Detalle de Las Meninas
«En apariencia, este lugar es simple; es de pura reciprocidad;
vemos un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla
un pintor (…). Y sin embrago, esta sutil línea de visibilidad
implica a su vez toda una compleja red de incertidumbres,
de cambios y de esquivos (… ) ¿Vemos o nos ven?»
MICHEL FOUCAULT
Preguntado Salvador Dalí en cierta ocasión acerca de qué es lo que él salvaría del Museo del Prado si éste se incendiara, respondió: «¡El aire, y específicamente el aire contenido en Las Meninas de Velázquez, que es el de mejor calidad que existe!». A su lado, Jean Cocteau, que a esa misma pregunta había contestado: «¡El fuego!», reconoció la victoria a Dalí poniéndose en los extremos del labio superior unas pajas recogidas del suelo, a manera de falsos bigotes engomados, e inclinando la cabeza en un sutil gesto de reverencia.
El 10 de agosto pasado volví a respirar ese aire tan puro, acompañando esta vez a mi hija en su primera visita al Prado. Su madre, ella y yo estuvimos apenas un par de horas, suficiente, creo, para que una niña de diez años tome conciencia de los tesoros que allí se contienen pero sin llegar a fatigarse. La idea era recorrer con atención las salas de Velázquez y de Goya, con alguna que otra parada puntual (El Bosco, por ejemplo), pero sobre todo se trataba de contemplar al natural esa obra asombrosa que es Las Meninas. Habían pasado catorce años desde la última vez que estuve frente al cuadro, una eternidad para mí pero apenas nada comparado con el tiempo trascurrido desde que Diego Velázquez lo pintara en 1656: sólo he sido uno más entre una multitud inconcebible de personas que a lo largo de tres siglos y medio han venido quedándose hechizadas por la prodigiosa audacia de sus trazos, sus enfoques múltiples, sus geometrías invisibles; fascinados, en fin, por los enigmas que parecen multiplicarse mientras trata uno de explorar con los ojos el espacio que ocupa, que no es sólo el de una superficie plana, un lienzo enorme, de 3,18 metros por 2,76, sino, poco a poco, un hueco que puede ser ocupado, una estancia a la que es posible acceder, abriéndose paso entre los personajes, oyendo el frú frú de los vestidos hinchados por el armazón de los guardainfantes, mirando absorto al techo y a los lados, asomándose al no menos enorme cuadro que pinta el pintor que nos miraba cuando estábamos ahí fuera, o al espejo que acaso hubiera podido reflejarnos, o a la puerta del fondo desde la que un hombre con capa no ha dejado de observarnos. Aquella otra vez, en septiembre del noventa y nueve, estuve tres cuartos de hora parado ante el cuadro, como estudiándolo palmo a palmo, y cuando se hizo obligado apartarse ya para seguir recorriendo el museo, traté de capturar el momento con una foto robada, lo confieso, sí, robada, sin flash, naturalmente, y con el pulso tembloroso, temiendo ser reprendido pero incapaz de desligarme definitivamente de él. Es una foto muy imperfecta, pero contiene motivos sobrados para mi fascinación, y no todos están en el cuadro.
JFH
En agosto de este año, como digo, pude acompañar a mi hija en su primera visita a Las Meninas: nos distanciamos del cuadro y fuimos acercándonos luego muy lentamente para acentuar la sensación de penetración, y a la inversa, nos alejamos, despacio también, para sentir que salíamos de él y volvíamos a la realidad. A sus pies, nos movimos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda sin dejar de mirar a los ojos de los personajes más atentos a nosotros, y sin dejar de notar esas otras miradas. Luego le planteé preguntas, las mismas que se han hecho tantos: ¿Qué miran en realidad los personajes que miran hacia fuera del cuadro? No, desde luego, al pintor que les pinta -que les ha pintado ya-, pues curiosamente está ahí, a su lado, con un pincel y una paleta en las manos. ¿Miran a los modelos que posan para ese pintor, las figuras del rey y de la reina que se reflejan en el espejo que hay al fondo del obrador, un espejo iluminado en el centro de una pared sumida en las sombras? ¿Están, pues, a nuestro lado el rey y la reina? ¿Acaso no podría reflejar ese espejo el cuadro que pinta Velázquez, como parecen exigir la perspectiva y las leyes de la reflexión? ¿Entra o sale, aquel hombre del fondo? ¿Y no parece toda la escena un instante paralizado? ¿Qué ocurría aquí un momento antes? ¿Qué ocurrió un momento después? ¿Qué sucede realmente ante nosotros, en definitiva: qué sigue sucediendo? ¿Y qué fue de todos ellos, cuyas identidades se conocen, salvo en un solo caso? ¿No será que siempre hemos sido nosotros, tú y yo, Aida, los mirados?...
Pero aunque lo vaya pareciendo, este artículo no está dedicado a un cuadro, el más extraordinario de todos cuantos han sido pintados, sino a una película que no existe: una película que lleva años realizándose en mi imaginación. Nunca he entendido que nadie haya dado en hacer una película sobre Velázquez. De Goya sí hay, varias. Pero no de Velázquez, a pesar de su grandeza. Y ni siquiera sería necesario concebir un argumento: la historia está escrita, lo hizo ya uno de los mejores dramaturgos del siglo XX. En 1960, Antonio Buero Vallejo estrenó en el Teatro Español de Madrid, con gran éxito, Las Meninas, una fantasía velazqueña en dos partes, tal y como apuntaba el autor bajo el título. Yo la vi en televisión en 1991: fue uno de los espacios dramáticos que programaron como homenaje al gran actor José María Rodero, fallecido aquel mes de mayo. Aquellas «Meninas» habían sido emitidas originalmente en 1974, en los tiempos gloriosos en que existía el teatro en televisión, y no tan sólo la gala anual de entrega de premios de teatro. Rodero estaba espléndido como Velázquez (sin duda también lo estuvo Carlos Lemos en los escenarios). Aquella noche de 1991 fue la primera vez que me pregunté cómo era posible que no existiera una película basada en aquella obra teatral.
Antonio Buero Vallejo (imagen: LaCerca.com)
El de Las Meninas es, a mi juicio, uno de los casos más incomprensibles de película que no ha llegado a hacerse. Hay, lamentablemente, muchos más en el cine español. De hecho, no es sólo que, hasta donde yo sé, no exista ninguna película sobre Velázquez, es que en nuestro país tampoco se ha rodado ninguna basada en una obra de Buero Vallejo (de alguna manera, nuestro Arthur Miller). En cualquier caso, y esperando a que algún director descubriera al fin el inmenso y excitante potencial cinematográfico que hay en esta “fantasía velazqueña”, a medias para mi propio deleite y a medias por si en una de éstas me tocaba la lotería, he ido adaptado la obra en mi cabeza desde hace más de dos décadas: he tratado de ampliar escenarios y alterar el tiempo de la acción para hacerlo menos teatral, he localizado exteriores e interiores (el Alcázar de los Austrias, donde Velázquez pintó Las Meninas, donde vivió y donde transcurre la historia, fue destruido por un incendio en 1734); he imaginado una fotografía apropiada, he concebido una banda sonara en la que se escucharían, claro está, las piezas a la vihuela que indica Buero, pero cuya base sería la Suite número 3 de las Danzas y Aires antiguos de Ottorino Respighi; he visualizado actores posibles, les he ayudado a ensayar una entonación, un gesto, me he emocionado con los diálogos…
El Diego Velázquez de Buero Vallejo es un rebelde en el palacio de Felipe IV, un hombre poseído por el ardor de un arte que nadie está preparado para entender plenamente y que al mismo tiempo ansía la verdad allí donde no podrá hallarla nunca, entre poderosos y gente enredadora y falsa, y aduladores del monarca, y pintores inferiores que aspiran a la posición que gracias al favor del rey Velázquez ocupa. Y él está tan solo en su condición de artista capaz de concebir una obra tan adelantada a su tiempo... Únicamente un hombre supo comprender su pintura, y era alguien que podría ayudarle «a soportar el tormento de ver claro en este país de ciegos y de locos». Posó quince años atrás para un cuadro suyo. Un mendigo. Y ese mendigo, un anciano casi ciego, anda a su vez buscando la casa de don Diego. En el estudio de su casa guarda Velázquez un cuadro que nadie ha de ver porque es un tema prohibido, una Venus desnuda, y en el obrador de palacio ha hecho el boceto de un cuadro que será especial y que espera la autorización real para ser pintado: un cuadro de grandes dimensiones de la pequeña infantita acompañada de sus damas de honor y otros miembros de su séquito, incluidos dos enanos de los que la divierten, y un perro, y él mismo, pintor de cámara y aposentador de palacio, retratado en el trance de pintar un cuadro de grandes dimensiones. La verdad de los momentos sencillos, le explica el pintor a su rey; la niña alejada de la etiqueta. “¿Os referís a la infanta Margarita?”, pregunta el monarca, severo. “Sí”. “¿No es más que una niña para vos?”. “Es nada menos que una niña, majestad”. Los celos de su esposa, el despecho de otra mujer, el oscurantismo religioso de quienes en el fondo no quieren sino medrar en palacio, pero también el encuentro con ese mendigo, Pedro Briones, un hombre que ha conocido la injusticia y que ante el boceto del que será algún día llamado Las Meninas reconoce «Un cuadro sereno pero con toda la tristeza de España dentro. Quien vea a estos seres comprenderá lo irremediablemente condenados al dolor que están Son fantasmas vivos cuya verdad es la muerte. Quien los mire mañana lo advertirá con espanto… Sí, con espanto, pues llegará un momento en que ya no sabrá si es él el fantasma ante las miradas de estas figuras…». Emocionado, Velázquez le responde: «Esta tela os esperaba (…) Un cuadro de pobres seres salvados por la luz… He llegado a sospechar que la forma misma de Dios, si alguna tiene, sería la luz».
José María Pou y José María Rodero
Realmente no entiendo que sólo yo pueda disfrutar de esta hermosísima película, donde se dan cita el amor hacia el arte y las intrigas palaciegas, y donde el pintor se ve arrastrado a un proceso ante el Santo Oficio, al cual representa, para caso tan especial, el propio rey. Como nada se sabe en realidad del carácter de Velázquez o de sus inquietudes más intimas, pues no se conserva ni un solo documento personal, este Velázquez de la fantasía de Buero no entra en contradicción con el histórico: el autor lo imagina libremente, sin más. Al pensar en la película posible pienso en la excelente Un hombre para la eternidad, de Zinnemann, o en Amadeus, o en Becket, basadas todas ellas en obras de teatro que, escritas en el siglo XX, recrearon episodios de la vida de personajes históricos (Thomas More, Mozart, Thomas Becket y Enrique II de Inglaterra). No está el interés de estas obras en el rigor de su historicidad. «El teatro histórico es valioso en la medida en que ilumina el tiempo presente», dejó escrito Antonio Buero Vallejo. Y a fe mía que aquel país decadente que gobernaba Felipe IV tiene mucho que ver con la España de ahora, y no sólo porque sigan sin solución las mismas discordias territoriales: digamos que las injusticias que el pueblo sufría entonces a manos de los poderos no son cosa desconocida hoy. No lo han sido nunca.
...Por cierto, que este 8 de octubre se inaugura en el Museo del Prado una exposición bajo el título Velázquez y la familia de Felipe IV, formada por treinta piezas, algunas procedentes de museos de Viena, Nueva York o París. De Kingston Lacy llegan las llamadas Meninas de Dorset, que un especialista considera ahora las «Primeras Meninas» o «modeletto» de la gran obra final: ¿tal vez ese boceto que en la obra de Buero ha pintado Velázquez para someter el proyecto a la consideración del rey? Dicen que la exposición será todo un acontecimento. Ay, quién pudiera…
(En este demorado punto y final, ruego a quien haya llegado hasta aquí que le dé una segunda oportunidad a la suite de Ottorino Respighi: en mi cabeza conviven sus notas, los personajes de Las Meninas, detenidos en el tiempo, los diálogos de Buero Vallejo y las imágenes de esa película inexistente)