de 30 años, no aconsejo empezar». En cuanto a la técnica de aprendizaje interpretativo, he aquí un par de exhortaciones: «A los ojos hay que quitarles languidez, pues a veces se coge por costumbre y queda en vicio». «Las manos también dicen mucho y hay que moverlas sabiamente,  ¿cómo?, practicando ante un espejo como si se hablara con otra persona».

Dice Cervantes en el Quijote, y antes que él Plinio el Viejo, que no hay libro tan malo que no tenga algo bueno. Esto es algo que sabemos bien quienes amamos los libros. Este Curso cinematográfico completo es testimonio vivo de una época, una ventana abierta, por ejemplo, hacia la imagen de quien en aquella Palencia de 1935 tomara en sus manos estas pautas y las siguiera en la soledad de su modestísimo o aburguesado dormitorio de provincias o las pusiera en práctica disimuladamente en su trato con otras personas. Este planteamiento naif pero muy apasionado de un arte que apenas seis años antes había adquirido el don de la palabra, contrasta con el cataclismo bélico que se desencadenó en el país tan solo un año después, y desde la distancia no podemos sino pensar en lo lejos que estaba esa joven que ante el espejo imitaba a Greta Garbo o a Norma Shearer, o aquel otro joven dispuesto a llevar su ropa con la elegancia con que Adolphe Menjou llevaba la suya, qué lejos estaban, digo, de imaginar que sus sueños (ingenuos tal vez, pero sueños) iban a ser desmenuzados por una guerra de verdad y tan extremadamente cruel.

Resérvame el vals, Zelda (1)

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Que la única novela escrita por Zelda Fitzgerald, Resérvame el vals (Save Me the Waltz, 1932), siguiera aún inédita en España, constituía una anomalía editorial tan asombrosa que su publicación hace unos meses en Román y Bueno editores, con traducción de Carlos García Aranda, es una noticia literaria de primer orden. Para quién esto escribe, resulta particularmente emocionante tenerla ya junto con las obras de Scott, su marido; siento que con este libro se completa, de alguna manera, mi propio recorrido a través de una de esas historias más grandes que la vida, que emprendí a los diecinueve años con el deslumbramiento que me produjo la lectura de Hermosos y malditos (The Beautiful and the Damned, 1922).

He vuelto a sus biografías; he intentado, de nuevo, conocerlos, entender sus actos y sus razones, inmiscuirme en su lejano presente, tan fugitivo como lo es el mío ahora y como antes lo fue el de las generaciones que les precedieron, ser con ellos, en distintos instantes, estar en los mismos lugares y observarlos desde una esquina imaginaria, ver sin ser visto y sentir que el tiempo, el suyo y el mío, se nos escapa a la vez, o que el mío será alguna vez tan remoto como en realidad es el de ellos dos. No soy el primero que ha caído bajo el hechizo de su leyenda, y estoy seguro de que muchos más han tenido esa escurridiza sensación de que es realmente posible comprender qué les pasó, y por qué: leyendo sus conmovedoras cartas, escuchando la música que oían –el jazz de los años veinte, sobre todo, velado aún por el humo de los garitos clandestinos donde se burlaba tumultuosamente la Prohibición-, mirando sus fotografías, sus ojos en las fotografías, los ojos con que un día miraron a la cámara (quietos un momento…) sin imaginar que me miraban también a mí desde tan lejos (ya está, podéis moveros).



Se ha escrito mucho sobre los Fitzgerald, y casi todos los que lo han hecho extensamente han cedido a la tentación de inclinarse a favor de uno o del otro; así, Zelda fue una mujer frívola y caprichosa que con sus extravagancias apartaba a Scott de su trabajo de escritor, Scott fue un hombre que ahogó la creatividad de Zelda impidiéndola tener una carrera propia como escritora... Ninguna de estas interpretaciones es justa ni es tampoco cierta. En su apasionada y conflictiva relación hubo mucha más complicidad que competencia. Yo también lamento que no existan esas otras novelas que Scott pudo haber escrito en mejores circunstancias, pero las que sí escribió y han intervenido gozosamente en mi vida existen sólo gracias a que un día conquistó el corazón de aquella descarada belleza sureña a la que su madre le había puesto el nombre de la reina gitana de una novela. 

«Nunca hubo una buena biografía de un buen novelista», escribió Scott, «no podía haber: es demasiadas personas a la vez, si es algo bueno». Y sin embargo, algo sí sabemos con toda seguridad de Francis Scott Fitgerald, el mejor escritor de su generación: la historia de su relación con Zelda Sayre fue extremada en todo, extremadamente romántica al comienzo, y extremadamente desdichada al final. Hay una noche de julio de 1918, y un Country Club, el de Montgomery, Alabama, que desde el año anterior se había convertido en una especie de prolongación del club de oficiales de Fort Sheridan, el cercano campamento militar donde jóvenes soldados aguardaban la orden de partir en dirección a las embarradas trincheras europeas. El teniente Fitzgerald tenía 21 años, había abandonado Princeton para alistarse y la idea de morir en Francia no le desagradaba, una muerte heroica y romántica, como correspondía al escritor que soñaba con llegar a ser. Conocía ya el sabor del fracaso: había sido desdeñado por una joven rica de artúrico nombre, había tenido que renunciar a ser una figura deportiva en la universidad y aunque había estado realmente cerca de convertirse en alguien importante en Princeton gracias a sus méritos literarios, unas bajas calificaciones habían dado al traste con sus ilusiones. Durante el siguiente año –pero él no podía saberlo todavía- sufriría otros tres desengaños: la editorial a la que había enviado su primera novela iba a rehusar su publicación, la guerra en la que deseaba participar iba a terminarse antes de que le enviaran a luchar y la chica a la que conocería esa misma noche iba a romper su compromiso con él, convirtiéndose durante unos meses, tal y como escribió más tarde, «en uno de esos amores trágicos condenados por la falta de dinero». Aún así, estaba en la plenitud de su capacidad intelectual, y eso le permitía «retener dos ideas opuestas al mismo tiempo», por ejemplo «la convicción de la inevitabilidad del fracaso y la decisión de triunfar». 


Ahora estaba en el borde de la pista de baile, con su impecable uniforme hecho a medida, mirando. Sonaba La danza de las horas, y su atención quedó atrapada en la más hermosa de todas las jóvenes que bailaban. Y no sólo era hermosa: era la chica más popular de la ciudad. Ese mismo mes cumpliría 18 años, y a todos los efectos podía haber sido la nieta más revoltosa de Scarlett O’Hara o de aquella otra antojadiza sureña, Julie Marsden, a la que un día compararon con la bíblica Jezabel: Zelda Sayre, la menor de los cuatro hijos de un juez de la Corte Suprema de Alabama, un torbellino de ojos azules y cabello rubio, obstinada, consentida, coqueta, alegre, independiente, soñadora, osada, una «hacedora de reyes», como alguien dijo de ella, y, como de sí misma dijo Zelda tiempo después, «sin un solo sentimiento de inferioridad, timidez o duda, y carente de principios morales». Scott preguntó a alguien quién era aquella joven, y dicen que se abrió a codazos hasta el centro de la pista, y que bailaron.

Se sabe que se prometieron, y que tras licenciarse del ejecito él viajo a Nueva York para conseguir un empleo, y que ella provocaba sus celos por carta, y que rompieron, y que él se entregó a una juerga de tres semanas, y que luego reescribió su novela, a la que había titulado significativamente El ególatra romántico, y que una editorial aceptó al fin publicársela, pero ya con el título de A este lado del paraíso, y que volvieron a comprometerse, y que vendió un cuento por treinta dólares, con los que le compró a Zelda un abanico de plumas púrpuras, y que un estudio de cine le compró los derechos de otro por dos mil quinientos dólares, con seiscientos de los cuales le compró a ella un reloj de platino y diamantes, y que le envió por correo las dos cosas, y que decidieron que se casarían en Nueva York. Lo hicieron el 3 de abril de 1920, en la catedral de San Patricio, a la semana siguiente de la publicación de la novela. Unos meses antes de la boda, Zelda no podía ni siquiera imaginarse cómo sería Nueva York, unos meses después era la chica más popular de la ciudad gracias a que el libro de su marido había alcanzado un rápido y apabullante éxito; se sabe que se convirtieron en la pareja de moda, y ella en la quintaesencia de la flapper, la chica desinhibida de los locos veinte, los roaring twenties, la heroína de los cuentos de Scott, esa chica de pelo corto que se besuquea en el asiento de atrás de los coches y fuma y bebe de una petaca de plata y es irresponsable y divertida. Sí, tal vez no era tan buena chica como debía ser, pero Scott le escribió a un amigo: «Tú todavía eres católico, pero Zelda es el único Dios me queda ahora». Melibeo soy y en Melibea creo.

La misma Luna que yo vi anoche vieron Scott y Zelda cada una de las noches de su vida. Trato de imaginarlos subidos a la capota de un taxi de Nueva York, o dando vueltas durante media hora en la puerta giratoria de un hotel, o arrojándose vestidos a una fuente frente al Plaza.  Los veo acurrucándose el uno en el otro, borrachos, en una fiesta, pero también veo a Scott escribiendo mucho: en 1922, Hermosos y malditos anticipaba en varios años la disolución física y mental en que acabarían hundiéndose. Los veo paseando por los Jardines de Luxemburgo, en París, elegantemente vestidos y en compañía de la pequeña Scottie, y en una terraza de Antibes, en la Riviera francesa, y veo a Scott en un calabozo de Roma, y le veo también tendiéndole la mano a un desconocido Ernest Hemingway, cuyos primeros relatos, sin embargo, ha ensalzado ya a su propio editor; siento que el tiempo se acelera en cada una de las mudanzas que hicieron, de una casa a otra, de un hotel a otro, de Estados Unidos a Europa y de Europa a Estados Unidos, veo baúles y maletas y la cubierta de un barco, y siento el olor del alcohol en sus alientos: a pesar de todo lo que le obsesionaba el dinero, no se tiene noticia de que Scott realizara inversiones con las cantidades fabulosas que le pagaban por sus relatos, ni que llegara a tener una sola propiedad a su nombre: el dinero se gastaba en vivir bien, eso es todo. 



Siento cómo en sus vidas el tiempo parece pasar cada vez más rápido, aquellos seres tan bellos están cada vez más estragados por la disipación y el resentimiento, los veo ahora descender de taxis que los llevan a fiestas que no acaban nunca, que cambian de invitados y de emplazamiento y son la misma fiesta, Zelda cada vez más enjuta y hosca a causa del frenético esfuerzo que invierte en el ballet -ha empezado a practicarlo dos años antes, en el 27-, Scott cada vez más pálido; veo un derrumbe, una pérdida absoluta del dominio sobre sus vidas, veo a Zelda girando infatigablemente sobre la punta de sus pies, girando, girando doblemente en su gran espejo de danza, batiendo en su interior los ingredientes de la locura; veo a Scott volcando una y otra vez un vaso en la boca, bebiendo, bebiendo doblemente en el espejo inclinado de los bares franceses, hasta que la ginebra le llega a los párpados, como le escribió a Hemingway, y se mezcla con las lágrimas.

El 23 de abril de 1930, pasados veinte días del décimo aniversario de su boda, Zelda ingresó por primera vez en una clínica mental, a las afueras de París. Lo que en principio parecía una depresión nerviosa acabó diagnosticándose como esquizofrenia. Nunca volvería a estar en condiciones de valerse por sí misma. En octubre de 1931 regresaron a Estados Unidos. La vida de ella sería ya un entrar y salir de distintos hospitales; la de él, un constante endeudarse para costear sus tratamientos y los colegios de Scottie, su hija, un enfangarse en la sensación de fracaso, un permanente estar aferrado «al cuenco de hojalata de la autocompasión»: le veo viajando a Hollywood en el 37, por tercera vez, y trabajando en guiones que luego no se rodaban, y bailando con Sheilah Graham, la mujer con la compartió físicamente los últimos años de su vida, mientras seguía emocional y económicamente comprometido con Zelda. Y le veo bebiendo hasta el límite mismo de la resistencia de su cuerpo.

Zelda y él se vieron por última vez un día de abril –otra vez abril- de 1939, posiblemente en la Estación Gran Central de Nueva York; como ocurre siempre, ellos no podían saber que era su última despedida. Habían estado en Cuba, un viaje desastroso. El hospital había organizado una visita a La Habana para los pacientes, pero el dinero de Scott no llegó a tiempo y Zelda no pudo acompañar a los demás. Para compensarla, Scott decidió que irían juntos. Salió borracho de Hollywood, llegó borracho a Carolina del Norte, donde tenía que recogerla, y no dejó de beber ni un solo momento. En Cuba le golpearon por tratar de impedir una pelea de gallos. En Nueva York estaba tan bebido y agotado que necesitó atención médica. Zelda buscó a alguien que pudiera cuidar de él y decidió regresar al hospital, sola y angustiada por la salud de Scott.


Siguieron escribiéndose hasta casi la víspera de la muerte de él, ocurrida el 21 de diciembre de 1940, víctima de un infarto que venía anunciándose desde días antes y que finamente se manifestó de manera fulminante en la casa de Sheilah Graham. Durante los años que le quedaban de vida, Zelda alternó periodos de internamiento con otros que pasaba en compañía de su madre, en el viejo Sur, en su Montgomery natal. El 9 de marzo de 1948 estaba en el hospital, el Highland, en Ashville, Carolina del Norte. Se declaró un incendio y murieron nueve pacientes. Zelda, que con 47 años era ya abuela de dos nietos, fue una de ellas.

John Cheever escribió en 1971: «He sabido de hombres duros que rompen en llanto durante el capítulo final de cualquier biografía de Fitzgerald». Alcohólico también, Cheever se olvidó de mencionar que, aun siendo Scott el gran, el inmenso escritor, esa biografía es también la de Zelda, y que las lágrimas nos las arranca la certeza de que ambas tragedias son una sola, así como la agitada felicidad de la que un día disfrutaron fue también la suma de sus felicidades.



imagen tomada de scottandzeldafitzgerald

La mirada de Alfredo Landa en palabras de José Luis Garci

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De entre todos los personajes –tantos y tantos-, elijo uno: el detective Germán Areta, el Piojo. Y  no estoy hablando sólo de los personajes interpretados por Alfredo Landa. Me refiero a la totalidad de los personajes que pueblan la historia del cine español. Bueno, habría mucho que contar, claro. La vida, ya se sabe... En lugar de hacerlo, voy a traer unas palabras escritas por José Luis Garci (ABC, 15 de noviembre de 1991):

«(…) El otro secreto de Landa es su mirada. Hace algunos años, cuando Landa era campeón de todos los pesos, él y yo rodábamos una película en Madrid. Landa fumaba concentrado mientras le ponían un contraluz. Sus ojos recorrían el escenario en una suave panorámica. De pronto se detuvieron en un ventanal. Un segundo, dos, cinco. Y apareció su mirada mágica. Es esa mirada que nace en un lugar que sólo conoce John Ford. Esa mirada que viene y se va y que oscila como las lámparas de carburo, con una alegría imprevista. La mirada de Tracy desanudándose los cordones de los zapatos en El padre de la novia, la de Robert Ryan examinando sus trofeos en On dangerous ground, la de De Niro al final de New York, New York. Cinco minutos después, cuando filmamos aquel plano, Landa ya no tenía esa emoción en la cara. Sus ojos volvían a ser los de su personaje, un detective privado bañado en soledad, con un bigote tan ancho y poblado como la Gran Vía, donde tenía su despacho, y al que le quedaban demasiado ajustados sus polos. Con mucha paciencia, a lo largo de un par de semanas, traté de capturar aquella sensación y concretizarla. Una noche, en el patio de operaciones de Banesto, apareció otra vez, también durante una ligera pausa, mientras se ajustaba un proyector. El foto-fija estaba alertado. “Ahora”, le dije.

»Pedí que ampliaran esa fotografía a tamaño natural (…) Sé que a su madre le perturbaba verla. Quizá no sea perturbar el verbo idóneo; mejor inquietar. Aquella mirada, aquel cuerpo, era algo que incluso escapaba de su conocimiento. Y tenía razón. Aquel no era su hijo. Aquel era un ser, un actor, en el momento mágico de su viaje hacia el otro lado. Ni era Landa ni era Areta, el detective. El fogonazo había pillado el instante justo de cuando se es y no se es. Cuando el cerebro ha dado la orden de salida hacia el misterio, el alma la ha recogido y ha emprendido el viaje.»

Creo que esa mirada está en la escena final de El Crack dos. Mi amigo/camarada/hermano Paco Ortiz y yo llegamos a aprendernos de memoria diálogos enteros de esta película, y a ambos nos ponía algo más que un nudo en la garganta este momento irrepetible del cine… No he podido traer la escena al interior del Loser, así que he de hacer un pasadizo hacia ella...  AQUÍ

Es mi sentido homenaje.


Resérvame el vals, Zelda (2): la novela

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Primera edición, de 1932









Un teniente rubio a quien le faltaba una insignia subió los escalones (...) Parecía disponer de un apoyo celestial por debajo de los omóplatos que alzaba sus pies del suelo en estática suspensión, como si gozara secretamente de la facultad de volar pero caminara por concesión a las convenciones.

Zelda Fitzgerald
RESÉRVAME EL VALS
Román y Bueno editores, 2012



Scott Donaldson, uno de los biógrafos literarios más relevantes de Estados Unidos, cita en un libro dedicado a Scott Fitzgerald una carta escrita en 1919 por Zelda Sayre -más tarde Fitzgerald-, en la que le decía a su prometido que esperaba no probar nunca suerte en cuestiones artísticas, pues era mucho más agradable estar segura de que podía hacerlo mejor que otros que intentarlo y no lograrlo. Esta actitud la mantuvo Zelda durante los primeros años de matrimonio. No fue, sin embargo, una mujer a la sombra de su marido, el escritor famoso que a sus 23 años se había convertido, con su primera novela, en portavoz de una nueva generación de jóvenes norteamericanos. Scott compartía con ella la celebridad: eran los Fitzgerald, bellos pero aún no malditos, que atraían la atención de todos y acudían a todas las fiestas. Así, en mayo de 1923, la revista Hearst's International publicó a toda página esta conocida foto, que Zelda llamaba su «Elizabeth Arden Face»:


Ella, además, escribió aquella década artículos y algún cuento, que Scott corregía y que publicaban con los nombres de ambos porque de ese modo les pagaban mucho más. Se aburría durante las largas horas que Scott pasaba escribiendo, pero luego él le leía sus manuscritos y ella aportaba sugerencias: le convenció de que su segunda novela no tuviera final feliz, y de que el mejor título para la tercera, de todos cuantos él barajaba, era El gran Gatsby. No es sólo que muchas de las experiencias vividas por ellos dos acabaran formando parte de alguno de los cuentos o novelas de Scott, es que ocasionalmente él usaba para sus libros fragmentos de las cartas de Zelda, e incluso de su diario, que ella ponía a su disposición.

En 1927 esto cambió. En algún momento de las ocho semanas que pasaron en Hollywood a comienzos de año, Scott se permitió un devaneo romántico con una jovencísima actriz. Zelda, que en el verano de 1924 tuvo en la Riviera su particular romance con un aviador francés, enfureció de tal modo que arrojó por la ventanilla del tren que les devolvía al Este aquel reloj de platino y diamantes que él le regalara cuando eran novios. La aventura de Scott le hizo ver que dependía de su marido, y a mediados de año empezó a practicar ballet, no como una forma de ocupar su tiempo, sino con la determinación de labrarse una carrera profesional. Había recibido clases siendo niña, entre los 9 y los 16 años, que abandonó para ocuparse de sus múltiples y excitantes compromisos sociales. Ahora, a los 27 años, primero en Estados Unidos y luego en París, con madame Egorova, Zelda se entregó de manera obsesiva y extenuante al ballet. Practicaba constantemente, incluso si había invitados en casa, y poco a poco fue dejando de interesarse por cualquier otra cosa, al tiempo que Scott bebía cada vez más. «Tú te estabas volviendo loca y lo llamabas genialidad, yo me estaba destrozando y lo llamaba cualquier cosa que tuviera a mano», le escribió él más tarde. Lo cierto es que era ya demasiado mayor para convertirse en una primera bailarina, tal como se había propuesto, y su febril dedicación a la danza acabó bruscamente y para siempre cuando en 1930 se hundió en su primera crisis nerviosa.

Zelda Fitzgerald, 1900-1948
Tras pasar quince meses en un sanatorio mental en Suiza, ella y Scott regresaron a Estados Unidos. Zelda se plantea entonces la posibilidad de dedicarse seriamente a la literatura. Escribe algunos relatos y comienza una novela, pero una inesperada recaída en su enfermedad interrumpe su trabajo y sume a Scott en la desolación: él había retomado a su vez esa novela en la que venía trabajando desde la publicación del Gatsby, siete años atrás, y que constantemente había tenido que interrumpir para escribir los relatos que costeaban su tren de vida y con los que sufragaba los elevados gastos médicos de Zelda; la situación debía de resultarle angustiosa, pues estaba convencido de que toda su fortuna dependía de esa novela.

A comienzos de 1932, Zelda ingresó en una nueva clínica psiquiátrica, en Baltimore, y fue allí donde en un mes terminó Resérvame el vals. La leyenda dice que Scott montó en cólera porque ella envió el original a su editor antes de que él tuviera ocasión de leerla, y porque uno de los personajes principales se llamaba Amory Blaine, como el protagonista de A este lado del paraíso, su primer libro, pero sobre todo porque, tratándose indisimuladamente del argumento de sus propias vidas, aquella novela contenía escenas de las que él también estaba ocupándose en el desarrollo de la que luego sería Suave es la noche. A su juicio, si la de Zelda se publicaba tal y como la había escrito, la suya parecería después una elaborada copia de la de ella. Entendía que cuanto habían vivido juntos, lo bueno y lo malo, era «su material» literario, y que, en definitiva, él era el escritor profesional, el que ocupaba una posición destacada en las letras americanas y el que sostenía a la familia con su trabajo.

La parte más oscura de la leyenda de los Fitzgerald surge de esta actitud de Scott. Sin embargo, se ha exagerado su oposición a la novela de Zelda. Una vez que suprimieron algunos pasajes, no demasiados, y que el nombre de Amory Blaine fue sustituido por otro, el propio Scott volvió a enviarle Save Me the Waltz a su editor, asegurándole que era una buena novela, tal vez muy buena, «la expresión de una personalidad poderosa». Pero aunque Scott temía el efecto que en su mujer pudieran tener las expectativas de fama y dinero, lo cierto es que no hubo nada parecido a un éxito editorial; al contrario: se publicó en octubre de 1932, y no gustó a la crítica ni interesó a los lectores. El fracaso de esta novela le hizo entender a Scott que en modo alguno merecía la pena arriesgar su propia y brillante carrera como escritor permitiendo que Zelda invadiera los espacios autobiográficos comunes en que se movía parte de su obra de ficción. Los médicos, además, consideraron que la estresante rivalidad desatada entre los dos agravaba los efectos de la demencia que sufría Zelda, y ella, tras escribir una farsa teatral titulada Scandalabra, acabó por volver su atención hacia la pintura.

Baltimore, 1932

Fue, tal vez, el momento más crítico en su relación. A partir de este incidente debieron de ir tomando conciencia, poco a poco, de que no viajaban ya en el mismo barco, pero tampoco, todavía, en barcos distintos: vivían tristemente flotando a la deriva, entre los restos de un barco naufragado, agarrados a los recuerdos de su perdida juventud. Zelda alternaba periodos de frágil lucidez con recaídas en su esquizofrenia, y sentía que se alejaba cada vez más hacia el fondo del desvalimiento. Scott, sobre todo tras la publicación de Suave es la nocheen 1934, perdió buena parte de su autoestima y empezó a verse a sí mismo como un plato agrietado. Aquel mismo año, en fechas próximas a la salida de la novela, se organizó una exposición con los cuadros de Zelda. Los periódicos que dieron cuenta del evento se refirieron a ella como «sacerdotisa de la era del jazz», «personaje fabuloso», «casi mítica». Sin embargo, tampoco su obra pictórica, aun poseyendo indudables cualidades, despertó gran entusiasmo. Al final, sus temores de juventud se vieron cumplidos: lo intentó todo y con todas sus fuerzas, pero acaso lo intentó cuando ya era demasiado tarde para ella.


Times Square, 1944. Zelda Fitzgerald
....

Según cuenta Nancy Milford en su extraordinaria biografía de Zelda, publicada en 1970, ella encontró el título de su novela en un catálogo de discos RCA Victor. Es muy posible que se tratara de este The Waltz You Save For Me, de Wayne King -el rey del vals estadounidense-, grabado por primera vez el 7 de noviembre de 1930...


  
Voy leyendo poco a poco el libro, como no queriendo apurarlo demasiado pronto; compruebo ya que posee una exuberancia verbal que tal vez -sólo tal vez- hubiera debido ser contenida, pero que, en cualquier caso, resulta muy estimulante. Se respira en su primer capítulo una lánguida sensualidad sureña que se traduce en la sucesión constante de descripciones pletóricas de ingenio y de una excitante penetración olfativa, visual, táctil, un acercamiento tan sensitivo a sus propias percepciones de las cosas que lo narrado se disuelve en la boca como un sabor y resuena en nuestros oídos como el eco de lo que alguna vez estuvo en los suyos. Son metáforas brillantes o extravagantes que se pisan los talones unas otras, como si Zelda hubiese optado por aquella escritura automática de André Breton y el resto de surrealistas. Yo conocía esta capacidad suya para la comparación poética, que en ella debía de resultar inmediata e incluso sencilla, una manera de comprender lo que la rodeaba y de convertirlo en palabras, tal y como se comprueba leyendo sus cartas. Hay en Resérvame el vals, como en tantas primeras novelas -sobre todo si son autobiográficas, como lo es ésta- un desmedido apetito de contar, y de contar de forma original. No cabe duda de que a Zelda le faltó esa larga disciplina que convierte unas inmejorables condiciones para la literatura en un trabajo realmente sólido, pero aún así Resérvame el vals, leída hoy, es un festín para los sentidos, un festín desordenado y sin protocolos ni etiquetas, si se quiere, pero festín. De alguna manera, la novela de Zelda Fitzgerald está emparentada con La noche del cazador, la película que dirigió Charles Laughton, no en cuanto a género, desde luego, sino por el hecho de tratarse de obras insólitas, únicas, extraña y perurbadoramente bellas, inclasificables y sobre todo primeras y últimas para quienes las crearon. Acaso es que me ciegue el afecto, como le cegó a Scott al ensalzar tan generosamente las cualidades del libro, o cuando afirmó que, de no haberla él conocido, Zelda hubiera llegado a ser un genio. 

Riviera francesa, 1926

Resérvame el vals, Zelda (y 3): la vida en un escenario

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Charles Blackman. The Crack Up. 1973

La última vez que se vio juntos a los Fitzgerald, Scott y Zelda, fue en París, en el año 2011, justo a la medianoche, en una especie de pliegue del tiempo con el que un Woody Allen casi casi cortazariano quería jugar con esa nostalgia que ciertas personas experimentamos de un pasado anterior a nosotros, un pasado que no conocimos pero que nuestra imaginación ha idealizado; una añoranza que se completa, naturalmente, con una mirada insatisfecha sobre la época que nos ha tocado vivir, en la que no parece que encajemos. No era la primera vez que Scott Fitzgerald se dejaba ver en una película de Woody Allen: en Zelig aparece el verdadero Scott en una de las escasas imágenes en movimiento que se conservan de él, escribiendo al aire libre. 

Alison Pill y Tom Hiddleston en Midnight in Paris 

Antes, en 1980, se les había visto sobre un escenario de Broadway, en una de las últimas obras de Tennessee Williams, titulada Clothes for a Summer Hotel. Al parecer, Williams, uno de los grandes dramaturgos del siglo XX (El zoo de cristalUn tranvía llamado DeseoLa gata sobre el tejado de zinc calienteDe repente, el último veranoDulce pájaro de juventudLa noche de la iguana… ), se identificaba personalmente con la tragedia de los Fitzgerald: no era sólo que reconociese en sí mismo un consumo excesivo de alcohol durante buena parte de su vida, o la pérdida del favor del público, o la lucha que en el artista emprenden su creatividad y sus necesidades económicas, sino que las visitas de Scott a las clínicas psiquiátricas donde estuvo internada Zelda le recordaban las que él mismo hacía a su hermana Rose, mentalmente desequilibrada también. La obra transcurre durante un encuentro entre Scott y Zelda en el Hospital Psiquiátrico Highland en Asheville, Carolina del Norte (donde ella moriría en 1948), y hace un recorrido en flashbacks a través de su tormentoso matrimonio. Tennessee Williams (sureño, como Zelda) tardó cuatro años en escribir esta obra, que se estrenó con Geraldine Page en el papel de Zelda. Fue un fracaso comercial y de crítica, y Williams prometió no volver a estrenar en Nueva York (murió tres años después). Que yo sepa, esta obra no se ha visto nunca en los escenarios españoles.

También tenía yo una referencia muy vaga sobre un musical cuyo argumento eran sus trágicas vidas, musical que (cosa extraña), siendo el mismo, unas veces aparecía mencionado con el nombre de Beautiful and Damned y otras con el de Zelda, “Un musical basado en la extraordinaria vida del icono americano de los años veinte”. Hace poco más de un mes me lo encontré, completo, en Internet. Lo vi en el ordenador, y confieso que me emocioné, que llegué sentirme como si lo contemplase, con el aliento contenido, desde la oscuridad de un patio de butacas: no podía creerme que sus vidas hubieran podido ser tratadas tan fielmente en un musical, que episodios fundamentales de sus biografías fueran contados en canciones tan bellas.

Una parte de mí quisiera ensanchar el Loser, elevar considerablemente la altura de sus paredes, multiplicar por veinte o treinta las dimensiones del escenario, llenar el local de cómodas butacas tapizadas en terciopelo rojo y palcos suntuosos, colgar del techo bellas lámparas de araña y reestrenar aquí mismo las dos horas y dieciocho minutos del maravilloso musical. Pero, evidentemente, nadie iba a verlo: una imagen demasiado pequeña, a pesar de todo; una experiencia demasiado kinetoscópica. De manera que abriré un pasadizo hacia ese otro teatro mucho más amplio de las pantallas completas (hacer click en el título o el cartel):



Eso sí, no renuncio a traer aquí al menos dos de las canciones y un resumen. Pero quisiera situar brevemente la acción: La obra comienza en el Hospital Highland, en 1938; una Zelda de cabello suelto y descuidado, vestida con las ropas de una paciente psiquiátrica, se ve mentalmente acosada por sus fantasmas. De pronto, recuerda su infancia, y el escenario poco a poco se convierte en la Alabama de 1912, y luego en la de 1918: la fiesta en el Country Club de Montgomery en la que el teniente Fitzgerald y la joven y descarada Zelda Sayre se conocen, y las calurosas noches en el balancín del porche, y los recelos del padre de ella, y la separación: Scott se va a Nueva York a labrarse una carrera como escritor, Zelda se queda en el Sur; se escriben bellas cartas de amor... Letters: 


El resto de la obra sigue más o menos fielmente el desarrollo de sus vidas (existen las inevitables licencias teatrales, claro): asistimos a su boda en la catedral de San Patricio, a su alocada estancia en el Hotel Biltmore (divertidísima coreografía con baño en fuente), las noches no menos desenfrenadas en el París de los años veinte y en el sur de Francia, los garitos nocturnos, el encuentro con Hemingway (la amistad con Scott, la rivalidad con Zelda: "Scott, Zelda no es tu musa, es tu Némesis"), la obsesión de ella por el ballet, la locura, el alcoholismo de Scott, la forma en que la novela Suave es la noche se le escapa de las manos, la velocísima composición de Resérvame el vals, el enfado de Scott… La novela de Zelda se publica; es la hija de ambos, Scottie, quien en el musical le entrega un ejemplar a su padre, que lo hojea emocionado… "Papá, ¿de verdad has leído en el libro cosas tan terribles sobre ti?", viene a decirle la joven. "No, no hay nada aquí que no haya surgido del amor", le contesta -más o menos- Scott. Es la emotiva Save Me the Waltz....



Pasa el tiempo. Scott ha muerto, pero aún aparece, vestido de nuevo con su impecable uniforme de teniente, para bailar por última vez con una Zelda que ahora sí poco a poco se queda a solas con su enfermedad...



Beautiful and Damned se representó en el Lyric Theatre, del West End londinense, entre el 28 de abril y el 14 de agosto de 2004. El libreto es de Kit Hesketh Harvey y la música y letras de Les Reed y Roger Cook. Estuvo dirigida y coreografiada por Craig Revel Horwood e interpretada por los británicos Michael Praed  y Helen Anker en los dos principales papeles.


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“(...) Tal vez la mitad de nuestros amigos y parientes le dirían con honesto convencimiento que mi afición a la bebida volvió loca a Zelda,pero la otra mitad le aseguraría que su locura me condujo a la bebida. Ningún juicio significaría nada: unos y otros se mostrarían igualmente unánimes al decir que deberíamos separarnos, frente a la ironía de que nunca, en todas nuestras vidas, hemos estado tan desesperadamente enamorados (...)”
             Carta de Scott a la doctora Squires,de la clínica Phipps, Baltimore. Marzo de 1932

1926

Escribir o no escribir sobre Gatsby...

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Resulta extraño que aún haya quien se sorprenda de que una película basada en una gran novela quede por debajo de su referente literario. Estoy dispuesto a aceptar que esto siga sucediéndoles a personas jóvenes, pues fue también pecado de mi juventud ilusionarme con la mera noticia de que estuviera rodándose una película basada en un libro que me había gustado mucho; pero qué diablos, he crecido, me he curtido en decenas de decepciones y hace mucho que comprendí que la mejor versión cinematográfica de un libro es la que forja la imaginación de cada cual mientras recorre sus páginas. 

Mientras busco mi localidad en la sala no espero, pues, gran cosa de esta película (que además ha sido vapuleada por una parte de la crítica), salvo que, bueno, quién sabe, en fin, el tráiler permite albergar una vaga, casi inconfesable esperanza. Está, eso sí, la banda sonora, que he escuchado ya; al menos los primeros minutos: no necesité más para horrorizarme: ¿Cómo es posible que para contar una historia que es el máximo paradigma literario de una época a la que un estilo musical le puso nombre, la Era del Jazz, se haya utilizado una música tan estridentemente anacrónica? ¿Qué mayor prueba de las alteraciones, manipulaciones, felonías que la película ha de contener?

De modo que me siento en la butaca como quien se acomoda en el interior de ciertas atracciones propias de parque temático –por ejemplo el de la Warner-, esperando un viaje vertiginoso a través de un puro exceso visual y sonoro. Pero he aquí que a medida que va transcurriendo la película voy sintiéndome más y más cercano a ella. Y me doy cuenta de que, una vez más, me he quedado a contracorriente. Y ahora qué: resulta que me ha gustado este nuevo Gatsby. ¿Lo cuento? No me ha entusiasmado, no voy decorar mi habitación con fotografías de la película, no voy a ir a verla una y otra vez como Eva Harrington iba a ver las obras de Margo Channing, pero allí sentado he tenido la intensa sensación de que aquellas imágenes destilaban verdadera admiración por el libro, y de que el propio Scott Fitzgerald también lo habría percibido así, a pesar de que se haya escrito tanto en un sentido radicalmente opuesto a esta opinión. Y sí, está esa música, que no me gusta, pero que no inunda toda la película y que posee un sentido que va más allá del estrictamente sonoro: esos fiestorros desmesurados en la mansión de Gatsby son a un tiempo puro años veinte y contemporáneos a nosotros, de la misma manera que la desmesura orgiástica dio paso, entonces y ahora, a la bancarrota financiera, social y emocional (la anacronía musical me parece mucho, pero mucho más irritante en Mouline Rouge, por ejemplo). Y están esos descensos rascacielos abajo, propios de montaña rusa, que maljustifican el absurdo error de haberla rodado en 3D, pero que tampoco provocan mi completa indignación: si acaso mi indulgencia (en cualquier caso, no la estoy viendo en 3D; no creo que nadie la haya visto en 3D). 

Ya escribí que cada una de las versiones que se han hecho de la novela es hija de su tiempo, y éste en el que estamos, de vértigo y superficialidad, no es el más propicio para capturar el delicadísimo artificio de la escritura de Scott Fitzgerald. Naturalmente, la de Luhrmann está lejos todavía de ser la que la novela merece, pero sin duda es la mejor que se ha hecho hasta ahora. Las carencias que percibo en la película con respecto al libro no pesan lo bastante como para impedirme disfrutar de ella, y la complicidad se mantiene hasta el final. Desde luego, sigue sin resolverse cinematográficamente la cuestión de esa magistral primera persona, que observa y participa, que está dentro y fuera. En la misma butaca se me ocurre que tal vez la única manera de acercarse a ella en una película sería cediéndole esa primera persona al propio Fitzgerald, mostrarle escribiendo la novela en la Riviera francesa, identificándose a la vez con Carraway y con Gatsby. Los dos principales errores argumentales de esta película, a mi juicio, son, de un lado, la imagen de un Carraway escribiendo la historia como terapia; por otro, prescindir de la aparición final del padre de Jay Gatsby, y que en cierto sentido es el antecedente de la aparición de aquel taciturno Doc Golightly en Desayuno en Tiffany’s, de Capote: el primero viene al funeral de Jimmy Gatz, el otro llega a la gran ciudad tratando de recuperar a su joven esposa, Lulamae, que es ya tan ajena a la persona que fue en el pasado como lo es también ese fabuloso millonario de cuerpo presente: Gatsby y Holly se inventaron a sí mismos, y ése es el  hecho más relevante de sus vidas escritas. Pues bien, echo de menos a ese padre en la película de Luhrmann, y la relación entre Carraway y Jordan Baker, y sin duda todo ese caudal de prodigiosa prosa poética que existe en la novela (la muerte de Gatsby es uno de los pasajes más bellos de la historia de la Literatura), y alguna otra cosa… Pero lo que hay posee vida, una vida que estaba ausente de la versión protagonizada por Robert Redford. No puedo decir más; no quiero entrar en el juego de tratar de justificar por qué me ha gustado -sin exageración- algo que a tantos ha espantado. Simplemente ha ocurrido así. Como decía un personaje de Cortázar que de cuando en cuando vomitaba un conejito, «no es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose».

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Por cierto, que una nueva traducción al español de El gran Gatsby se ha sumado a las ocho que ya estaban disponibles en cualquier librería bien surtida (y de las que ya se habló en el Loser). Esta última está firmada nada menos que por Ramón Buenaventura, excelente traductor y escritor, y la publica Alianza Editorial. Realmente, es casi increíble: ¿Cuál puede ser la magia de este libro para que haya dado lugar en España a una circunstancia tan insólita como es la de hacer coincidir 9 traducciones 9?

Portada de la novena


Y ahora, dejemos descansar a Scott (y a Zelda)... un tiempo.
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