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Channel: Los pasadizos del Loser
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Antonio Muñoz Molina y (por ejemplo) "Sefarad"

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Desde que El invierno en Lisboa me fascinara a mis veintidós años, he venido leyendo puntualmente todos los libros que ha publicado Antonio Muñoz Molina. Antes, naturalmente, retrocedí a Beatus Ille, que era anterior en el tiempo y me gustó más aún; luego esperé Beltenebros como un niño espera la Navidad: éste fue el primero de sus libros que el librero me entregó nada más desembalar ante mí el paquete que acababa de llegarle de la distribuidora, y el primero que no pude empezar a leer ese mismo día: estaba en época de exámenes, de modo que lo puse de pie en mi estantería, como una promesa de desconocidos y excitantes placeres literarios. El jinete polacoArdor guerreroPlenilunio… En fin. Uno tras otro. Recuerdo las circunstancias en que leí cada uno de sus libros, y si me detengo ahora en Sefarad no es porque se trate del que prefiero entre todos –no tengo un “libro favorito” de Muñoz Molina-, sino porque fue el único sobre el que escribí a vuela pluma mis impresiones nada más acabar de leer la última página, envuelto todavía en la mirada de ese retrato pintado por Velázquez que le asalta a uno por sorpresa cuando llega al final. 

Leí una buena parte del libro apenas llegó a las librerías en marzo del 2001, arrastrado, gozosamente arrastrado, por la corriente de aquella prosa envolvente y prodigiosa, conmovido por la forma en que el autor metaboliza y nos devuelve como propio el dolor y el miedo de tantos, y asombrado por la difícil facilidad con que están urdidos esos capilares a través de los cuáles se extiende sutilmente la unidad del relato, su alma única. Luego dosifiqué su lectura, porque no quería terminarlo en una semana sabiendo que tardaría dos o tres años en volver a leer un libro suyo, pero también porque aún aspiraba entonces –y aún aspiro hoy- a llegar a ser algún día un lector más metódico y menos compulsivo. Desde luego, no soy capaz de analizar tan magnífica obra en un texto que quiere ser breve: Sefarad lleva demasiadas cosas dentro como para despachar un comentario o un juicio en unas líneas, máxime cuando uno carece del don de la concreción. Digamos que Sefarad es un regalo para todo aquél que ya no se conforma con una trama convencionalmente estructurada o un argumento rutinario. 

Por aquel 2001 yo había aprendido ya a vivir los libros y no a través de los libros, y aquél lo viví intensamente, un libro que era de Muñoz Molina, claro, pero también de Jesenka, Ginzburg, Neumann, Münzenberg y tantos otros personajes históricos de los que yo no había oído hablar nunca, para mi vergüenza, y que hasta ese libro habían sido para mí tan desconocidos pero tan reales, de alguna anónima manera, como todos cuantos han sufrido las penalidades de la persecución, la expulsión, la tortura o el exterminio. Tanto la enfermedad como la asfixia que provoca la vida de provincias, cuestiones tratadas también en  Sefarad, sí las conocía de primera mano, ésta última en unos términos tan similares a los que el narrador dice haber experimentado en algún período de tu vida que me perturbó leer ciertas páginas: cada vez que en cualquiera de sus libros Muñoz Molina adopta unas perspectiva confesional me siento espiado, viviseccionado, expuesto a la luz pública e igual de sobresaltado que ante un espejo cuya existencia me hubiera pasado inadvertida hasta el momento de reconocerme en el desconocido que me observa.

Sefarad es tal vez su libro más borgeano, al menos lo es a ratos. Borges creó un Jaromir Hladík que quizá tuvo su origen en algunas de las personas reales de las que nos habla Muñoz Molina en el libro. Aquel Hladík soñó una noche de marzo con un largo ajedrez, y cinco días más tarde fue arrestado por los nazis, y en prisión, esperando su último amanecer, encontró a Dios –aunque bien es cierto que durante el transcurso de otro sueño- en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos de la Biblioteca del Clementinum, en la Ciudad Vieja de Praga, concretamente en un atlas, y concretamente en un mapa de la India, y Dios le concedió un milagro secreto (¡cómo me gusta ese relato!). Sefarad es también, evidentemente, un libro kafkiano, pero no por razones que partan de la voluntad de su autor y lleguen al texto convertidas en un disfraz de estilo o de atmósfera, como ocurre tan a menudo con la literatura que se elige kafkiana, sino porque lo kafkiano parte amargamente de la realidad que Muñoz Molina retrata y llega al texto atravesando su conciencia, valiéndose de él en tanto que autor, de su talento y su sensibilidad. El instante en que Gregorio Samsa se despierta una mañana convertido en un insecto gigante es simétrico a ese otro en que Jean Ámery/Hans Mayer, tal como cuenta la novela, se leyó un día en un periódico convertido en un insecto semítico. 

Cada vez son menos los novelistas en cuya obra uno encuentra una mínima vocación de perdurabilidad, de trascenderse a sí misma y a su tiempo, y sin embargo son los únicos novelistas que merecen ser leídos. Comprar novelas actuales es una atracción fatal a la que prácticamente ya he renunciado: la mayoría de las veces, uno continúa leyéndolas a partir de la página 20 porque no hacerlo equivaldría a aceptar fríamente que hemos tirado una cantidad nada desdeñable de dinero; cuando yo acabo muchas de ellas, cuando las acababa, más bien,  me acordaba de Víctor Hugo y de Dumas y de tantos otros grandes escritores a quienes no he leído aún, y la sensación de haber perdido el tiempo era todavía más terrible que la de haber perdido el dinero. La obra de Antonio Muñoz Molina sí aspira -decididamente, además- a permanecer en la memoria y en el ánimo de quien lee sus libros. Y lo logra de manera absoluta. No hay otro escritor actual, en cualquier idioma, que me apetezca tanto seguir leyendo.

El humo ya no ciega mis ojos

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Gracias al blog que el crítico musical Diego A. Manrique tiene en la edición digital de El País supe hace unos meses de una novela corta titulada Snodgrass, escrita por Ian R. MacLeod, donde un John Lennon cincuentón y fracasado narra en primera persona lo que fue de su vida desde que en un arranque de orgullo profesional –o tal vez de orgullo a secas- abandonó a los Beatles en 1962, justo antes de que la banda iniciara el ascenso al éxito de la mano del productor George Martin. La novela está encuadrada, ya se ve, dentro de ese apasionante género literario llamado ucronía, es decir, aquellas obras de ficción que construyen una Historia alternativa a partir de la modificación de un determinado acontecimiento, y si yo la menciono aquí –y ahora- no es por lo apetecible que resulta su lectura de acuerdo con lo que de ella cuenta Manrique, sino por su estupendo comienzo: «Tengo planificada mi vida. Hoy, dejaré de fumar. Mañana, dejaré de beber. Al día siguiente, otra vez dejaré de fumar». (En “Planeta Manrique”). 

Durante años ésa ha sido mi relación con el tabaco: a cada abdicación de mi yo fumador en un yo quizá menos cool pero mucho más saludable le ha venido sucediendo antes o después el retorno al cigarrillo. A veces echaba de menos el mero gesto de sostenerlo entre los dedos, tan arraigado ya en mi carácter; a veces la rendición ocurría durante un acceso de ansiedad o de melancolía o de rabia; a veces se trataba de agarrarme al humo y escapar de uno de esos legendarios bloqueos de escritor. Esto cambió hace exactamente un año. Apenas puse punto final a un relato largo en el que había estado tres meses trabajando duramente, fumé el que sabía que era mi último cigarrillo: éstas son, pues, tan solo unas líneas para celebrar en público un aniversario íntimo. 

En este año he podido comprobar que la realidad supera a la adicción; que abandonar el hábito no hace un monje de uno; que en la sobremesa el humo del café podrá añorar, solitario y achaparrado, aquellos tiempos en que danzaba con el larguirucho humo de un cigarrillo, no lo niego, pero el placer que antes ha experimentado el paladar con los matizados sabores de la comida para sí lo quisieran los otros cuatro sentidos; que la inspiración literaria no necesita un filtro ni en los labios ni en el camino siempre azaroso que una idea ha de recorrer para llegar a las yemas de los dedos en el teclado. En este tiempo he evitado de forma natural convertirme en uno de esos adustos ex fumadores que abominan del acto de fumar y se quejan del humo y lo espantan ostensiblemente de su cara con la nariz fruncida y tosiendo y se han pasado, con el ímpetu del converso, a las filas de quienes defienden que no se fume en los bares. No. En cambio he de reconocer que hace unos días sentí un desagrado inmediato al ver a alguien hacer en la calle, irreflexivamente, sin darle importancia, un gesto que habré repetido yo centenares de veces con absoluta soltura: el de arrojar sin más la colilla al suelo tras la última calada. 

Alguna vez he contado que le debo mi condición de fumador a una escena en concreto de una película. La película es Un lugar en el sol y la escena aquélla en que el personaje que interpreta una deslumbrante Elizabeth Taylor repara por primera vez en la existencia del personaje que interpreta Montgomery Clift. George Eastman ha sido invitado por su adinerado tío a una fiesta elegante en la que no encaja. Deambula entre los invitados y acaba a solas en la sala de billar, donde una carambola imposible atrae casualmente la atención de Angela Vickers, la chica rica con la que lleva soñando desde que llegó a la ciudad. «Has desperdiciado tu juventud», le dice ella a ese desconocido, admirada por su habilidad en el juego. Él asiente con timidez. « ¿Por qué estás solo?», le pregunta, «¿Eres exclusivo?». Él dice que sólo está pasando el tiempo, y la invita a jugar. Ella le responde que se limitará a mirarle. «¿Te pongo nervioso?». «Sí». Se presentan. Él le hace entender que ya la conoce, por los periódicos. « ¿Qué haces?», le pregunta Angela ahora. «Cosas corrientes». «No pareces muy corriente». «Es la primera vez que alguien me lo dice». «Eres muy reservado…». «Sí,  a veces». « ¿Melancólico o exclusivo?». «Ahora mismo ni lo uno ni lo otro». Y en esa escena nace una historia de amor que acabará en american tragedy… Esa chica tan apabullantemente hermosa, ese tipo atractivo y su manera atractiva de fumar… 


Yo tenía diecisiete años aquella noche (como Liz), y es posible que hubiera acabado convertido en un fumador de todos modos, pero diablos, no hubiera sido por un motivo tan bueno. Esa escena me la llevé, más o menos disimulada y mezclada con otra de la película, a mi novela El veneno de la fatiga; fue uno de esos homenajes privados a los que somos tan dados los que escribimos ficción. Fumar fue en mí, desde siempre, una manera de ser un poco aquel tipo del billar, o cualquier otro parecido: apostaría a que los cinéfilos tienen más papeletas para ser fumadores. 

Gabriel García Márquez dejó de fumar para siempre el día que un amigo siquiatra le explicó que la razón por la cual resulta tan difícil abandonar la adicción al tabaco es que dejar de fumar viene a ser como matar a un ser querido. Hay momentos en que echo de menos a ese ser querido, es cierto, a ese fumador que fui, pero no me pesa en la conciencia haberlo liquidado: lo maté en legítima defensa. Por eso sé que esta vez es para siempre, que no habrá ya un día siguiente en que tenga que volver a dejar de fumar.

Bloody Mary

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Todo local que aspire a tener una historia que merezca ser contada pasado el tiempo ha de forjar alguna tradición, y la del Loser bien podría ser la de invitar a un cóctel por San Juan. El tipo que regenta la barra se aficionó al arte de combinar bebidas gracias a un libro de José Luis Garci titulado Beber de cine, si bien es cierto que por entonces era ya un consumado artífice de gin tónics, aunque por alguna razón nunca ha considerado esta sagrada bebida, ahora de moda, un cóctel-cóctel. A día de hoy, Beber de cine viene a ser para el barman lo que el ejemplar de Herodoto para aquel pobre paciente inglés: un recetario de vivencias, un cuaderno de campo de los sentidos, entre cuyas páginas van incorporándose otras hojas sueltas con cócteles distintos, fotos, posavasos (por ejemplo, uno redondo de Chicote). 

A partir del libro de Garci, quien esto escribe se aficionó en primer lugar al Bloody Mary, y puesto que el placer de preparar y beberse un cóctel es inseparable del gusto de compartirlo, los amigos recuerdan la época en que a la menor ocasión, en aquel sobreático de larga y esquinada terraza con vistas a la ciudad completa, se lo encontraban en su mano, frío, rojo, denso. Y, a veces, quien esto escribe leía en voz alta unas líneas del libro; éstas, por ejemplo:

"Del mismo modo que hay cócteles que no se deben tomar sin pajarita, la única manera sensata de sumergirse en un Bloody Mary es en pijama y de cabeza -un pijama de seda y la cabeza de latón-, o en los instantes previos a abrir la ducha, o justo cuando escuchas el portazo de la rubia. Tiene otros tragos y otras circunstancias, pero conviene dejar bien escrito que la mayor virtud del Bloody Mary es su efecto reparador de la resaca. De ahí que debes tener muy en cuenta que el mejor momento para preparar un buen Bloody Mary nunca será tu mejor momento". (José Luis Garci. Beber de cine).

Foto procedente de parisrues.com
El Bloody Mary nació en 1921, en el Harry’s New York Bar, un rincón de Manhattan en el mismísimo corazón de París (número 5 de la Rue Daunou), siendo su inspirado creador el camarero Fernand Petiot. El Harry’s Bar es un establecimiento legendario que cumplió cien años en 2011, y fue en su momento lugar de encuentro de los escritores de la Generación Perdida y de tantos otros expatriados norteamericanos, unos artistas y otros no tanto. Tiene ese aspecto con el que sueña el Loser – puertas batientes en la entrada, barra de caoba, paredes paneladas de madera…-. Su primer camarero, el escocés Harry MacElhone, lo compró en 1923 y le puso su nombre; el bar aún sigue en manos de la familia (su propietaria actual es la viuda del nieto de Harry). Ian Fleming, que lo frecuentaba, escribió en Casino Royaleque es el mejor lugar en París para conseguir una bebida sólida, y en su Piano Bar George Gershwin compuso Un americano en París.

Dicen que detrás del nombre de este cóctel puede estar María Tudor, que tan sanguinariamente persiguió a los protestantes en la Inglaterra del siglo XVI, o un local de Chicago de nombre Bucket of Blood, cubo de sangre, en el que uno de los amigos de Petiot, según dijo, había conocido a una chica llamada Mary. En cualquier caso, la base del Bloody Mary es un cuarto de vodka y tres cuartos de zumo de tomate vertidos en vaso mezclador lleno hasta la mitad de hielo; su secreto está en los pequeños detalles: en los pellizcos, en las gotas: un pellizco de sal, otro de pimienta, unas gotas de tabasco, unas gotas de limón, unas gotas de salsa Perrins. Es difícil de creer lo soso que puede llegar a resultar el tomate sin esas mínimas pero sustanciales aportaciones, una sosería de la que no lo libra ni siquiera la participación del vodka, esa etílica cuchilla de trineo abriendo la nieve de las estepas, ese latigazo helado del cochero contra las grupas del caballo, ese sable de cosaco con filo de hielo líquido, ese clin clin clin de los cascabeles de alta graduación… Por cierto, conviene tener siempre una botella de vodka en la nevera, porque uno nunca sabe cuándo va a desear hacer que corra el Bloody Mary. El cóctel, dicen también, puede adornarse con un tallo de apio.

Nada mejor para tomárselo en este Loser hoy imaginariamente abarrotado y envuelto en humo que escuchar a Gershwin y contemplar con las luces apagadas a ese maravilloso americano en París que fue Gene Kelly y sumergirse en el rojo Minnelli que es también el del Bloody Mary en las manos y el de las hogueras que arden ahí fuera.



Y como la imaginación es libre, imagino que el poeta Miguel Cobo, a quien le debo la denominación de blog-bar, escribió un poema en el reverso de un posavasos del Loser, y que luego lo publicó en su bitácora Riografía, y que yo me lo encontré a un tiempo allí, flotando en la corriente de un río suspendido en el alambre, y también en la barra del Loser, y que me gustó de inmediato, que me gustó tanto como cualquiera de sus poemas, pero que sus versos me sedujeron particularmente desde la mirada del perdedor hasta la sal de las lágrimas, una sal que muy bien podría haber caído en la superficie del Bloody Mary, gota a gota, pellizco a pellizco.

E imagino que el posavasos con el poema está ahora enmarcado y colgado tras la barra (gracias Miguel, por permitirme traer aquí tus versos).

Salud.



          Morder el polvo

          La mirada del perdedor
          es también una mirada perdida
          en el desconsuelo de su redundancia.
          La soledad de la derrota en el último suspiro ahoga
          la ilusión cercenada por las agujas crueles de un reloj
          que prometía la victoria atisbada en la gloria de un sueño
          desvanecido apenas a tan solo un minuto de alcanzar el esplendor
          en la hierba. Triste la sed que no se apaga con la sal de las lágrimas.
                          

                                                                                      Miguel Cobo, 26 de mayo                   



Posavasos Loser
                                          

El Loser, sus habituales (7): la aceleración de la Historia

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El cliente es un hombre mayor, con el pelo blanco, abundante y revuelto, lo que le confiere cierto aire de científico que hubiera pasado cuarenta y ocho horas seguidas en un laboratorio. Como sucede con tantos otros habituales, si no hay mucho jaleo en el Loser y desde su rincón en el barra le hace una señal al barman, éste ya sabe que no es sólo para que le ponga otra cerveza (no toma nada más fuerte, ésa es la verdad).

-El tiempo vuela, ¿no es cierto? -le dice al barman cuando le tiene justo a otro lado-. Cada vez va todo más deprisa, y no es sólo una sensación, muchacho. Es lo que es. Sí señor. Piénsalo bien: hace cuatro millones de años un primate se pone en pie por primera vez, se endereza, otea los pastos que se extienden más allá, se da cuenta de que puede utilizar libremente sus extremidades superiores, y entre dos y tres millones de años más tarde crea herramientas de piedra, una punta de flecha, un hacha de silex, y un millón de años después enciende y apaga el fuego a su voluntad, es señor del fuego, lo domina, y medio millón de años más tarde, el homo sapiens, nosotros, que habíamos estado a punto de seguir el camino de la extinción, como el Neanthertal, el homo sapiens, digo, aprovecha unas condiciones climáticas insólitamente benéficas para establecerse y originar nada menos que la agricultura, surgen las canalizaciones de agua y una forma racional de sedentarismo, surgen civilizaciones sólidas, complejas, y un nuevo orden social, el comercio, la moneda, la escritura alfabética, surgen imperios, se sofistican las guerras, se amplían y ordenan y conceptúan las creencias, los mitos; se van sucediendo las épocas históricas a través de grandes transformaciones sociales, los períodos artísticos y literarios van superponiéndose, de lo rupestre a lo jeroglífico, a lo monumental, a lo astronómico; de lo robusto a lo suntuoso, a lo delicado, a lo espiritual, a lo épico, a lo picaresco, a lo barroco, a lo filosófico, a lo arrebatado, y 9.700 años después de que surja la agricultura estalla la revolución industrial y todo se acelera aún más, mucho más. Ahora sí que la historia aumenta su velocidad, cada vez es menor el tiempo que transcurre entre un descubrimiento tecnológico y su aplicación práctica. Se tardaron casi tres millones de años en utilizar la primera herramienta, ya ves, pero se tardó tan solo ciento doce años en aplicar los principios fundamentales de la fotografía, ochenta y cinco los de la máquina de vapor, cincuenta y seis los del teléfono, quince los del radar, cinco los del transistor, y los plazos que se refieren a las llamadas tecnologías de la información y la comunicación ni te cuento, amigo. Ya lo creo que va todo más rápido. Y más que va ir, muchacho. Acuérdate de lo que te digo. Porque, ¿sabes?, dicen que hacia 2050 o 2060 tendrá lugar un, en fin, un super-evento tecnológico: el invento y su aplicación serán simultáneos, y un instante después la aplicación empezará ya a anteceder al invento, o dicho de otro modo: el proceso se invertirá y el ser humano empezará a jugar un papel secundario en él. Es a eso a lo que han llamado la revolución de las máquinas. Sí señor.

Bebe un sorbo de cerveza y se limpia gustosamente la espuma de los labios con el dorso de la mano, como si el gesto formara parte inseparable del placer de beber.


Imagen: McSorley's with Kate & BartenderHarry McCormick.

Antonio Gamoneda, sombra y luz

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                                                     Foto: Xavier Cervera (La Vanguardia)

Tengo tan solo dos libros del poeta astur-leonés Antonio Gamoneda, pero en ellos se reúne buena parte de su obra literaria. Uno contiene en su título la palabra sombra, el otro la palabra luz. Un armario lleno de sombra son unas memorias de infancia publicadas en 2009; Esta luz, editado también por Galaxia Gutenberg, recoge y ordena la poesía por él escrita –y con frecuencia corregida- entre 1947 y 2004, es decir, con anterioridad a la concesión del Premio Cervantes. «Hay luz dentro de la sombra», dice uno de sus versos, y otro «La luz es médula de sombra», y también: « (…) No / hay sombras ni agonía. Bien: / no haya más que luz. Así es / la última ebriedad: partes iguales / de vértigo y olvido». En el primer párrafo de sus memorias de infancia lo explica más claramente: «En el olvido están los recuerdos»; del mismo modo, las páginas de Un armario lleno de sombra descubren –o confirman-, con conmovedora sencillez, el origen biográfico de muchas de sus imágenes poéticas, de esos símbolos cerrados en sí mismos. Estamos en ese territorio que la vejez y el olvido van conquistándole a la memoria; estamos entre el vértigo y la lentitud, entre la evocación y la pérdida.

Hasta el 21 de octubre de 2010 yo no había leído ni una sola línea escrita por Antonio Gamoneda. Ese día fui invitado a recibirle en la estación de Almería, ciudad a la que él acudía para participar al día siguiente en el ciclo de conferencias “Desde la ciudad celeste”, dedicado a José Ángel Valente, y me pareció lo más indicado indagar previamente en su biografía y conocer alguno de sus poemas. Busqué en Internet y encontré unos versos que se han convertido para mí en una especie de abracadabra sentimental: sentir la vida de los camaradas / es ser camarada de uno mismo. Horas después tuve ocasión de decirle lo mucho que me gustaba aquel poema. La tarde del día 22 yo estaba sentado entre el público que había acudido a la conferencia; mientras Gamoneda se acomodaba tras la mesa de oradores, la persona que estaba a mi lado me tendió un ejemplar de Un armario lleno de sombra, que traía para que el autor se lo dedicara. El poeta –la persona, más bien- me había ganado por completo la noche anterior, durante la cena, gracias a su sencillez y a la amenidad de su conversación, pero apenas leí allí mismo las dos primeras páginas de sus memorias de infancia quedé absolutamente conmovido por la belleza de su voz literaria. Tres meses después tenía esos dos libros suyos a los que me he referido, y se había convertido ya en uno de mis escritores imprescindibles.

He vuelto a leer estos días Un armario lleno de sombra, temiendo que acaso hubiera desaparecido ya de mi memoria esa otra voz conversacional con la que lentamente nos desgranó durante aquellos días muchos de los recuerdos que contiene el libro. No ha sido así: he seguido oyéndole mientras avanzaba en la lectura. En estos casi tres años no ha habido otro libro que yo haya recomendado con tanto ardor, y siempre es una invitación a dejarse emocionar por ese reencuentro entre un anciano y el niño que fue, entre el hoy llevadero y las duras condiciones de su infancia.






    “Las manos de mi madre eran grandes. Las ponía en mi frente queriendo medir una fiebre que quizá no existía y yo me acostumbré a sentir reunidos el olor a lejía y la ternura”.       

Antonio Gamoneda







Cuando Antonio Gamoneda habló de la cultura de la pobreza en su discurso de recepción del premio Cervantes, vino a condensar en un solo párrafo el contenido de estas memorias de infancia: afirmó que en 1936, cuando él tenía cinco años, había en su casa un único libro, en el que aprendió a leer, un libro que a un tiempo le atraía y le recordaba su condición de huérfano, pues era un libro de poesía escrito por su padre; que su «primera información de la vida civil consistió en advertir la horrible represión en el barrio más tristemente obrero de León»; y que empezó a trabajar al día siguiente de cumplir catorce años: a las cinco de la mañana, estando su madre desde hacía horas con la cabeza inclinada sobre una máquina de coser, él cargaba carbón en la caldera del Banco Mercantil.

Ese reencuentro entre el poeta y el niño que fue sesenta años atrás ocurre en un espejo, el del armario de su madre ya muerta. La visión sucede casi al mismo tiempo en que el chasquido de la llave al girar en la cerradura interviene en la percepción del tiempo y le trae vagas sensaciones de pasado. El armario sólo lo abría su madre, y en el interior están sus objetos más personales, aquellos en los que perdura, aun cuando se trate de una perduración en ausencia: sus olores, sus ropas de abrigo, sus bolsos, todo aquello que habla de una callada abnegación maternal, de humildad, de tristeza también, de las circunstancias en que se produjo su temprana viudez, del final de una vida, de la decrepitud y la extenuación inmóvil y el cese del pensamiento. Y en esa gran luna del espejo el poeta busca una menuda excoriación del azogue descubierta de niño, durante una de sus muchas convalecencias. Recuerda la escena, se recuerda niño, bajando de la cama, acercándose al armario, mirándose en el espejo. No es un mero recurso literario, un ardid narrativo: el niño en el espejo se convierte en un «viejo irreal», y el poeta advierte que el viejo es él mismo. «Después, la profundidad visual se hizo alucinatoria: busqué insensatamente la mirada del niño que hacía teatro con su propia belleza»… Repito: es ésta una lectura que supone inevitablemente un viaje al centro de una emoción cada vez más intensa.

Al internarse en el armario –al sacar las cosas que hay en él y revisarlas- se interna en esa sombra, pero también en la luz («Hay luz dentro de la sombra», hay recuerdos en el corazón del olvido). El niño al que vuelve, y que nos acerca para que lo conozcamos, perdió a su padre antes de cumplir un año, se trasladó con su madre a León, desde su Oviedo natal, a los tres, vivió un tiempo en una casa de vecinos de un barrio proletario, niño único entre adultos cuyo extraño mundo no podía sino confundirlo: un mundo de privaciones y frío y extrañas actitudes que no comprende, de trabajo, de guerra, de rostros de hambre y cadáveres entre cañaverales y cuerdas de presos, del sonido de la carcoma en las maderas del inmueble, y el de las palomas en el desván, y el de las voces de los pregoneros, los vendedores ambulantes, los afiladores, los charlatanes; un mundo de peligros y niños ahogados y el grito amarillo de las mujeres que en mitad de la noche tratan inútilmente de impedir que se lleven a sus maridos, sabedoras de que no habrán de volver a verlos con vida, y también el sonido acogedor de las canciones de las mujeres en sus labores y de las niñas en sus juegos: el Gamoneda maduro lamenta que esas canciones se hayan perdido, como tantas otras cosas hermosas y útiles devoradas para siempre por la televisión. Era aquel mundo de entonces un mundo de nieve, y de las interminables choperas que bordean el río Bernesga, y del helor de los barrotes del balcón grabándose en el rostro mientras ve pasar, en largas filas, a los presos republicanos que son conducidos al penal de San Marcos, «hombres cenceños», dirá en Lápidas, «hombres lentos, exasperados por la prohibición y el olor de la muerte», y es entonces, instante del pasado hecho interminable presente, cuando la mano de la madre, sigilosa pero firmemente, le retrae hacia el interior de la habitación, hacia la oscuridad, la protección, el silencio... Su poesía está atravesada por todo eso. 

22/10/2010. Gamoneda en Almería. Foto de grupo: 
el poeta es el primero; quien esto escribe, el último

Cuando unos meses después empecé la lectura de sus poemas (libro a libro dentro de uno solo, Esta luz), me di cuenta de que estaban muchos de ellos arrancados de sus propios y más antiguos recuerdos, que eran memoria fermentada en la interiorización: hay conexiones entre todos –o casi todos- sus poemarios, de tal manera que unos y otros completan significados que parecían herméticos, y en Un armario lleno de sombra asistimos a una confesión vital y poética de muchos conceptos recurrentes en los versos y versículos de Gamoneda. Que aprendiera a leer en un libro de poesía, el único que había en casa, Otra más alta vida, escrito por su padre doce años antes de que él naciera, es asunto fundamental en su vida: preguntando constantemente a los adultos por cada una de las letras acabó por identificar fonemas, palabras, líneas enteras; y siendo un libro de poesía, asimiló las palabras leídas -de significado desconocido muchas de ellas- a su valor musical: los signos de la escritura remitían al misterio y al ritmo. Así es la poesía de Antonio Gamoneda: ante una primera lectura, el lector siente el asombro de una belleza ininteligible, pero el conocimiento de otros poemas van arrojando luz sobre los ya leídos en una suerte de remisiones constantes y luminosas que obligan a una relectura y que perfilan el sentido real de una determinada metonimia, y éste el sentido de otra. Eso sí, como muy acertadamente dice Miguel Casado en su epílogo a Esta luz, «un resto último, perteneciente a lo privado, queda inalcanzable en el fondo del poema, garantizándose su ser de poema vivo». El misterio nunca desaparece del todo.



Así he cruzado en estas líneas de la sombra a la luz, de la prosa a la poesía, de los recuerdos a ese cuerpo poético único en nuestras letras, construido verso a verso por Gamoneda desde el aislamiento, desde la condición de poeta ajeno a todos los grupos y generaciones, prácticamente desconocido durante décadas. Al llegar a Esta luz me detengo: merece más espacio y sin duda una capacidad mayor que la mía, aunque acaso bastaran dos palabras: lean sus poemas. Leedlos. Me limitaré a constatar la conmoción que para mí supuso la lectura de Descripción de la mentira, el poemario con el que en 1977 rompió un largo silencio de doce años, durante los cuales estuvo dedicado actividades antifranquistas en la clandestinidad: se trató para mí de un terremoto interior que sólo puedo compararlo al que experimenté con la lectura de la Rayuela, de Cortázar, a mis veintipocos años. Uno fue un terremoto en prosa, el otro en largos versos.


Son estos versos de Antonio Gamoneda -parte de ellos- los que deseo dejar sonando en el Loser este verano…




Todo pasa y todo queda

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Qué pronto se vuelve pasado aquello que estuvimos meses planeando, lo que sentíamos que se acercaba ya, lo que fue excitado reencuentro después de tantos años, y primeros abrazos, y callada estimación de los cambios, y poco a poco convivencia que muy pronto nos empezó a parecer más habitual que la larga separación. Primero es un inapreciable deslizarse hacia el ayer mientras aún hay días por delante, cuando quedan unas brazadas en la piscina y otros paseos por la orilla del mar y un acomodarse alrededor de la mesa de un restaurante o de una heladería y queda una nueva compra en el supermercado. De pronto esos días que aún hemos de pasar juntos son ya muy pocos, llega la primera despedida, parece mentira, y el viaje al norte, una etapa distinta del reencuentro, más breve y ya no al completo, más arraigada en el origen, y entonces hay un último día y una última noche en la que cuesta dormir y un cargar las maletas en el coche y un adiós al alba y todo acaba ahí, en esas lágrimas que tragas, en esas silueteas que permanecen en el portal, y el pasado está próximo todavía pero va ensanchándose como se ensanchan las distancias, porque para estar de nuevo juntos ha sido necesaria una compleja maraña de combinaciones de avión y largos trayectos por carretera y ahora todo ha terminado, sí, y se aleja en el tiempo. No somos muchos, apenas ocho, y sin embargo sumamos ya cuatro generaciones. En el ahogado estupor de la despedida sentimos el miedo de que sea para siempre o en todo el tiempo que en cualquier caso habrá de pasar hasta la próxima vez, porque no para todos pasará de la misma forma, el bebé será un niño que hablará y correrá, la niña será una adolescente, los ancianos más ancianos, el resto trataremos de evitar que los años nos castiguen demasiado. El más pequeño no recordará aquel verano en España en que cumplió un año y dio sus primeros pasos y flotó en el Mediterráneo y pasó bajo la sombra de catedrales y de cigüeñas y señaló con el brazo extendido a los majestuosos cisnes que se deslizaban lentos en las aguas del Carrión y probó sabores nuevos y fue reconociendo cada día nuestros rostros hasta que nos hicimos familiares para sus inmensos ojos azules. Quedan los regalos y las fotos y, en los mayores, al menos estos primeros días, el lamento por las cosas que se hubieran querido hacer y no se hicieron y ya no serán posibles, pero sobre todo queda el recuerdo de tantas cosas, la evolución de la luna cada noche desde la terraza del sur, las estrellas, el rumor del mar rompiendo contra la orilla, la humedad en el aire nocturno, el gintónic en vasos pequeños, la telenovela de las seis que los abuelos llevan siguiendo desde hace años, los guantes de baseball y el peloteo en el césped, los largos toboganes del parque acuático, un guateque al atardecer con cena mexicana, la fiesta sorpresa de cumpleaños, los exámenes en inglés y por Internet superados con la nota más alta, el coñac en el café, la paella un domingo, el repelente de mosquitos, el calor sofocante en los dormitorios, esa inolvidable conversación hasta las tantas de la madrugada en que un hermano comprendió al fin a su hermana, sí, y volvimos a ser los que fuimos, y lloramos, y reímos, y unos días después vino ese primer adiós, torpe y emocionado. 

Quedaba despedirse de otras tres generaciones de una misma familia, la mía.

Y es tan duro.

Ahora toca volver, no con la frente marchita sino reverdecida de recuerdos. Y el calendario dice que el verano continúa, pero yo creo que se equivoca. El verano ha pasado ya, aunque queda en la memoria.


Fotografía: Palencia, 8 de agosto de 2013. JFH

El centro del laberinto

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Los años 2001 y 2002 escribí para el diario La Voz de Almería una serie de artículos en los que fui contando a mi manera cada una de las corridas de toros de la Feria. La crítica del festejo la hacía, magistralmente, Jacinto Castillo (por cierto, antiguo miembro de la Tertulia dela Calle Suipacha reencontrado pasados los años), y yo ponía, con un día entremedias, el punto de vista literario. Estos artículos llevaron por nombre genérico EL CENTRO DEL LABERINTO, aunque sólo el primer año tal denominación estaba explicada. He rescatado los artículos de aquel 2001 y los he despojado de las referencias a cada una de las corridas que les servían de escusa, de tal manera que los fragmentos tengan un sentido propio ahora que un nuevo ciclo taurino se inicia en la ciudad a la que he regresado hace tan poco.

 Joselito. Almería, 1998 (Foto JFH)


(20 de agosto de 2001)
Rito ibérico en lo histórico, suma de mitos en lo literario: ambas raíces del toreo son milenarias y poco importa si se confunden en lo profundo de la imaginación, en el subsueño colectivo. En cualquier caso, los pormenores del espectáculo al que asistimos en el presente son fundamentalmente fruto de tres cambios que en la forma de correr los toros se operaron durante el siglo XVIII: el plebeyo peonaje le gana el protagonismo al caballero de quien hasta entonces era mero asistente; un Francisco Romero muy anterior al Faraón de Camas usa por primera vez una muleta, de lienzo y blanca, para que poco después Costillares supiera sacarle partido en la tesitura de matar al toro al volapié; y, finalmente, otro Romero, Juan, reestructura las cuadrillas y establece así la manera en que irán definiéndose las futuras estrategias de la lidia. Sea ese siglo, pues, la frontera que divide las tauromaquias remotas y las modernas: al otro lado la evolución de la cultura táurica es lenta, desde la civilización caldea a la ibérica, del culto a Cibeles o Mithras a los solemnes rituales en honor a Apis, del rapto de Europa a Maratón, de la Edad Media al Renacimiento; de este otro lado, esa evolución se produce a lo largo de casi tres centurias y a partir de cambios no tan sustanciales como cabría pensar. Pero hay un misterio común: sobre el antes y el después se yerguen las figuras de Teseo y del Minotauro, y sobre ellas dos el símbolo del laberinto.
Se cuenta que la Criatura encerrada en su centro recibía cada nueve años el sacrificio de 14 jóvenes, y Borges cifra en 14 el número de entradas a la casa dedálica de Asterión-Minotauro, una menos de las que tuvo en su origen la plaza de Almería. Para que Teseo pudiera regresar sobre sus pasos una vez se hubiera enfrentado a aquel ser con cuerpo de hombre y cabeza de toro, Ariadna le dio el extremo de un hilo que él iría desovillando a lo largo de las múltiples callejas y encrucijadas que constituían físicamente el laberinto. Con  el hilo en una mano y la espada en la otra, el héroe griego se adentró en busca del centro y del Solitario que lo habitaba, y allí, lejos de las miradas de todos, le dio muerte. Si nos atenemos al sentido clásico del mito, su victoria representa el triunfo de la razón helénica sobre la superstición, de las dimensiones diurnas sobre las nocturnas, del intelecto sobre la vida instintiva; de acuerdo con la interpretación que del mismo hizo Julio Cortázar, sin embargo, la muerte del Minotauro se debe al «horror a lo distinto, a lo que no es inmediato y posible y sancionado»: Minotauro, señor del juego, dice Cortázar, amo del rito. Valga la combinación de ambos significados contrapuestos para entender que, en cualquier caso, es el toro el protagonista de la corrida; valga también como invitación a observarlo desde que aparece en el ruedo, a él sobre todo, a estudiarle, a admirarle, a ser también los ojos con que lo mira el hombre que habrá de hacer arte fugaz mediante el enfrentamiento con él. 
Pero, ¿y el laberinto hoy? Como curiosidad diré que en la plaza de Almería quedaba hasta el año pasado un fragmento diríase que arqueológico que recordaba la antigua existencia del ingenio diseñado por Dédalo: al cambiar la puerta a través de la cual los toreros entran desde la calle al patio de cuadrillas no se accedía a éste de manera directa, sino recorriendo, casi agachados, una suerte de pasajes estrechos, doblando recodos, subiendo y bajando algún que otro escalón de piedra. En cualquier caso, el verdadero laberinto hoy es otro, y es simbólico: la realidad, y cada uno de nosotros, espectadores, como representación de ella. Una realidad que parece negar la pervivencia del mito y a la vez la asume como interna a través de la emoción. Una realidad que cerca el círculo donde la irrealidad se desarrolla: solos toro y torero en el centro. (“Querencia literaria”)

***

(21 de agosto)
Laberinto, sí, y en el centro el ruedo: moneda de arena que acuñaron los dioses, casilla zodiacal, encrucijada de lo sagrado y lo pagano, mandala, casa de Asterión, primero o último de una serie de círculos concéntricos que acaban o empiezan en el perímetro del Mundo. Y alrededor una base de cemento sobre la que se asienta, ya dije, el laberinto de la realidad. (“Una voz a mi lado”)

Finito de Córdoba. Almería, 2000. (Foto JFH)

***

(23 de agosto)
El tiempo en el laberinto no se corresponde con el que los espectadores llevamos atado a la muñeca. Para el imaginario colectivo siempre serán las cinco de la tarde en el laberinto, pero enredado en sus recodos el tiempo posee su propia naturaleza: a veces es tiempo detenido, a veces premioso, a veces, las más, inexistente, a veces incluso inverso; es único, en cualquier caso, y los adjetivos que se le añadan siempre serán meros intentos de codificación. No hay forma de medirlo, y sin embargo juega con elementos de todos los relojes: reloj de sol sobre una esfera de arena, media luna creciente de sombra, clepsidra si el temple del muletazo es líquido, si la lucha es lenta y como entre cuerpos sumergidos, reloj de péndulo oscilando constantemente del triunfo al fracaso, del fracaso al triunfo, reloj de música en los pasodobles, de cuco en el chillido de una golondrina. Nuestro reloj de pulsera no lo miramos en la plaza para saber qué hora es sino qué hora sería si no hubiéramos venido, para tensar ese particular hilo de Ariadna que el matador sostiene, que nos atraviesa y que acabará sacándonos del ámbito mágico de la corrida. (“Pliegues del tiempo”).

***


(27 de agosto)
La muerte de Agostero [el último toro de la última tarde] nos fue devolviendo a todos la medida de la realidad que el laberinto había dejado en suspenso durante siete días. No existe el tiempo allí dentro tal y como lo conocemos, ya lo dije. Habíamos entrado en pleno verano y ya el sábado las puertas exteriores nos arrojaron a un atardecer como de septiembre, como de principios de curso, como de antesala de otoño. En nuestra memoria conservábamos la elegancia centáurica de Hermoso de Mendoza, la pierna adelantada de El Califa, la finura de Finito, la maestría incontestable de Enrique Ponce, la transfiguración de Jesulín, el jubiloso quehacer de Puerto, la abrumadora torería de Ruiz Manuel, la ausencia de El Juli y de José Tomás (ese samurai del toreo, como le definió Joaquín Sabina), el pellizco de Morante, el glorioso capote de Curro Vázquez, el heroísmo de coliseo romano con que Pepín Liria respondió a su ausencia inicial en los carteles. Hay otros laberintos, pero hasta el próximo agosto no estarán en éste: la base de su representación almeriense se fue quedando desierta el último día, y los espectadores desandábamos con nostalgia anticipada las galerías que habíamos abierto en nuestra propia cotidianeidad para asistir al rito totémico celebrado en su centro. Vacía y sola, la plaza iba convirtiéndose poco a poco en lo que será durante los próximos meses: un mero edificio. Únicamente los ecos lo habitarán; las lluvias del invierno extraerán de entre sus junturas hierbas y musgo, la cal irá cuarteándose y desprendiéndose, todo en él parecerá arquitectura milenaria en no demasiadas semanas. Lo es ya, en alguna medida. La renovada lucha entre Teseo y el Minotauro le dio cuerpo y vida a sus tendidos, pero de este lado de la realidad se nos antoja que quizá todo fue producto de nuestra imaginación. (“Se desvanece el laberinto”)

José Ignacio Uceda Leal. Almería. 2000 (Foto JFH)


Hermosos y malditos (Lecturas de verano II)

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                                                                                                                                            (Foto: JFH)

Durante muchos años, Hermosos y malditos fue mi novela favorita, aun cuando su lectura iba quedando cada vez más lejos en el tiempo y el recuerdo era cada vez más impreciso. Hoy ni siquiera es ya la novela que prefiero de Francis Scott Fitzgerald, aunque mi admiración por ella, despojada del aura mítica en que la envolví a mis diecinueve años, permanece intacta. Puedo decirlo porque he regresado a sus páginas este verano, y para mi sorpresa he descubierto lo intensamente grabadas que quedaron en mí muchas de sus escenas; más aún: lo intensamente que ese nocivo aire de fracaso que se respira dentro pudo haber afectado a mi actitud ante la vida.

Sin duda, The Beautiful and Damned, publicada por entregas en 1921 y en forma de libro en marzo de 1922, es una novela imperfecta, pero como tal es la mejor que conozco. Sufrió la «maldición de la segunda novela», que a lo largo de la historia de la literatura ha atacado a muchos autores que experimentaron un gran éxito con la primera: Fitzgerald, con tan solo 25 años, quiso escribirla demasiado deprisa y meter demasiadas cosas dentro, a pesar de que en una carta a su editor se limitara a resumirla diciendo que «trata de la vida de Anthony Patch entre sus 25 y sus 33 años (…) La forma en que él y su esposa, joven y hermosa, encallan en los bancos de arena de la disipación es el tema de la historia» (era agosto de 1920 y la novela se titulaba en ese momento The Flight of the Rocket, -El vuelo del cohete-). En realidad, contiene muchos más planteamientos, aunque la ruina moral y física de sus protagonistas domina el libro y le proporciona cierta sordidez desmesurada que incomodó a parte de la crítica que había recibido alborozada A este lado del paraíso (1920); es, también, un ácido retrato de la sociedad estadounidense durante esa era del jazz de la que él fue máximo exponente literario, y una reflexión sobre la inutilidad de la vida y la fugacidad de aquello que se desea.

Ya en mi primera lectura me intrigó sobremanera que este autor escribiera sobre su propio y abrumador fracaso cuando estaba en la cima de su éxito. Creo que fue Juan Carlos Onetti quien advirtió acerca de la posibilidad de que una obra de ficción pudiera vengarse de quien la escribe. En cualquier caso, no habría sido el único que hiciera esta advertencia: Antonio Muñoz Molina, en un ensayo titulado “Memoria y ficción”, recuerda que también Graham Green le pedía a todo novelista que tuviera «cuidado con las cosas que inventa, porque las novelas se hacen con recuerdos no sólo del pasado, sino también del futuro, y es posible que al narrar la desgracia de un personaje esté vaticinando las que le aguardan a él». Cuando yo leí por primera vez Hermosos y malditos (título que pasó a ser con el tiempo una manera harto frecuente de referirse a Scott y Zelda), no sabía mucho de los Fitzgerald, apenas unas líneas biográficas, desoladoras y, por qué no decirlo, fascinantes; esos breves apuntes, sin embargo, contenían datos que obviamente Scott Fitzgerald desconocía cuando escribió la novela, pues se referían a su vida futura, y eso me concedía, me sigue concediendo hoy, una ventaja que no deja de perturbarme. 

Anthony Patch y F. Scott Fitzgerald beben demasiado, pero es de suponer que el escritor, a diferencia de lo que acaba ocurriéndole al personaje, no es aún, a tan temprana edad, un alcohólico. Anthony y su joven y bellísima esposa Gloria (ella es la Belleza) se entregan a juergas tan descomedidas y perniciosas como Scott y Zelda, y unos y otros son advertidos por sus amistades del riesgo que corren. Es la parte más notoriamente biográfica, junto con determinados escenarios, calamitosos accidentes automovilísticos, grandes peleas, reconciliaciones, interminables conversaciones nocturnas…  En una carta fechada en el verano de 1930, que tal vez nunca llegó a enviar a Zelda (se conserva el borrador), Scott afirma: «Desearía que Hermosos y malditos fuera un libro más maduro de estilo, porque todo lo que decía era cierto. Nos destrozamos a nosotros mismos; francamente, nunca he pensado que nos destrozáramos el uno al otro». En 1940, sin embargo, le escribió a su hija Scottie que «me serví de muchos episodios circunstanciales de nuestros primeros años de casados», y que «Gloria era una persona mucho más banal y vulgar que tu madre (…) Nosotros nos lo pasamos mucho mejor que Anthony y Gloria».

Y hay, en definitiva, una diferencia fundamental entre Anthony y Scott: el dinero que el personaje despilfarra no ha sido ganado por él, sino que le viene de familia. Además, espera recibir una cuantiosa herencia cuando su abuelo, un estricto reformador social, muera. De ahí su perezosa elegancia, su dejadez, el triunfo de la apatía, su holgazanería, su despreocupación, su ociosidad, y la forma en que todo ello acaba volviéndose contra él y su esposa. El dinero que Scott despilfarró con Zelda provenía, sin embargo, del desarrollo de su talento y de su trabajo literario. Anthony y Gloria acaban resultando muy antipáticos: él no sólo es «brillante y lleno de magnetismo», sino también pedante, misógino, racista, cínico, vanidoso, clasista y cobarde: en realidad, «le preocupaba la idea de ser nada más que una mediocridad con facilidad de palabra». Como prototipo de la flapper, Gloria es tan irritantemente frívola como bella. Su filosofía de la vida es clara: «usar cada minuto de estos años, mientras soy joven, para pasarlo lo mejor posible (…) Después todo me dará lo mismo». ¿Es la derrota de estos dos personajes, pues, una anticipada fábula con moraleja, o es una manera de marcar la diferencia entre la disipación practicada por herederos sin talento y aquella otra a la que se entrega un artista?

Escribe Vicente Campos en el prólogo a uno de los muchos libros que se han publicado recientemente firmados por Francis Scott Fitzgerald que a este autor «se deben algunas de las mejores páginas jamás escritas sobre la nostalgia de lo que todavía se tiene, pero está a punto de perderse» (Los mejores cuentos. Navona Editorial 2012). Es esta una gran verdad que, trascendiendo lo literario, forjó también parte de mi carácter a una edad, esos 19 años, me temo que demasiado influenciable. Ahora he vuelto a leer Hermosos y malditos en la traducción de José Luis López Muñoz, aunque no ya en mi viejo ejemplar de Bruguera, sino en reciente edición de Alianza. He acompañado la relectura con las cartas que Scott le escribió a su hija, recogidas en el hermosísimo y revelador libro Cartas a mi hija, publicado por Alpha Decay. Nunca volver a un libro se pareció tanto a regresar a una casa en la que se vivió la infancia: es el mismo espacio, detenido en el tiempo y como aguadando nuestro regreso. 

También en lo literario ha sido un verano especial.





Agustín Arenas, desde El Sur

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Omero Antonutti en El Sur, de Víctor Erice


En esa galería de perdedores cinematográficos que va creciendo en las paredes del Loser, hay un lugar algo retirado en donde rumia su angustiosa soledad interior Agustín Arenas, aquel médico y zahorí que hubo de abandonar el Sur al acabar la guerra y se instaló en una ciudad amurallada del Norte, próxima a un río y envuelta perpetuamente en una melancolía de otoños amarillentos y blancos inviernos. Agustín vivió sus últimos años en una casa apartada de esta ciudad, con su mujer y su hija Estrella, a quienes en los periodos más sombríos y callados de su tristeza apenas prestaba atención. Este inexplicable desapego fue particularmente amargo para la niña, que estuvo fascinada por los poderes mágicos de los que su padre hacía uso a través de su péndulo de zahorí («mi padre era capaz de hacer cosas que a los demás les parecía un milagro»), y luego intrigada por el misterio de su pasado, en donde sin duda estaban las razones de aquel hermetismo suyo. Que Agustín le demostrara un día que ella poseía ese mismo poder, enseñándole a usar el péndulo, hizo de este objeto un lazo de unión entre ambos que se prolongó más allá del suicidio del padre.

Ladran los perros a la muerte en el inicio de esta obra maestra del cine, El Sur, de Víctor Erice, y una tenue luz va iluminando el dormitorio lentamente al tiempo que amanece tras la ventana. Digámoslo ya: memorable el trabajo de José Luis Alcaine en la fotografía. La luz es débil porque es de este lado por donde empieza la historia, del lado Norte, envuelto en sombras y silencio, como un cuadro de Caravaggio o de Vermeer. El padre está y no está, porque una parte de su vida sigue atrapada en el pasado, que geográficamente se sitúa al otro lado, en el Sur. Estrella, que tan vinculada a él se sentía a los ocho años, que rondaba la puerta cerrada de su estudio, que aguardaba expectante su llegada cada día y salía a buscarle a la carretera por la que se acercaba en su moto, quisiera saber más de él y de los suyos, de esa soledad y ese silencio y esa otra mujer cuyo nombre escribe una y otra vez en los papeles que guarda en el cajón: Irene Ríos. Pero él es un enigma indescifrable para ella.


La película continuaba en el Sur, que no era tan solo un lugar más allá de la imaginación o el deseo, sino real, un espacio en el que parecía desarrollarse otra historia simétrica, donde las sombras del Norte eran sustituidas por la intensa luz de Andalucía, donde un niño crecía creyendo que su padre murió al poco de su nacimiento y desconociéndolo todo de su hermana, de la misma forma que su hermana, en el Norte, ignoraba su existencia. Pero esa otra parte, esa continuidad natural de la película de Erice, nunca existió: queda tan solo apuntada en el relato de Adelaida García Morales en que se basa la película, y en el guión del propio Víctor Erice, para quien esta sublime obra del arte cinematográfico, tal y como los espectadores la sentimos, está y estará para siempre incompleta: primero una decisión del productor, Elías Querejeta, que apeló a problemas financieros, y después la gran acogida entre la crítica y el público, impidieron que la película se terminara: nunca vimos a Estrella en el Sur, nunca la vimos descubriendo que su padre tuvo un hijo con otra mujer, nunca vimos cómo este joven se enamora de ella sin saber quién es, nunca la vimos a ella entregándole el péndulo de su padre justo antes de separarse, ni enseñándole a usarlo como su padre le había enseñado a ella: Víctor Erice, al igual que Agustín (un extraordinario Omero Antonutti), hubiera podido también suscribir aquella frase de Salvatore Quasimodo con que se abre la novela Los mares del Sur, de Manuel Vázquez Montalbán«più nessuno mi porterà nel sud»: ya nadie me llevará al sur. Aun cercenada de una parte sustancial, la película es asombrosamente bella y conmovedora; pero muchas escenas que tenían su lógica correspondencia en otras escenas no rodadas han de ser interpretadas por separado e incrementan la sensación de misterio que envuelve a la película. 


He leído que la película de Erice y el relato de García Morales fueron creciendo casi al mismo tiempo, como si uno y otra, que entonces eran pareja, se hubieran planteado desarrollar una determinada historia cada cual a su modo. Hay diferencias entre el texto y la película, como no podía ser de otro modo, diferencias que enriquecen mutuamente las dos obras, la literaria y la cinematográfica («Te recuerdo en aquel tiempo más solo que nunca, abandonado, como si sobraras en la casa. Tu ropa envejecía contigo, os arrugabais juntos», escribe Adelaida García Morales). En la película, esa nostalgia del Sur no es sólo lamento por la pérdida de un antiguo amor, sino fundamentalmente por la pérdida del paraíso remoto de la infancia y la juventud, que es espacio y tiempo inaccesible ya para Agustín Arenas. En este sentido, en el fracaso que se deriva de la imposibilidad de aceptar el presente y de ser el padre que su hija desearía y merece, es en el que El Sur resulta tan especial para quien esto escribe.

En el texto de García Morales, publicado por la editorial Anagrama en 1985, Adriana (Estrella) sí viaja al Sur y descubre el secreto de su padre y conoce a su hermano, a quien no desvela su identidad ni la de Rafael (Agustín). En la película, estrenada en 1983 (cumple este 2013, pues, treinta años), esta parte sólo existe en el guión y en el emocionado relato que Víctor Erice ha hecho alguna vez del que hubiera debido ser el final de su obra: en la estación de Carmona, el hermano, que acaba de recibir el péndulo de zahorí que su padre le dejó a Estrella bajo la almohada la noche en que se pegó un tiro, le hace entrega a ella de un libro escrito por Robert Louis Stevenson, Islas del Sur (In the South Seas, en el original), el primer libro de viajes que leyó Erice, y en el tren que la lleva de regreso al Norte Estrella comienza a leerlo: los espectadores hubiéramos escuchado, en la voz de Fernando Fernán Gómez, un fragmento de ese libro, del que aquí selecciono un fragmento menor: 

«… la mayoría dejan que sus cabellos se vuelvan blancos en los mismos lugares donde desembarcaron; hasta el día de su muerte, a la sombra de las palmeras, bajo los vientos alisios, algunos acarician el sueño de un regreso al país natal que jamás cumplirán…»


Lo dejé allí, sentado junto a la ventana, escuchando aquel viejo pasodoble,
solo, abandonado a su suerte...


Cuando la Historia parece ficción en directo

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Todos sabemos dónde estábamos aquel día. Nosotros habíamos terminado de comer hacía un rato. Tomábamos un café y veíamos en la tele una entrevista a no sé quién. En un intermedio, cambiamos de canal y allí apareció un plano sostenido de la ciudad de Nueva York, con una de las Torres Gemelas humeando aparatosamente. Debían de ser poco más de las tres, el informativo había empezado hacía pocos minutos. Al parecer, una avioneta había chocado contra los últimos pisos. No estaba claro. De pronto, ante nuestros ojos, y para estupefacción del locutor, una gran bola de fuego surgió de la otra Torre. Ahora eran las dos Torres las que desprendían un negro, negrísimo humo. Unos minutos después, desde otro plano, pudimos ver al avión comercial llegando por la derecha, penetrando en el segundo edificio, explotando. El mundo se paralizó. La Historia se paralizó. Durante los minutos que siguieron, se nos informó de que Estados Unidos había cerrado todo su espacio aéreo, de que otro avión de pasajeros se había estrellado contra el Pentágono, de que otro se dirigía a la Casa Blanca, de que un quinto se había precipitado sobre algún lugar de Pensilvania… Estaba sucediendo. El choque entre la incredulidad y la evidencia nos tenía a todos sobrecogidos. Era el comienzo de la Tercera Guerra Mundial. Así de sencillo. La mayor potencia del planeta estaba sufriendo varios ataques simultáneos, en su corazón financiero, en el núcleo de su poder militar y en la cúspide de su organización política. No hablo de lo que se fue sabiendo en los días siguientes, sino de las sensaciones de aquellos momentos, de aquella tarde (mañana en Nueva York) en que miles de vidas se perdieron de golpe como anticipo de los millones de vidas que quizá iban a perderse.

Aquel día empezó realmente el tercer milenio, no nueve meses antes, no el 1 de enero de ese 2001, y de la misma manera el segundo milenio no había llegado a su fin el 31 de diciembre de 2000 (ni tampoco de 1999, según el cálculo erróneo de algún espabilado). No, estas cosas no son así. Lo que yo he pensado siempre es que el segundo milenio acabó el 11 de agosto de 1999, el día en que un eclipse total de sol favoreció la venta de objetos conmemorativos, las agencias organizaron viajes a lugares desde donde contemplar mejor el acontecimiento -Normandía, Hungría, Rumanía, Turquía-, las televisiones lo retransmitieron en directo, Internet lo descompuso segundo a segundo, las editoriales reeditaron las profecías de Nostradamus y la noche llegó en pleno día sin más misterio aparente que el que hace prosperar algunos negocios y no otros... Y el tercer milenio comenzó aquel 11 de septiembre de 2001, cuando por televisión, en directo, el mundo entero asistió a un acontecimiento simplemente inconcebible. Como si se hubiera retransmitido, también en directo, el incendio de la Roma de Nerón o la toma de la Bastilla. Primero un impacto para que el gran telón del mundo globalizado se abra a una pantalla que es millones de pantallas a la vez. Una Torre humeando durante el tiempo suficiente como para que se vayan incorporando a la retransmisión de las imágenes diez, cien, miles de millones de personas. Y entonces ahí está el otro avión. A partir de ese día, cualquier cosa es posible, repentinamente.

¿Estábamos, o estamos ahora, capacitados para diferenciar claramente entre realidad y ficción? No lo creo. No a estas alturas «de la película». La realidad ya no supera a la ficción, sino que es indistinguible de ella. Aquel martes 11 de septiembre asistimos a la destrucción parcial del corazón de Occidente; la impresión colectiva, al menos durante las primeras horas, es que comenzaba la tan temida última guerra; las imágenes servidas por todas las cadenas de televisión provocaban menos terror que incredulidad y asombro: cualquier cosa era posible en cuestión de minutos y nosotros íbamos  a ser testigos. Aquel «horror» que el general Kurtz murmuraba entre sombras en Apocalipse Now se cernía al fin sobre todos. Miles de vidas humanas habían sido borradas de la faz de la tierra de un solo golpe. Sin embargo, el programa de mayor audiencia en España ese mismo día fue la retransmisión de un partido de la Champions que debió ser suspendido. Lo he contado muchas veces: en circunstancias históricas tan inciertas y terribles, el miércoles 12 bajé a la calle a las ocho y media de la mañana en busca de periódicos: de los dos kioscos próximos a mi casa uno estaba cerrado y en el otro aún se colocaban los fascículos en sus lugares: la prensa diaria no había llegado; volví a bajar a las nueve, ansioso; todo seguía en absoluta calma: no había corros alrededor de los puestos de venta de periódicos; mientras pagaba los míos se acercó un joven para comprar el Marca. Ese tipo sí que sabía de qué va la vida.


La vida es eterna en cinco minutos...

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Hoy sonará Te recuerdo Amanda en muchas bitácoras y periódicos digitales y páginas web de toda condición; ojalá fueran millones los espacios que trasmitieran la voz lenta, evocativa del cantautor chileno Víctor Jara, que la hicieran correr como un reguero de versos y no de pólvora el día en que se cumplen cuarenta años de su asesinato, un reguero de notas de guitarra y no, nunca de pólvora; ojalá se multiplicasen por millones sus pasos en la calle mojada y viésemos la sonrisa ancha e imagináramos la lluvia en el pelo; ojalá fuera tan desmesurado el alcance de su canción, hoy, que llegara a estallar en los oídos de los militares golpistas que lo torturaron durante cuatro días y le mataron y arrojaron a la calle su cuerpo entre otros cuerpos. 
Amanda y Manuel disponían de cinco minutos para estar juntos durante un breve descanso en la fábrica donde él trabajaba, sólo cinco minutos, y la vida era eterna en esos cinco minutos, y entonces sonaba la sirena y ella regresaba, ya no corriendo, sino caminando, iluminándolo todo, florecida. Pero Manuel partió a la sierra y en cinco minutos quedó destrozado, muchos no volvieron, tampoco Manuel, tampoco Víctor Jara de aquel Estadio Chile, en realidad un pabellón deportivo cubierto, detenido el 12 de septiembre, un día después del golpe de Pinochet, llevado allí con tantos otros, y a él le reconocieron, ¡A ese  hijo de puta me lo traen para acá! … que nunca hizo daño… Vos sos el Víctor Jara huevón, el cantor marxista, ¡cantor de pura mierda!, dicen que le escupió a bocajarro el militarote aquél, el sietemachos, el salvapatrias, y allí nomás empezó a patearle, a morderle los costados con las botas de pisar libertades, a machacarle en el suelo, el valiente, sí, a golpear al trovador con el cañón de la pistola, cada vez más furioso porque aquel huevón no pedía clemencia ni nada, a darle con la culata, a tratar de someterlo al miedo, una larga noche de cuatro días, los focos encendidos todo el tiempo, los prisioneros en las gradas y muriendo a tiros en los pasillos, en los vestuarios, en aquellas improvisadas mazmorras del santo oficio pinochetista, muriendo a golpes, qué eterna debió hacérsele la hora de la muerte sabida, le pisaron las manos para matarle también las notas y los versos, le apalearon con brutalidad, una brutalidad irracional, sí, pero no inhumana, pues nada hay más humano que la crueldad, el fanatismo, el odio, y en algún momento entre el 15 y el 16 de septiembre le apoyaron el cañón de una pistola en la cabeza y demoraron el tiro a la ruleta rusa, qué eterna la seguridad de que le mataban, el recuerdo de su mujer, Joan, y de su hija, Amanda, la vida es eterna en cinco minutos, hasta matarle al fin y ordenar a la soldadesca abrir fuego, cuarenta y cuatro disparos en un cuerpo que ya estaba muerto, la calle mojada, corriendo a la fábrica, donde trabajaba Manuel.

Literatura y televisión

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Hace un par de años le oí contar a un escritor de cierto éxito (novelas más o menos históricas con tramas más o menos intrigantes publicadas en editorial de campanillas) que la primera versión de su último libro, el que venía a presentar, le había quedado muy larga, y que para reducirlo a unas dimensiones manejables había procedido a quitarle "todo lo que sobraba, toda la literatura...". Prometo que es cierto. Bueno, pues ni siquiera así he visto yo a este escritor en la televisión. Los escritores ahora salen muy poco en la televisión, y en ese “muy poco” cabe además el grotesco episodio de Lucía Etxebarría, así que... Hay un programa en la segunda cadena estatal, que seguro hacen con mucho cariño y que, bueno, está bien, pero al que le pasa, creo yo, como a la llamada cocina creativa, que es muy original, está muy bien emplatado y combina ingredientes exóticos, pero al final te sabe a poco, te quedas con hambre. Yo recuerdo Los libros, con Armas Marcelo y Eduardo Sotillos, recuerdo El lector, con Agustín Remesal, recuerdo Negro sobre blanco, de Sánchez Dragó, que es un tipo que podrá caer mejor o peor pero que hacía espléndidos programas literarios (más lejos en el tiempo recuerdo también Encuentros con las letras y Biblioteca nacional). Y desde luego inclinémonos ante aquel A fondo presentado por Joaquín Soler Serrano, que hemos recuperado gracias a su edición en vídeo y DVD, por donde desfilaron los mejores poetas y narradores en lengua castellana de la segunda mitad del siglo XX –y parte de la primera, también-. Pero es que además los escritores aparecían en cualquier programa de entrevistas que se preciara, para hablar de su libro o para explicar cómo absorbían agua por el culo, cada uno en su estilo, pero ahí estaban. La primera vez que yo vi a Julio Cortázar fue en un programa de Mercedes Milá, quien años después, por cierto, afirmó que el maestro argentino había sido la persona que más le había impresionado de todas cuantas pasaron por su mesa de entrevistas.

Bueno, pues hoy en día los escritores salen muy poco en la tele. Digamos que no dan juego. Y como lo que no sale en la tele no existe, las grandes editoriales han decidido que ahora las novelas las escriba gente que sí sale, gente que presenta programas, de variedades o informativos, eso es igual, pero que resulta familiar para el gran público, el que está dispuesto a gastar su dinero en un libro. De este modo, burla burlando, cuando uno entra en una librería lo que se encuentra bien a la vista son novelas de Maxim Huerta, de Marta Robles, de Nuria Roca, de Jorge Javier Vázquez, de María Teresa Campos, de David Cantero, de Mari Pau Domínguez, de Mara Torres, de Sandra Barneda, de Nieves Herrero. Planeta le pidió hace más de un año una novela a Jaime Cantizano, pero no se sabe cómo va eso, y todavía se recuerda aquélla de Ana Rosa Quintana, lo mal que acabó el asunto, pues en lugar de contratar a un negro para que se la escribiera contrató a un Rojo, que es un color que se disimula mucho peor en la sombra, y todo salió a la luz. Sin duda todos ellos tenían una arraigada vocación de novelistas, lo que ocurre es que la vida les fue llevando por otro camino. Pasa mucho; a Kafka, sin ir más lejos, la vida le llevó a una agencia de seguros.

No seré yo quien diga que estas personas que forman parte de la nueva narrativa española son malos escritores, o que son malas las novelas que las grandes editoriales les publican y los lectores compran; no lo diré porque no las he leído ni es probable que las lea en el futuro, no por desprecio, por favor, entiéndaseme, es más bien que me queda por leer una cantidad abrumadora de novelas de Dickens, de Stendhal, de Balzac, de Víctor Hugo, de Galdós, de Baroja, de Proust, de Ana María Matute… en fin. Quiero decir que tengo lecturas pendientes. Tal vez no esté a la última última en cuestión de novelas, pero siempre he ido por libre, no sé, como a contracorriente. Justo antes del verano leí Otra vuelta de tuerca, de Henry James. ¿Puede haber algo más pasado ya? Bueno, pues me gustó una enormidad. Qué le voy a hacer: amo la literatura. La televisión, hoy por hoy, la amo mucho menos. Aunque en el fondo esté llena de nuevos novelistas.


Julio Cortázar es entrevistado por Joaquín Soler Serrano. A fondo, 1977

Anti-palabra

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Me encuentro de pronto este fragmento en La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera (¿por qué diablos no leí esta novela cuando la leyó todo el mundo?)

Se dio cuenta de que desde su infancia no hace otra cosa que hablar, escribir, dar conferencias, inventar frases, buscar expresiones, corregirlas, de modo que al final no hay palabras precisas, su sentido se difumina, pierden su contenido y se convierten en residuos, hierbajos, polvo, arena que vaga por su cerebro, que le duele en la cabeza, que es su insomnio, su enfermedad. Y en ese momento sintió el anhelo, oscuro y poderoso, de una música inmensa, de un ruido absoluto, un bullicio hermoso y alegre que lo abrace, lo inunde y lo ensordezca todo y en el que desaparezca para siempre el dolor, la vanidad y el nihilismo de las palabras. ¡La música, la negación de las frases, la música, la anti-palabra!” (Traducción de Fernando de Valenzuela)

Y de pronto siento la exaltación del reconocimiento, el mayor placer que procura la lectura, y me digo que sí, que es eso mismo, y en la primera hoja en blanco del libro, la que siempre he usado para anotar a lápiz la página donde encontrar más tarde una frase o un pasaje concretos, escribo “hastío de palabras”, y yo me entiendo: esa sensación es mía desde hace tiempo, la de tener la mente habitada por un caos de palabras posibles e imposibles; reconozco esa infatigable actividad cerebral de escribirinventarbuscarcorrigir palabras, reconozco esa permanente ebullición de palabras que son o podrían ser un hilo del que tirar para tejer un párrafo, un borbotón de palabras encadenadas a mí, trabadas a mis sentidos, embotelladas en un cruce de palabras; palabras menos precisas de lo que se quisiera, medias palabras, palabras sin honor, palabras mercenarias, palabras odiosas porque me alejan de otras palabras más mías, palabras escurridizas, un mármol de palabras por tallar, paraules d’amor a las que uno da cientos de vueltas y luego no llega a decir nunca, palabras que pierden su contenido, como bien dice Kundera, una maraña de significantes sin significado, perras negras, como decía Cortázar - siempre Julio-, pero ladrando en la habitación de al lado, ladrando todo el tiempo, desde la infancia, es cierto, Franz –el personaje se llama Franz-, desde niño, resulta agotador. Y aún así no deseo “ese ruido absoluto” que las ahogaría. A veces me sirve la música, sí,  la música que amo, pongamos Radio Clásica ceñida a mis oídos, pongamos El secreto de las musas hasta las ocho, camino del trabajo, un hermosísima banda sonora de vihuela, tiorba o laúd cuyas cuerdas pulsadas trato de imaginar para visionar objetos, no la palabra que los designa, para pensar en mis sentimientos, no en la manera de expresarlos… Pongamos Clásicos del jazz y del swing cuando regreso, a partir de las tres de la tarde. A veces me sirve, sí: ya dijo Aldous Huxley que después del silencio, lo que más se acerca a expresar lo inexpresable es la música. Pero ya he comprobado que sólo el propio silencio silencia ese pandemónium de palabras que es mi cabeza, un silencio perfecto, hermético, absoluto, como el que experimenté este mes de agosto en la iglesia gótica del Real Monasterio de Santa Clara, en Tordesillas. Fueron sólo unos segundos, el tiempo que tardó la guía en considerar que ya podía empezar su explicación, pero resultó de una intensidad tal que sentí la sangre en mis oídos y un ahogo en el pecho y un maravilloso, reconfortante vacío de palabras.

Milan Kundera

Las Meninas, de Velázquez a Buero Vallejo

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Detalle de Las Meninas


«En apariencia, este lugar es simple; es de pura reciprocidad;
 vemos un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla 
un pintor (…). Y sin embrago, esta sutil línea de visibilidad
 implica a su vez toda una compleja red de incertidumbres, 
de cambios y de esquivos (… ) ¿Vemos o nos ven?»
 MICHEL FOUCAULT


Preguntado Salvador Dalí  en cierta ocasión acerca de qué es lo que él salvaría del Museo del Prado si éste se incendiara, respondió: «¡El aire, y específicamente el aire contenido en Las Meninas de Velázquez, que es el de mejor calidad que existe!». A su lado, Jean Cocteau, que a esa misma pregunta había contestado: «¡El fuego!», reconoció la victoria a Dalí poniéndose en los extremos del labio superior unas pajas recogidas del suelo, a manera de falsos bigotes engomados, e inclinando la cabeza en un sutil gesto de reverencia.

El 10 de agosto pasado volví a respirar ese aire tan puro, acompañando esta vez a mi hija en su primera visita al Prado. Su madre, ella y yo estuvimos apenas un par de horas, suficiente, creo, para que una niña de diez años tome conciencia de los tesoros que allí se contienen pero sin llegar a fatigarse. La idea era recorrer con atención las salas de Velázquez y de Goya, con alguna que otra parada puntual (El Bosco, por ejemplo), pero sobre todo se trataba de contemplar al natural esa obra asombrosa que es Las Meninas. Habían pasado catorce años desde la última vez que estuve frente al cuadro, una eternidad para mí pero apenas nada comparado con el tiempo trascurrido desde que Diego Velázquez lo pintara en 1656: sólo he sido uno más entre una multitud inconcebible de personas que a lo largo de tres siglos y medio han venido quedándose hechizadas por la prodigiosa audacia de sus trazos, sus enfoques múltiples, sus geometrías invisibles; fascinados, en fin, por los enigmas que parecen multiplicarse mientras trata uno de explorar con los ojos el espacio que ocupa, que no es sólo el de una superficie plana, un lienzo enorme, de 3,18 metros por 2,76, sino, poco a poco, un hueco que puede ser ocupado, una estancia a la que es posible acceder, abriéndose paso entre los personajes, oyendo el frú frú de los vestidos hinchados por el armazón de los guardainfantes, mirando absorto al techo y a los lados, asomándose al no menos enorme cuadro que pinta el pintor que nos miraba cuando estábamos ahí fuera, o al espejo que acaso hubiera podido reflejarnos, o a la puerta del fondo desde la que un hombre con capa no ha dejado de observarnos. Aquella otra vez, en septiembre del noventa y nueve, estuve tres cuartos de hora parado ante el cuadro, como estudiándolo palmo a palmo, y cuando se hizo obligado apartarse ya para seguir recorriendo el museo, traté de capturar el momento con una foto robada, lo confieso, sí, robada, sin flash, naturalmente, y con el pulso tembloroso, temiendo ser reprendido pero incapaz de desligarme definitivamente de él. Es una foto muy imperfecta, pero contiene motivos sobrados para mi fascinación, y no todos están en el cuadro.

                                                                                                 JFH

En agosto de este año, como digo, pude acompañar a mi hija en su primera visita a Las Meninas: nos distanciamos del cuadro y fuimos acercándonos luego muy lentamente para acentuar la sensación de penetración, y a la inversa, nos alejamos, despacio también, para sentir que salíamos de él y volvíamos a la realidad. A sus pies, nos movimos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda sin dejar de mirar a los ojos de los personajes más atentos a nosotros, y sin dejar de notar esas otras miradas. Luego le planteé preguntas, las mismas que se han hecho tantos: ¿Qué miran en realidad los personajes que miran hacia fuera del cuadro? No, desde luego, al pintor que les pinta -que les ha pintado ya-, pues curiosamente está ahí, a su lado, con un pincel y una paleta en las manos. ¿Miran a los modelos que posan para ese pintor, las figuras del rey y de la reina que se reflejan en el espejo que hay al fondo del obrador, un espejo iluminado en el centro de una pared sumida en las sombras? ¿Están, pues, a nuestro lado el rey y la reina? ¿Acaso no podría reflejar ese espejo el cuadro que pinta Velázquez, como parecen exigir la perspectiva y las leyes de la reflexión? ¿Entra o sale, aquel hombre del fondo? ¿Y no parece toda la escena un instante paralizado? ¿Qué ocurría aquí un momento antes? ¿Qué ocurrió un momento después? ¿Qué sucede realmente ante nosotros, en definitiva: qué sigue sucediendo? ¿Y qué fue de todos ellos, cuyas identidades se conocen, salvo en un solo caso? ¿No será que siempre hemos sido nosotros, tú y yo, Aida, los mirados?...

Pero aunque lo vaya pareciendo, este artículo no está dedicado a un cuadro, el más extraordinario de todos cuantos han sido pintados, sino a una película que no existe: una película que lleva años realizándose en mi imaginación. Nunca he entendido que nadie haya dado en hacer una película sobre Velázquez. De Goya sí hay, varias. Pero no de Velázquez, a pesar de su grandeza. Y ni siquiera sería necesario concebir un argumento: la historia está escrita, lo hizo ya uno de los mejores dramaturgos del siglo XX. En 1960, Antonio Buero Vallejo estrenó en el Teatro Español de Madrid, con gran éxito, Las Meninas, una fantasía velazqueña en dos partes, tal y como apuntaba el autor bajo el título. Yo la vi en televisión en 1991: fue uno de los espacios dramáticos que programaron como homenaje al gran actor José María Rodero, fallecido aquel mes de mayo. Aquellas «Meninas» habían sido emitidas originalmente en 1974, en los tiempos gloriosos en que existía el teatro en televisión, y no tan sólo la gala anual de entrega de premios de teatro. Rodero estaba espléndido como Velázquez (sin duda también lo estuvo Carlos Lemos en los escenarios). Aquella noche de 1991 fue la primera vez que me pregunté cómo era posible que no existiera una película basada en aquella obra teatral.

Antonio Buero Vallejo (imagen: LaCerca.com)

El de Las Meninas es, a mi juicio, uno de los casos más incomprensibles de película que no ha llegado a hacerse. Hay, lamentablemente, muchos más en el cine español. De hecho, no es sólo que, hasta donde yo sé, no exista ninguna película sobre Velázquez, es que en nuestro país tampoco se ha rodado ninguna basada en una obra de Buero Vallejo (de alguna manera, nuestro Arthur Miller). En cualquier caso, y esperando a que algún director descubriera al fin el inmenso y excitante potencial cinematográfico que hay en esta “fantasía velazqueña”, a medias para mi propio deleite y a medias por si en una de éstas me tocaba la lotería, he ido adaptado la obra en mi cabeza desde hace más de dos décadas: he tratado de ampliar escenarios y alterar el tiempo de la acción para hacerlo menos teatral, he localizado exteriores e interiores (el Alcázar de los Austrias, donde Velázquez pintó Las Meninas, donde vivió y donde transcurre la historia, fue destruido por un incendio en 1734); he imaginado una fotografía apropiada, he concebido una banda sonara en la que se escucharían, claro está, las piezas a la vihuela que indica Buero, pero cuya base sería la Suite número 3 de las Danzas y Aires antiguos de Ottorino Respighi; he visualizado actores posibles, les he ayudado a ensayar una entonación, un gesto, me he emocionado con los diálogos…

El Diego Velázquez de Buero Vallejo es un rebelde en el palacio de Felipe IV, un hombre poseído por el ardor de un arte que nadie está preparado para entender plenamente y que al mismo tiempo ansía la verdad allí donde no podrá hallarla nunca, entre poderosos y gente enredadora y falsa, y aduladores del monarca, y pintores inferiores que aspiran a la posición que gracias al favor del rey Velázquez ocupa. Y él está tan solo en su condición de artista capaz de concebir una obra tan adelantada a su tiempo... Únicamente un hombre supo comprender su pintura, y era alguien que podría ayudarle «a soportar el tormento de ver claro en este país de ciegos y de locos». Posó quince años atrás para un cuadro suyo. Un mendigo. Y ese mendigo, un anciano casi ciego, anda a su vez buscando la casa de don Diego. En el estudio de su casa guarda Velázquez un cuadro que nadie ha de ver porque es un tema prohibido, una Venus desnuda, y en el obrador de palacio ha hecho el boceto de un cuadro que será especial y que espera la autorización real para ser pintado: un cuadro de grandes dimensiones de la pequeña infantita acompañada de sus damas de honor y otros miembros de su séquito, incluidos dos enanos de los que la divierten, y un perro, y él mismo, pintor de cámara y aposentador de palacio, retratado en el trance de pintar un cuadro de grandes dimensiones. La verdad de los momentos sencillos, le explica el pintor a su rey; la niña alejada de la etiqueta. “¿Os referís a la infanta Margarita?”, pregunta el monarca, severo. “Sí”. “¿No es más que una niña para vos?”. “Es nada menos que una niña, majestad”. Los celos de su esposa, el despecho de otra mujer, el oscurantismo religioso de quienes en el fondo no quieren sino medrar en palacio, pero también el encuentro con ese mendigo, Pedro Briones, un hombre que ha conocido la injusticia y que ante el boceto del que será algún día llamado Las Meninas reconoce «Un cuadro sereno pero con toda la tristeza de España dentro. Quien vea a estos seres comprenderá lo irremediablemente condenados al dolor que están Son fantasmas vivos cuya verdad es la muerte. Quien los mire mañana lo advertirá con espanto… Sí, con espanto, pues llegará un momento en que ya no sabrá si es él el fantasma ante las miradas de estas figuras…». Emocionado, Velázquez le responde: «Esta tela os esperaba (…) Un cuadro de pobres seres salvados por la luz… He llegado a sospechar que la forma misma de Dios, si alguna tiene, sería la luz».

José María Pou y José María Rodero

Realmente no entiendo que sólo yo pueda disfrutar de esta hermosísima película, donde se dan cita el amor hacia el arte y las intrigas palaciegas, y donde el pintor se ve arrastrado a un proceso ante el Santo Oficio, al cual representa, para caso tan especial, el propio rey. Como nada se sabe en realidad del carácter de Velázquez o de sus inquietudes más intimas, pues no se conserva ni un solo documento personal, este Velázquez de la fantasía de Buero no entra en contradicción con el histórico: el autor lo imagina libremente, sin más. Al pensar en la película posible pienso en la excelente Un hombre para la eternidad, de Zinnemann, o en Amadeus, o en Becket, basadas todas ellas en obras de teatro que, escritas en el siglo XX, recrearon episodios de la vida de personajes históricos (Thomas More, Mozart, Thomas Becket y Enrique II de Inglaterra). No está el interés de estas obras en el rigor de su historicidad. «El teatro histórico es valioso en la medida en que ilumina el tiempo presente», dejó escrito Antonio Buero Vallejo. Y a fe mía que aquel país decadente que gobernaba Felipe IV tiene mucho que ver con la España de ahora, y no sólo porque sigan sin solución las mismas discordias territoriales: digamos que las injusticias que el pueblo sufría entonces a manos de los poderos no son cosa desconocida hoy. No lo han sido nunca.

Las Meninas, de Buero Vallejo, en el Teatro Español (1960). Foto Gyenes, 
tomada de  la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes


...Por cierto, que este 8 de octubre se inaugura en el Museo del Prado una exposición bajo el título Velázquez y la familia de Felipe IV, formada por treinta piezas, algunas procedentes de museos de Viena, Nueva York o París. De Kingston Lacy llegan las llamadas Meninas de Dorset, que un especialista considera ahora las «Primeras Meninas» o «modeletto» de la gran obra final: ¿tal vez ese boceto que en la obra de Buero ha pintado Velázquez para someter el proyecto a la consideración del rey? Dicen que la exposición será todo un acontecimento. Ay, quién pudiera…

(En este demorado punto y final, ruego a quien haya llegado hasta aquí que le dé una segunda oportunidad a la suite de Ottorino Respighi: en mi cabeza conviven sus notas, los personajes de Las Meninas, detenidos en el tiempo, los diálogos de Buero Vallejo y las imágenes de esa película inexistente)

Gravity

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La oscuridad y amplitud de una sala de cine adquieren un nuevo significado cuando se desvanece la certeza de que frente a nosotros hay una pantalla en la que se proyecta la película, cuando el espacio que nos contiene como espectadores y el espacio en el que se desarrolla la ficción cinematográfica se funden en uno solo y ahí mismo aparece la Tierra en toda su sobrecogedora belleza. Un grueso tornillo puede flotar hacia mí y ser capturado justo a tiempo por la mano enguantada del astronauta que trabaja a mi lado, en el exterior del transbordador. El amanecer es una luz que asoma en la curvatura del mundo, un reflejo en la trasparencia de las escafandras, un destello de círculos violetas que nos alcanza aquí mismo, donde quiera que estemos ahora, un lugar que desde luego ya no es tan solo un patio de butacas. La noche y el día se suceden ante nuestros ojos en apenas unos minutos, orbitamos también alrededor del tiempo y todo es lento y está envuelto en el silencio. La vida es esa brillante esfera azul que está ahí, no debajo, ni encima, ni cerca, ni lejos, sino ahí, suspendida en un vacio sin límites, indescriptiblemente azul y veteada de nubes blancas, con a veces el contorno reconocible de un continente o de una isla. No hay vértigo, ni altura, ni una distancia propiamente dicha; hay un quedarse sin aliento, y un puro asombro, y una dificultad de creer que es cierto que estás aquí. Y no puedes dejar de sonreír embriagado de una felicidad nueva, absoluta, estás aquí, sí, y te mueves sin peso, giras en la nada. Y entonces, de pronto, ese instante de suprema serenidad se quiebra en pedazos, barrido por un enjambre de fragmentos de chatarra que te involucra aún más en esta experiencia abrumadora: ahora somos también el miedo, la soledad, la respiración entrecortada, el aliento que empaña la escafandra, esta tensa angustia, este vaciarse de adrenalina, esta ciega voluntad de sobrevivir.

A Alfonso Cuarón le deberé ya para siempre el haber podido cumplir ese sueño inalcanzable de viajar al espacio. Porque Gravity, su película, no se ve: se experimenta, en toda la extensión de la palabra. Al menos en tres dimensiones, que es como yo he experimentado en ella y ella ha experimentado en mí.  Nunca las tres dimensiones alcanzaron tanta perfección ni estuvieron tan cargadas de sentido, y dudo que pueda repetirse algo parecido en el futuro. Mucho me temo que el fascinante territorio de emociones que ha fundado esta película empiece y termine en sí misma.

Gravity supone un verdadero hito en la historia del cine, y si esta afirmación se antoja exagerada en términos generales, limitémosla  entonces al género al que pertenece. Pero, ¿a qué género pertenece? Hechizados por su prodigioso planteamiento visual y por la peripecia humana de la que nos hace partícipes, llegamos a olvidarnos de que Gravity es un logro de la tecnología, como lo es también el propio transbordador, el telescopio Hubble, las estaciones espaciales, los satélites. Por eso no se trata de ciencia ficción: si existe como película, éste ya es, pues, el futuro. Y es algo más que acción trepidante, desde luego, y algo más que suspense, y algo más que tragedia y que metafísica antropológica: es la suma de todo eso, es esa especie de preexistencia en el útero del cosmos, ese gran vacío amniótico en el que todo lo que ya es está a punto de empezar a ser, otra vez. 


Music by Steven Price                             


Prodigios ópticos

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Pensando estos días en el cine tridimensional, o estereoscópico, o binocular, o en relieve, que de todas estas maneras se le ha llamado alguna vez, y que, como ya quedó dicho aquí, nunca alcanzó ni tanta perfección ni tanto sentido como en Gravity, recordé algo que este verano le oí decir a una guía del museo de la catedral de Palencia al enseñarnos un extraño cuadro que allí se conserva. Vaya por delante lo mucho que disfruto de las visitas a este tipo de museos, los catedralicios y los diocesanos, sobre todo si son de pequeñas capitales de provincia. Se trata de recorridos que sólo se hacen en grupos reducidos y acompañados de un guía, y a las obras de arte que nos van siendo mostradas y descritas se le añade la sobrecogedora solemnidad del edificio, el silencio y cierta sensación de aislamiento del mundo: a medida que se va avanzando, el guía abre una nueva puerta, enciende la luz y rescata del letargo y la oscuridad un tesoro de tallas románicas, y de relieves labrados en madera, y de enormes y finísimos tapices, y de cuadros de maestros de la pintura gótica o renacentista o barroca, y de grandes libros de cantos, o cantorales, anteriores a la imprenta, minuciosamente escritos e ilustrados sobre pergamino por monjes amanuenses. Si la salida del museo es diferente a la entrada -y muchas veces incluso aunque no sea así-, el guía va apagando la luz en las estancias que dejamos atrás y cerrando la (com)puerta, como si estuviéramos abriéndonos paso a través de un canal cerrado, de techos muy altos y bóvedas de crucería, por el cual vamos avanzando cuidadosamente y sin permitir que escape el tiempo detenido, el aire y el silencio de siglos, el milagro del arte.

El museo de la catedral de Palencia forma parte de la visita al propio templo. Se accede a él desde el claustro, y lo primero con lo que uno se encuentra ya en el interior es un imponente lienzo de El Greco, El martirio de san Sebastián. Pero yo empecé todo esto refiriéndome a las tres dimensiones. Creo que es en la última sala del museo, la más amplia, donde hay expuesto un cuadro alargado, casi una caja de madera protegida por un cristal. Se trata de un retrato anamórfico del Emperador Carlos V, atribuido a Lucas Cranach y pintado, pues, en la primera mitad del siglo XVI. Nuestra guía era una religiosa joven, menuda y alegre, con una dulce voz conventual y un acento levemente mejicano, que se expresaba sobre arte con la soltura que da el estudio, nunca la mera memorización de unas explicaciones. Al mostrarnos aquel extraño cuadro, en el que yo no había reparado las otras veces que estuve en el museo, nos indicó que a los visitantes más jóvenes les decía ante él que las tres dimensiones no se han inventado ni recientemente ni para el cine. Y nos hizo saber que para verlo bien teníamos que asomar un ojo por un orificio practicado en el lado izquierdo del marco.

Catedral de Palencia. Claustro. Foto: JFH

El historiador del arte Jurgis Baltrušaitis (1903-1988) escribió un libro cuyo título en francés, al parecer, es Les perspectives depravees, anamorphoses ou thaumaturgus, es decir, más o menos Las perspectivas depravadas, anamorfosis o magia. Digo al parecer porque no me consta que haya sido traducido ni publicado en España, y he encontrado referencias en las que desaparece del título la palabra 'taumaturgia' y otras en las que a ésta se le añade la palabra 'óptica': anamorfosis o prodigio óptico. Baltrušaitis define la anamorfosis como una técnica pictórica que consiste en «proyectar las formas fuera de sí mismas en lugar de reducirlas a sus propios límites visibles, y distorsionarlas de tal manera que únicamente desde un determinado punto vuelvan a su normalidad». Es decir, un artificio lúdico, un juego de engaños entre los sentidos del observador y la perspectiva. Visto de frente, en efecto, el retrato de Carlos V que se conserva en la catedral de Palencia se antoja una abstracción, un capricho cromático donde vagamente se deduce una cara, algo así como una caricatura estirada hasta lo grotesco. Pero apenas acerca uno el ojo al pequeño agujero del marco se desvela la verdadera naturaleza del cuadro, y en el interior de aquella caja apaisada aparece, como un holograma o una fantasmagoría, el severo perfil del Emperador, perfectamente tridimensional pero intangible. Casi me avergüenza confesar que intenté hacer una foto del prodigio apoyando el objetivo en el agujero: la magia no puede ser captada por las cámaras. De modo que me limité a fotografiar su apariencia exterior.

Siempre estuvo el ser humano necesitado de juego y de magia; siempre nos alentó esta apetencia de provocar la sorpresa y de ser sorprendidos. 

Retrato anamórfico de Carlos V. Lucas Cranach (?) 
Catedral de Palencia (Foto JFH)

Demasiada felicidad, de Alice Munro

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El mayor elogio que en nuestro tiempo merece un libro de narrativa es, lo he comprobado,  que se lee muy fácilmente, que se lee de un tirón, o de una sentada. A menudo se oye decir que alguien lee un poco cada noche porque le despeja de un agotador día de trabajo. Bien, ésa no es la forma en que yo concibo la lectura. A mi juicio, la literatura no debe despejar la mente del lector, sino ocuparla. De ahí que continúe rehuyendo precavido ciertos autores y libros que pudieran encajar en ese elogio tan moderno de la facilidad. Pues bien, en ningún otro caso esta cautela mía ha resultado tan abrumadoramente injusta como en el de Alice Munro.

A lo largo de los dos últimos años he intentado varias veces acercarme a la obra de esta escritora canadiense, aunque sin duda no estaba acertando ni con el momento adecuado ni con la obra que más podía cautivarme. Munro venía muy recomendada por personas en cuyo criterio confío, pero los cuentos que trataba de leer no me decían nada. Pesaba en mi ánimo esa constante referencia al hecho de retratar personajes comunes con rutinarias existencias, y bueno, en fin, no necesito sumergirme en un  libro para saber lo que es una existencia rutinaria.  Hace diez días, sin embargo,  cayó en mis manos Demasiada felicidad (Lumen, 2010). Me bastó el primer relato, “Dimensiones”, para sentirme fatalmente atrapado en un verdadero prodigio literario. A ese cuento le deberé siempre el haberme facilitado el acceso al “universo Munro”, hasta entonces vedado para mí, un territorio narrativo que, sinceramente, no tengo la más mínima intención de abandonar por ahora. Después de este primer libro me aguarda un segundo, que es precisamente el último que ha publicado, y tras éste otro más, relatos también, claro, de 1990. Y es sólo el comienzo.

Alice Munro, nacida en un pueblo de Ontario, Canadá, hace 82 años, tal y como se ha repetido tanto estas semanas, fue una niña extremadamente rebelde, según sus propias palabras, y una jovencita que soñaba con ser escritora. Pero se casó, abandonó la universidad y se dedicó al cuidado de su familia. Sin embargo, el veneno de la ficción no se diluyó en el tedio infinito de las tareas domésticas, y no dejó de escribir. El primer titular de prensa que mereció, en 1961, fue “Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos”. Y así era, exactamente, aprovechando la hora de la siesta de sus hijas. Su deseo hubiera sido escribir novelas, pero la atención de la casa y de las niñas la obligaba a desarrollar sus historias de manera más breve. De la necesidad hizo virtud, y sin renunciar a todo cuanto quería contar en cada ocasión fue madurando una estructura, un estilo y un uso del tiempo narrativo que suponen todo un logro literario: el de contar en unas decenas de páginas lo que a cualquier otro escritor le hubiera ocupado el espacio mucho más dilatado de una novela.

Leer un libro de Alice Munro –leer el libro que acabo de terminar, Demasiada felicidad, y ahora presiento que cualquier otro- equivale a adentrarse en un complejo entramado de vidas humanas, cada una de las cuales se abre a otras vidas, a otros caracteres perfectamente dibujados, a otras honduras psicológicas que acaban penetrando en la conciencia del lector. La sencillez expresiva que uno cree percibir leyendo las primeras líneas de sus relatos o abriendo cualquiera de sus libros al azar, no sólo es aparente: es totalmente engañosa. Terminado el libro, después de haber pasado con fascinación de un relato al siguiente, el lector está habitado por una pluralidad de seres de ficción, pero también por mínimos instantes imperecederos que, por alguna razón, uno cree recordar como si los hubiera tenido delante de los ojos: esa mujer joven que ha perdido a sus tres hijos siempre será un rostro inexpresivamente asomado a las ventanillas de cualquiera de los tres autobuses que ha de tomar para visitar a su marido encarcelado; hay otra mujer, mayor esta vez, que hace cola en una librería para que una joven escritora le firme la novela en la que esa mujer ha creído reconocer algunas escenas de su propia vida, contadas desde una perspectiva distinta; hay el chasquido que hacen unas nalgas desnudas al separarse «de la lustrosa tapicería de la silla del comedor» en una casa opulenta; hay una viuda reciente charlando en su cocina con un desconocido cada vez más amenazante; hay una niña pintándose la cara con una brocha y un padre que se echa al hombro el cuerpo maltrecho de su hijo, que acaba de caer por un hueco de una montaña, y una niña de trece años sentada en el primer escalón de una larga escalera después de haber cerrado con llave la habitación donde agoniza un enfermo, y dos niñas a quienes todos toman por mellizas aunque acaban de conocerse en un campamento de verano, y un hombre gateando en un bosque, y una matemática de finales del XIX atravesando el crudo invierno centroeuropeo en tren.

Alice Munro. Foto: Derek Shapton

A Alice Munro algunos le llaman el Chejov canadiense. Yo no puedo opinar, no tengo elementos de juicio. Sí sé que al menos cumple con aquella máxima chejoviana, tan citada, según la cual si al comienzo de un relato -o en el primer acto de una obra de teatro- aparece un clavo en la pared -o una pistola colgada de un clavo en la pared-, al final ha de aparecer alguien colgado de ese clavo -o alguien ha de ser muerto con esa pistola: hay varias versiones-. Son muchos los casos en que esto es así en los macrocuentos de Munro: así por ejemplo, la primera frase de uno de ellos es una exclamación de tristeza y horror, puesta en boca de la madre de la narradora, y tras conocer en primera persona la vida entera de esta mujer, el cuento acaba colgando una monstruosidad de esa tristeza y ese horror. En realidad, en casi todos los cuentos de Alice Munro una anécdota de infancia atraviesa toda una vida para aparecerse al final y mostrarse como explicación de muchas cosas, y en eso se parece más a Ross Macdonald, maestro de la novela negra.

Y si esto no fuera bastante para trasmitir mi recién adquirido entusiasmo por la escritora canadiense, diré que incluso uno de los personajes de Demasiada felicidad«detestaba la palabra “evasión” aplicada a la ficción. Podría haber argumentado, y no solo por llevar la contraria, que la evasión era la vida real». Diablos, ¿no es eso lo que trataba de explicar yo al principio de todo esto?

Los inadaptados Gay, Roslyn y Perce

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Una gran fotografía de los tres protagonistas de The Misfits ocupa un lugar privilegiado en las paredes del Loser, pues no en vano el aire de derrota y melancolía que transpira cada plano de la película de Huston va más allá de los personajes y alcanza a los propios actores. De un lado tenemos al viejo Gay Langland y a Perce Howland, vaqueros fuera de su época, y al piloto Guido, que los acompaña en su despreocupada deriva vital. Misfits significa, literalmente, ‘inadaptados’, y eso es lo que son estos tres tipos; lo de vidas rebeldes parece quedarles tan ancho como el ala de sus viejos sombreros, a menos que se trate de una rebeldía limitada al hecho de que se han negado a adaptarse a los tiempos, con lo que volvemos al principio. En este punto cualquiera de ellos podría escupir de lado contra la tierra o encender una cerilla en el relieve de la gran hebilla del cinturón y acercar la llama al cigarrillo haciendo hueco con la otra mano. Cualquier cosa antes que vivir de un jornal, ¿verdad Perce?

Ninguno de los tres ha podido acomodarse tampoco a una vida familiar más o menos corriente. Qué diablos. Gay hace años que no ve a sus hijos, Perce se ha distanciado de su madre después de que ésta se casara por segunda vez, Guido perdió a su mujer. Ahora están organizándose para ir de nuevo a coger unos cuantos caballos salvajes. Las extensas praderas americanas en que se desarrollaba la vida de los cowboys han sido sustituidas por el desierto de Nevada; las grandes y mugidoras manadas de cornilargos son ahora un puñado de mustangs que solo sirven para convertirse en comida para perros. Pero antes de partir hacia el desierto conocen a una antigua bailarina que ha venido a Reno a divorciarse, Roslyn, una mujer difícil de entender, aparentemente ingenua, desconcertante, a ratos triste y a ratos llena de vida, y en todo momento de una contoneante y perturbadora desnudez bajo cualquier cosa que se ponga encima.

                                                                                          Foto: Eve Arnold

En el fondo, Roslyn es otra inadaptada: demasiado sensible. Todo dolor a su alrededor es un dolor que siente en sí misma: el del caballo que corcovea en el rodeo y el del tipo que lo trata de montar y es arrojado al suelo, y por supuesto el de los caballos cimarrones que los otros pretenden capturar y entregar al tratante de ganado. En la ardiente llanura del desierto, Gay y Perce esperan que la avioneta de Guido aparezca de vuelta por entre las montañas del horizonte, y que por abajo vengan espantados al galope unos cuantos caballos, al final muy pocos, comprueban con los prismáticos, pero en fin, mejor esto que trabajar a sueldo, ¿no Perce? Sí, mejor esto que trabajar con un puñetero equipo de vaqueros para que otro pueda ponerle gasolina a su Cadillac, dice Perce en el relato escrito por Arthur Miller. Enlazan a los caballos desde la caja del camión que conduce ahora Guido, les atan las patas para dejarlos allí tendidos toda la noche. Y es en ese momento cuando la carnal y compasiva Roslyn rompe en una histeria desgarrada y desgarradora en medio de las ondas de calor que reverberan en el aire. De nada ha servido que el viejo Gay le explicara que es eso o aceptar una paga; que él caza caballos para conservar su libertad, para ser un hombre libre.

En el magnífico relato de Arthur Miller, fechado en 1957 y titulado así, «Los inadaptados» (Ya no te necesito, Tusquets 2003), Roslyn no está allí para salvar a los caballos salvajes: no es más que un nombre pronunciado de vez en cuando. Convertido este texto en un guión de cine, Roslyn adquiere forma y carácter, y desde luego también la pálida piel y la voz susurrante de Marilyn Monroe. Dicen que Miller tardó tres años en escribir y reescribir aquel guión; cuando al fin comenzó a rodarse, en julio de 1960, su matrimonio con Marilyn ya estaba roto: lo que iba a ser el regalo de un gran dramaturgo a la rutilante estrella cinematográfica con la que estaba casado, acabó por convertirse en una de las muchas razones por las cuales el rodaje The Misfits fue tan turbulento.


                                                                                                  Foto: Eve Arnold

Es estupendo que esta película exista, pero tal vez hubiera sido mejor que no llegara a rodarse nunca, sobre todo si tenemos en cuenta el desgaste físico y mental que supuso para quienes participaron en ella. Desde luego, aceptar aquel papel fue el mayor error que cometió Clark Gable en toda su vida, pues es muy probable que todo aquel esfuerzo fuera el causante de que un infarto acabara con él doce días después de rodar la última escena. Este desenlace resulta casi inexplicable viendo la película: de los tres protagonistas, es sin duda el que tiene mejor aspecto; a sus 59 años, encaja perfectamente en la piel tostada del rudo y vigoroso vaquero Gay Langland.

Lo de Marilyn y Monty Clift es otra cosa. El productor del film diría más tarde que ambos eran gemelos psíquicos, que reconocían el desastre en el rostro del otro y se reían de ello. Son, realmente, dos almas atormentadas, cada uno a su modo; dos seres inadaptados de verdad, dos insomnes encadenados a sus adicciones y a sus inseguridades. La interpretación de Marilyn se queda a medio camino entre ese arquetipo de sí misma del que deseaba escapar y la actriz que hubiera podido llegar a ser, y en ese terreno de nadie se la ve tan abrumadoramente frágil y perdida como seguramente lo estaba en su propia vida. Monty apenas recuerda a aquel hipnótico actor que había sido tan solo siete años antes: el accidente de tráfico que sufrió en el 56 modificó su rostro lo justo para que su belleza desapareciera; a veces, es cierto, un gesto, un movimiento de la cabeza, algo nos devuelve fugazmente al Clift de Un lugar en el sol o de De aquí a la eternidad o de Yo confieso, pero ni los rasgos faciales ni la desconcertada mirada ni las manos ni lo quebradizo de su cuerpo entero tienen nada que ver con aquel joven; las drogas y el alcohol han hecho el resto del trabajo. Cuál no sería su extremada vulnerabilidad para que una mujer tan absolutamente desvalida como Marilyn Monroe, que no volvería a completar ninguna otra película después de aquella, y que moriría dos años después, a los treinta y seis, se sintiera inclinada a protegerlo a él. Tampoco hizo gran cosa Monty en el cine tras The Misfits, y murió envejecido prematuramente a los cuarenta y cinco años, en el verano del 66. Por el contrario, Eli Wallach (Guido) sigue vivo y en activo; cumplirá cien años en 2015.


Gay ha dejado escapar al último caballo justo después de haberlo atrapado de nuevo, y exhausto, sentado en el estribo del camión, maldice a los que «han cambiado esto: lo han envenenado todo y lo han manchado todo con sangre». «Para mí ha terminado», añade. «Es tanto como estrangular un sueño. Hay otra manera de seguir viviendo, si es que queda alguna todavía». Podrían ser mis propias palabras.

Albert Camus: verdad y libertad

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                                                            Foto: JFH

Al comienzo de su última e inacabada novela, El primer hombre, Albert Camus nos presenta al protagonista, Jacques Cormery, en el cementerio de Saint-Brieuc, frente a la tumba de su padre, muerto durante la Primera Guerra Mundial antes de que él cumpliera un año. Cormery lee las fechas de nacimiento y muerte, calcula la edad, 29 años, piensa en su propia edad actual, 40 años, y repentinamente la idea de que el hombre enterrado bajo aquella lápida es más joven que él, su hijo, le sacude físicamente; se siente invadido por la ternura, la compasión, la piedad, el vértigo: quieto entre las tumbas –ocupadas todas ellas por jóvenes muertos en la misma guerra, padres de hombres encanecidos-, le confunde la quiebra de un orden natural del tiempo, la inexistencia de tal orden fluvial, su sustitución por la locura y el caos: hijos que son más viejos que sus padres.

Estas últimas semanas he asistido a varios homenajes tributados en mi ciudad al escritor Albert Camus. En algún momento recordé esa escena que tanto me impresionó cuando la leí en 1995, a mis propios 29 años. El manuscrito de aquella novela –autobiográfica, por lo demás- fue encontrado entre los restos del coche en el que Camus se mató en enero de 1960, cuando contaba 46 años. Disfrutando de un vaso de pastis  –tal vez algunos más- en la tarde noche del día siete de noviembre, fecha en que se cumplía el centenario de su nacimiento –y también el primer aniversario de la librería Zebras, que organizaba el acto-, caí en la cuenta de que ahora yo soy un año mayor que Camus: un hijo que supera en edad a uno de sus padres literarios.

Admiro desde hace mucho a Albert Camus, pero estos días en que he profundizado más en su obra y, sobre todo, en su vida y su pensamiento, las razones para admirarlo se han multiplicado. Más que una mera grandeza literaria, la suya fue –es- una grandeza intelectual y ética. Una figura como ésta resultaría inconcebible hoy, quizá incluso resultaba enorme en su tiempo, de ahí que le fuera concedió el Nobel antes de cumplir los 45; he vuelto a leer, con un estremecimiento de emoción, la carta que con tal motivo le escribió a su maestro de primaria, Louis Germain («… cuando supe la noticia pensé en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto»); y he leído por primera vez el discurso que pronunció en Estocolmo en aquellos ceremoniosos días: persuadido de que, por su juventud, la suya era una obra «todavía en formación», y consciente de pertenecer a una generación destinada a enfrentarse a grandes retos («impedir que el mundo se deshaga», «restaurar entre las naciones una paz que no sea la de las servidumbres, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura»), aseguró comprender que el honor del premio recaía en realidad en esa generación.

En aquel discurso memorable, Camus trazaba el que a su juicio debe ser el papel del escritor; desde luego, no estar aislado, no estar separado de nadie, ser uno mismo entre todos, estar con quienes sufren la Historia y no con quienes la hacen («Quién a menudo ha escogido ser artista por sentirse diferente, no tarda en darse cuenta de que no nutrirá su arte y su diferencia sino reconociendo su semejanza con todos»). En este texto establece también las dos responsabilidades que comporta el oficio de escribir, y su grandeza: «el servicio a la verdad y el de la libertad»; de estas responsabilidades surgen dos compromisos: «la negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión». Y uno no puede sino preguntarse qué ha sido hoy de estas responsabilidades y estos compromisos.

Para finalizar estas dos semanas de homenaje y recuerdo, un magnífico gesto de amistad y bibliofilia puso en mis manos la edición especial de El extranjero que hizo circular Alianza Editorial este mismo año, con traducción de José Ángel Valentey dibujos de José Muñoz. Describo mi emoción mediante la fotografía que encabeza este texto.

Hubiera querido proyectar aquí mismo, en el Loser, el documental que vi el jueves 14 en un acto organizado conjuntamente por la librería Zebras y la Alianza Francesa, Albert Camus, una tragèdie du bonheur (Albert Camus, una tragedia de la felicidad), un testimonio realmente iluminador sobre el autor. He preferido, sin embargo, abrir un pasadizo e invitar a todos cuantos aman la literatura a recorrerlo con un pastis en la mano y verlo ahí, al otro lado, entrando por AQUÍ. 


En recuerdo de Enriqueta Antolín

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A Enriqueta Antolín le pareció extraño que en el restaurante del Club de Mar de Almería yo me pidiera, para cenar, unas chuletillas de cordero. Ella tomó un plato de pescado, como corresponde a una palentina que vive en Madrid desde hace años y está pasando un par de días en una ciudad andaluza bañada por el Mediterráneo. Mi caso era otro: yo era entonces, y sigo siendo hoy, un palentino que vive en una ciudad andaluza bañada por el Mediterráneo y que en cuestiones gastronómicas se confiesa incurablemente castellano. Aquella misma tarde nos había presentado la escritora y buena amiga Ana María Romero Yebra, el tercer comensal. Era el final de un día de marzo del año 1997. De aquella Enriqueta Antolín que había venido a dar una conferencia recuerdo su voz cálida, la sonrisa como estado natural de los labios y los ojos, la mirada sosegada, hospitalaria, elegante, igual que su voz y sus maneras; y recuerdo una gran mata de pelo: si alguna vez fue realmente una gata con alas, como tituló su primera novela, debió de tratarse de una gata de angora de edad indefinible, una gata sonriente y perpetuamente joven, pues en modo alguno pude imaginar que tuviera veinticinco años más que yo. Curiosamente yo leía esos días, embelesado, La gaznápira, de Andrés Berlanga, y en el curso de aquella cena me referí, vaya a saber por qué, a la disputa judicial que a cuenta de los derechos de tan extraordinaria novela habían mantenido su autor y José Luis Garci: fue una de esas casualidades que le ponen a uno al borde de meter la pata, porque yo ignoraba que Andrés Berlanga y Enriqueta Antolín estaban casados. Me lo dijo ella, sin perder la sonrisa, pero como extrañada de que yo no lo supiera: era la segunda vez que la sorprendía. Supongo que le dije también que había enviado mi primera novela a la editorial Alfaguara, porque al dedicarme Regiones devastadasquiso mostrar su confianza en que, además de paisanos, pudiéramos llegar a ser algún día «caballos de la misma cuadra». Me gustó aquella manera de expresarlo, me hizo pensar que tal vez sí, por qué no. Ya Regiones devastadas me había gustado mucho: aquella voz narrativa en segunda persona que se dirige a la adolescente que fue durante la posguerra y la conduce de recuerdo en recuerdo me había parecido de una ternura y una belleza admirables; eran los tiempos en que de la guerra civil se hablaba en voz baja y aún podía suceder que de tanto en tanto apareciesen huesos en los descampados y terraplenes cercanos a los nuevos barrios, donde antes hubo paredones, huesos mondos que pagaban a buen precio en la refinería de azúcar; y era, la de aquella jovencita, una de esas «edades en que bastan unos meses arriba o abajo para pasar de la oscuridad a la luz, de las tinieblas más absolutas a los débiles rayos que iluminan los primeros recuerdos».

Esta mañana vi su fotografía en El País, y antes de saber a qué sección me había llevado el pasar las páginas he sentido un escalofrío. Dice Juan Cruz en su hermoso obituario que ayer mismo cumplió Enriqueta 72 años. Cuando somos niños no podemos concebir que podamos morirnos el día de nuestro cumpleaños. Incluso a los adultos nos parece un giro del destino demasiado cerrado, un desenlace con una irritante vocación de final perfecto. Pero no hay nada perfecto en un definitivo adiós, ni siquiera la melancolía que nos queda.

Sirvan estas líneas apresuradas de emocionado recuerdo.

Foto: Ricardo Gutiérrez. El País
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